Nos preocupa que en la reforma que prepara el Gobierno no se tenga en cuenta la estrecha vinculación entre el nivel de los servicios públicos y la calidad de la función pública
Por María Jesús Esteban, Federico Pastor y María Jesús Sáez. El Confidencial. El Gobierno prepara desde hace meses una reforma en profundidad del sistema de acceso a los Cuerpos Superiores de la Administración del Estado. Se trata de la práctica totalidad de los funcionarios del grupo A1: inspectores de Hacienda, de Trabajo, técnicos comerciales y economistas del Estado, interventores y auditores del Estado y Seguridad Social, ingenieros del Estado, abogados del Estado... El objetivo, según explicó Miquel Iceta en su etapa como ministro de Política Territorial y Función Pública, es potenciar la valoración de las aptitudes y reducir el peso de la memorización.
Desde aquellas explicaciones, pocas noticias más hemos tenido sobre las intenciones del Gobierno. Es un sigilo que no acabamos de compartir, puesto que se trata de una cuestión esencial, y no solo para los que ya formamos parte de esos cuerpos o para los que aspiran a hacerlo, sino para el conjunto de la sociedad española.
Los funcionarios públicos estamos acostumbrados a no disfrutar de la simpatía del ciudadano medio. En el caso de los que pertenecemos, tras mucho esfuerzo, a los cuerpos superiores, esa carga es aún mayor. Somos, según algunos discursos, parte de un estamento social socialmente elitista y prácticamente estanco.
Tan arraigadas están esas visiones peyorativas de la función pública que resulta casi revolucionario explicar lo obvio: los funcionarios públicos estamos al servicio de la sociedad. Trabajamos para los ciudadanos. Y la labor de nuestros cuerpos es muy importante: un inspector de Hacienda combate el fraude; el de Trabajo impide abusos y vela por el cumplimiento de la legislación; un técnico comercial y economista del Estado ayuda a las empresas a ampliar mercados y diseña políticas y reformas para impulsar el desarrollo económico y la creación de empleo; un diplomático defiende los intereses de España —y de los españoles— en el exterior; un abogado del Estado garantiza la seguridad jurídica y defiende los derechos de la Administración Pública, que representa al conjunto de la sociedad; los cuerpos técnicos, de letrados e interventores de la Seguridad Social gestionan y controlan el futuro de nuestras pensiones; un interventor vela para que la Administración se ajuste al ordenamiento jurídico y a los principios de la buena gestión financiera… Imaginen un país en el que nada de esto funcionara. Tendrían una descripción certera de lo que es un Estado fallido.
En definitiva, los funcionarios A1 somos los garantes de que la Administración Pública funcione, en sus aspectos más complejos, con los estándares de un país moderno, jurídicamente seguro y confiable. Por eso, los procesos de selección de estos cuerpos son tan importantes; por eso, nos preocupa que en la reforma que prepara el Gobierno no se tenga en cuenta la estrecha vinculación entre el nivel de los servicios públicos y la calidad de la función pública.
Existe un punto de partida que todos, con mayor o menor intensidad, compartimos: la necesidad de adaptar el sistema de oposición a una sociedad, a una administración, que está cambiando rápidamente. Son varios los fenómenos que apuntan a esa necesidad de mejoras, pero probablemente la digitalización de la sociedad, los cambios profundos que se están produciendo en la economía y la geopolítica y la garantía de acceso a la función pública con igualdad de oportunidades sean los más relevantes.
Para esta adaptación, el Gobierno parece confiar en un modelo mixto de oposición, que combine los conocimientos, adquiridos mediante la memorización, con pruebas que evalúen las aptitudes. Esa evaluación de las aptitudes supone abrir una puerta peligrosa, la de la subjetividad.
Respecto al actual sistema, que no se basa solo en la memorización, sino que también exige otras capacidades, tiene aspectos mejorables, que nadie niega. Pero no olvidemos que garantiza la imparcialidad y la especialización, y premia el mérito y el esfuerzo.
Pero si nos fijamos solo en la necesidad de modernizar el sistema de acceso a los altos cuerpos de la Administración, no estamos analizando la situación en su totalidad.
Como Estado, tenemos un problema de personal, y en los puestos más sensibles y especializados. Utilizando datos del propio Ministerio de Hacienda y Función Pública, la plantilla de la Administración tiene una media de edad de 52 años frente a los 42,5 años del sector privado. Más datos preocupantes: en menos de diez años se jubilará el 56% de la plantilla de empleados públicos, donde solo el 12% tiene menos de 40 años. Esta situación es especialmente crítica en departamentos de la Administración como la Seguridad Social, donde la media de edad es de 55 años y se jubilará a corto plazo el 10% de los efectivos.
Este problema no nace de la nada. Venimos de una década, 2010-2020, donde la situación macroeconómica, sobre todo en el primer lustro, llevó a los sucesivos gobiernos a reducir drásticamente la oferta de plazas en los cuerpos A1 de la Administración: en esos años se redujo el número de empleados públicos un 22%. Entendiendo los condicionantes económicos, desde muchos ámbitos se advirtió —advertimos— del problema que iba a surgir. Ha ido creciendo y creciendo, y ahora el Gobierno tiene prisa por resolverlo.
Estamos a tiempo, pero el remedio puede resultar mucho peor que la enfermedad: la pérdida de calidad en puestos clave de la Administración General del Estado (AGE) y, en consecuencia, un peor servicio público. Eso sucederá si, como se intuye, en las oposiciones se rebaja el nivel, se da más peso a la subjetividad y se introducen baremos poco rigurosos, como el fomento de la diversidad social y territorial. Es un objetivo loable, pero primar a opositores de la España vaciada, por poner un ejemplo, atentaría contra los principios superiores de igualdad, mérito y capacidad. Se debe fomentar la diversidad social y territorial con medidas que no menoscaben el grado de exigencia y búsqueda de la excelencia, como permisos remunerados para el estudio de las oposiciones, becas, y créditos blandos. Hablamos de una decisión vital que supone dedicación plena durante años. Necesitamos a los mejores, y los mejores pueden quedarse por el camino sin este tipo de medidas.
Es precisa una adaptación del sistema, sí, pero con más prudencia. Necesitamos, como país, que la AGE sea más atractiva, que capte talento y sea capaz de retenerlo