lunes, 2 de mayo de 2022

LA “GRAN TRANSFORMACIÓN” DE LA BUROCRACIA EN ESPAÑA

«Es la vieja y triste canción de la ineptitud de nuestra burocracia» Stephan Zweig, Diarios, El Acantilado, 2021, p. 125.

Por Rafael Jiménez Asensio. La Mirada Institucional blog.- Preliminar. Habrá quien tenga la impresión de que, tras quince años de zozobra y cuando aún la criatura no ha pasado de la adolescencia, la institución del empleo público creada en 2007 para regocijo de laboralistas y confusión de administrativistas, ha terminado convirtiéndose con el paso del tiempo en una institución endogámica, inútil, inservible e ineficiente (peor aún, inefectiva); que se sostiene sólo porque papá Estado, mamá Comunidad Autónoma, el primo Ayuntamiento o la tita Diputación, son quienes le amparan. Lo público le viene por su enchufe presupuestario, por poco más. Los costes que semejante estructura comporta son cada día más elevados para los paupérrimos resultados que ofrece: la burocracia pública, cada vez con mayor intensidad, se retroalimenta a sí misma y se muestra también día a día más autocomplaciente (se ensalza a sí misma). Y el gran pagano, el de verdad, es -como siempre- la ciudadanía.

También habrá quienes resalten las marcadas diferencias existentes (un dualismo ya insostenible) entre el sector público y privado, que no han hecho sino acrecentarse en estos últimos años, siempre a favor de un inmóvil sector público que mira los toros desde la barrera y ve cómo sus plantillas crecen al igual que sus retribuciones, y cómo sus costes presupuestarios abren brecha amplia a su favor en relación con el empleo privado, este último con su cada vez más marcada precariedad (por mucho que se empeñe la reforma laboral en pretender borrar lo evidente). En fin, hay quienes incluso dicen que es el sector privado el que paga en buena parte el banquete de lo público, objetando que cada vez tiene más actores sentados en su mesa con colmillos finos y voracidad insaciable, en muchos casos (por no decir todos) con vocación de convertirse en comensales eternos del comedero público que fue y sigue siendo la Administración, por emplear una expresión típica de Galdós.   

Es verdad que, como decía también genialmente Benito Pérez Galdós, la olla presupuestaria da de comer a todos. No importa ni el endeudamiento, ni qué se haga o se deje de hacer en (y con) los puestos de trabajo, ni otras zarandajas. El cocido presupuestario, elaborado ahora -objetan los más maliciosos- por estos gourmets de la política populista tan de moda entre nosotros, da para todos y para todo. Ya vendrá la Unión Europea (Banco Central Europeo) a avalar el banquete. Y la factura no será pequeña. El problema, como anuncian economistas de renombrado crédito, en un tono siempre alarmista, es que se está dejando al país en ruinas: sin futuro. Pero otros objetan: mientras haya crédito, hay vida.  El problema vendrá cuando se cierre el grifo.

Los “avances extraordinarios” de la burocracia: del Siglo XIX a nuestros días. Todos querían y (de nuevo) todos quieren ser cargos y empleados públicos.

A pesar de tales juicios lapidarios, algunos de los cuales incluso he suscrito a veces, en esta entrada he decidido (habrá quien se sorprenda) ponerme positivo, y comparar los enormes y extraordinarios avances que se han producido en la función pública española actual (mejor dicho, en ese engendro mestizo que se llama empleo público) frente a la existente en el siglo XIX. Si se mira el panorama con ojos de modernidad, parece en efecto que en muchas cosas hemos mejorado como país frente al magistral y decadente cuadro que dibujó el autor canario de la burocracia decimonónica. Pero si se mira con calma, poco ha cambiado. Más bien nada. El decorado, y poco más. 

Durante el sistema político isabelino, el sexenio (no tan) democrático o en los tiempos bobos del turno político de la Restauración, quienes dirigían la burocracia, los representantes políticos, no cobraban. Lo cual trae a la memoria el agudo comentario de Talleyrand a Luis XVIII: “¿No cobrarán nada? Entonces nos saldrán más caros” (citado por C. Romero Salvador, Caciques, y caciquismo en España (1834-2020), Catarata, 2021, p. 95); no advirtió, sin embargo, el político francés que quien utilizaba el poder -como buen cacique- para colocar a sus amigos políticos, lo seguiría haciendo cobrara o no de las arcas públicas, esta vez con sus clientes políticos. La transmutación del caciquismo en clientelismo político ha sido otra de las grandes noticias “transformadoras” de la Administración española. Un gran paso hacia la modernidad. Ahora ya cobran todos, representantes políticos, cargos ejecutivos, asesores y el resto de adláteres que viven con el hocico metido en la olla presupuestaria, muchos (los que se adosan a la nómina del empleo público o van cambiando de destinos públicos, pues para todo sirven) ya para siempre. Un gran paso adelante. Además, desde entonces, se han multiplicado por decenas de miles las vocaciones políticas y no digamos nada las funcionariales, pues no hay mejor inversión que tener la nómina garantizada a fin de mes; privilegio que, salvando políticos, sindicalistas, empleados públicos y jubilados, nadie más tiene en este país. No es poca garantía en época de incertidumbre y de tanta volatilidad como la que nos ha tocado vivir.

Quien no sepa el frío que hace fuera de los muros del sector público, no tiene ni puñetera idea de lo que es este país y sus gentes. Vive, sea como interino o estable acomodado, en otra España, la pública, no la real. Tampoco cabe extrañarse de que pierda, así, el sentido de la realidad o el pulso de la calle. A los despachos administrativos y escaños parlamentarios solo llega el eco de sus cuatro paredes. El fenómeno de la atracción por lo público, típicamente mesetario, ha conocido tal eclosión, que hasta en territorios donde la salida funcionarial nunca fue bien acogida, como eran los casos de Cataluña y Euskadi, las vocaciones funcionariales o por desempeñar actividades públicas, sin embargo, se han multiplicado por decenas de miles en estos últimos años (tampoco es menor que, fruto de lo anterior, el pulso emprendedor vaya perdiendo fuerza en estos territorios frente a una concepción cada vez más burocrático-mesocrática de vivir de las instituciones; en el peor de los casos subvencionados). Ahora, son legión los graduados que también quieren enchufarse al presupuesto público. Cuando hay que renovar más de un millón de empleados del sector público en esta década, los empujones para entrar serán sonoros. Más cuando acceder al empleo público (siquiera sea como interino o funcionario) se ha puesto a veces tan barato. Y si se tienen los consabidos y omnipresentes “enchufes” más todavía.  Aun así, el talento más relevante (el de verdad) se resiste a esa llamada a la vida cómoda y estable que la Administración ofrece, pues el trabajo público (sea en la condición que fuere) no es en ningún caso estimulante (de hecho, cada vez lo es menos), los accesos por la puerta de atrás o laterales, la organización obsoleta (ya insostenible) y la promoción profesional depende siempre de afinidades, padrinos o contactos políticos. Los demás, a picar piedra. O a dotarse de un manual de supervivencia, cuando no a seguir la máxima de Epicuro: vivir escondidos.

El salto cualitativo: ir y estar en el trabajo como exigencia para ser retribuido. La revolución del teletrabajo y el acceso “de puertas abiertas” al empleo público.  

Otro gran paso adelante frente a la burocracia decimonónica ha sido que a los funcionarios ya no se les paga por la credencial o nombramiento, sin obligarles siempre como antaño a frecuentar las covachuelas u oficinas públicas, sino que, desde la gran conquista de la inamovilidad, se les exige que asistan a su puesto de trabajo, al menos a que estén de cuerpo presente, aunque sea de mente ausente. Por lo que hagan allí, siempre que no rompan los estándares de convivencia básicos de las oficinas públicas, no se les incentiva ni se les castiga. Lo importante es ir y estar, lo adjetivo hacer. Nadie conjuga el verbo evaluar. Y no me extraña, es una manía de los países nórdicos, los que vienen del frío. Aquí, mientras tanto, calentitos. Complicaciones las mínimas. 

Pero los cambios son acelerados. Y, en muchos casos, ya no hace falta ni siquiera ir al trabajo, aunque se presume que sí estar; lo de hacer sigue como siempre, esperando mejores momentos. En efecto, un nuevo avance en la función pública ha sido la eclosión a partir de 2020 del teletrabajo, fruto de la pandemia. Este hecho supone una alteración sustantiva de los cimientos conceptuales de la función pública. El funcionario se despersonifica, se hace virtual, un ser anónimo (una dirección electrónica y poco más), desconocido, que cobra la nómina de una Administración que le protege y ya no tiene que atender pacientemente a pesados ciudadanos con sus largas listas de quejas y lamentos. ¡Qué paz espiritual! ¡Qué dibujaría Forges ante este escenario! Tendría que reinventarse. Ya nada es como era, ni el vuelva usted mañana, ni la ventanilla con el funcionario déspota o mareante, ahora la Administración es un fortín físico-electrónico que solo accede quien tiene competencias digitales o consigue hora y día a través de la denostada y extendida cita previa, el resto que se busque la vida, como debe ser en una democracia digital. El despotismo digital es una nueva forma de abuso del poder.

Además, con el teletrabajo ya no hay que ir (o ir lo menos posible) a la oficina y aguantar al tirano jefe ni al impertinente funcionario a quien no se puede ver ni en pintura. ¡Y hay tanto que hablar cuando se está! Han pasado tantas cosas en estos días o semanas de ausencia, que las horas de oficina se quedan cortas. Se puede cuidar de los mayores, llevar a los niños al colegio, hacer con ellos los deberes, y tantas tareas sociales para las que se ha diseñado, entre otras cosas tan fantásticas (como reducir el cambio climático), el teletrabajo en el empleo público. ¡Doble descanso! En casa se puede hacer de todo, incluso cinta o bicicleta estática en horas de trabajo, como me reconocía un alto funcionario no hace mucho. Todo ello, eso sí, responsablemente, con el teléfono al lado e, incluso, leyendo u ojeando un informe. Mal entendido y peor aplicado, el teletrabajo puede llegar a convertir los días de asuntos propios en una categoría inservible. Habrá que crear otra de días de asuntos de trabajo, cada vez más anecdóticos. Los viernes ya están casi amortizados en el calendario funcionarial, y si son de teletrabajo mucho más. La jornada de cuatro días se impone de facto. Otro avance.

¡Cómo ha mejorado la función pública!, eso sí sin llegar a aquellos tiempos bobos decimonónicos en que ni siquiera era necesario en algunos casos acudir al despacho; aunque ahora con el teletrabajo puede incluso retornarse a aquellos tiempos idílicos,  bien es verdad que en este trabajo telemático te pueden llegar a fiscalizar dónde estás y, en el mejor de los casos, qué estás haciendo con tu tiempo (pero para eso se necesitan, además de herramientas tecnológicas, objetivos, seguimiento y evaluación, amén de directivos; tres tareas insólitas y una exigencia institucional estrambótica en las administraciones públicas de este país, que siempre se han alineado mejor con el ejército de Pancho Villa). La cuestión clave, y lo sabe bien el empleado público más tarugo, es tener el ordenador encendido. La presunción de que en ese contexto se labora, se da por sentada; es la presencialidad telemática, auténtica modalidad de teletrabajo en el sector público. En fin, en este marco de la gran revolución organizativa telemática (“el puesto de trabajo de nueva generación”, en rimbombantes palabras de la Agenda Digital España 2025 y del eufórico e inaplicado Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia) siguen trabajando las mismas personas que lo hacían presencialmente ahora de forma telemática, aunque en algunos casos todavía más; pues quienes presencialmente lo hacían poco, mal o nada, tienen ahora el escenario ideal para disfrutar de su oronda condición de empleados-pensionistas a distancia a cuenta de los siempre inagotables presupuestos públicos y de los tontos de capirote que siguen pencando.

Lo que el teletrabajo mal entendido y peor aplicado puede generar son tensiones más fuertes aún de desatención ciudadana, cada vez más presentes en una Administración ausente que está olvidando su adjetivo y cada vez se vuelve más endogámica o se cuece en su propia salsa. La atención ciudadana (y sin pasarse) se deja para sectores como la sanidad, la policía, los servicios sociales, la educación, etc. La burocracia está para más altos fines, tales como regular, planificar, coordinar, ejecutar, evaluar; salvo que inmersa en sus propias patologías mire (como hay casos) contantemente a su propio ombligo. Y, en tales circunstancias, devaste el sentido de los verbos dedicándose a planificar y ejecutar… sus puentes, permisos y vacaciones. No cabe duda que el teletrabajo, tal como se está entendiendo y aplicando, puede convertirse en otra gran transformación que nos devuelva, paradójicamente, a tiempos pretéritos. 

Pero el cénit del desarrollo del empleo público del siglo XXI frente al siglo XIX lo hemos conocido recientemente. En el siglo XIX obtenían credencial de funcionarios los amigos políticos, daba igual incluso la formación que tuvieran, que luego serían removidos (cesantes) de sus puestos por los cambios de ministros o de gobiernos. Mesonero Romanos o Gil de Zárate, lo describieron con acerada pluma. Tras no pocas penurias y décadas de ineficiencia (cuando no de corrupción) de tales menesterosos de levita se obtuvo la garantía de inamovilidad del funcionario, previa superación de los correspondientes procesos selectivos (aquí llamado con la horrible expresión de oposiciones), que siguen siendo casi igual que entonces. Cierto que, cuando el paso a la inamovilidad se dio, algunos candidatos a cesantes se incrustaron en las nóminas funcionariales.

Sin embargo, el gran paso dado por esta España transformadora es que, para ingresar en la función pública, siempre que hayas sido interino o personal laboral temporal, ya no es necesario acreditar nada. Se quejaba antaño, un reconocido catedrático, que en las nuevas oposiciones a cátedras universitarias solo se exigía rebuznar ante el tribunal para sacar la plaza, pues -siguiendo ese paralelismo- el gran avance es que ese rebuzne -que supera esa estúpida exigencia weberiana del saber especializado de la burocracia o esa pretensión vana de evaluar el desempeño- aplicado ahora a centenares de miles de plazas puede derivar en unas onomatopeyas cacofónicas ensordecedoras. Además, serán tales personas las que nutrirán ad aeternum las nóminas de los bajos, medios y altos funcionarios de no pocas Administraciones Públicas para las próximas décadas, y las llamadas a dirigirlas en el siglo XXI. Un avance desconocido en este mundo globalizado.  Habrá quien venga a tomar nota desde los países más remotos y primitivos del mundo actual: no encontrarán parangón. Es la nueva concepción hispánica de retención del (inexistente) talento en el sector público. Innovando, que es gerundio.   

Frente al denostado siglo XIX, el gran salto adelante (insólito en el panorama comparado europeo y universal) del actual sistema burocrático «transformador» ha sido, sin duda, garantizar que esas personas a las que se abrirán de par en par las puertas de la Administración (para que entren todas) ya no podrán ser nunca cesadas y tendrán un oficio retribuido (hagan lo que hagan, no hagan nada o no tengan nada que hacer) durante el resto de sus días. La inamovilidad ya no se conseguirá solo por el acceso mediante pruebas competitivas, se llega a ella igualmente entrando por la puerta de atrás o por la puerta de servicio. ¡Cuánto nos ha costado descubrir la piedra filosofal de la nueva función pública! No cabe duda que este hubiese sido el gran sueño de la legión de cesantes que vivieron míseramente durante largos periodos del siglo XIX en España. Otro avance incalculable. Una auténtica transformación revolucionaria, por la que sus promotores (tienen nombres y apellidos, así como siglas políticas, por cierto, muchas) pasarán a los anales de la Historia de la Administración como mentes preclaras donde las haya, que llevaron el barco administrativo hacia su total desguace. Todo un honor.

¡Cuánto avance!, ¡qué progreso! Y no me refiero a la feminización de la función pública, que es un hecho, aún pendiente en la alta Administración, pero no hay término de comparación con el siglo XIX, por eso aquí se ha orillado. En lo demás, según se ha visto, cómo se nota la singularidad en este caso hispánica y no ibérica (pues Portugal es un país mucho más serio que el nuestro, también en estas lides), ¡qué pasos tan firmes ha dado España en estos últimos tiempos! Con esos mimbres estamos ya en condiciones de transformar el país para que -como dijo un reconocido asesor presidencial, que en paz política descanse- ya no lo conozca ni la madre que le parió. Pobre ingenuo. No sabía de lo que hablaba. Siempre hemos sido diferentes. Y para desgracia de nuestros hijos y nietos, todo apunta a que lo seguiremos siendo.  

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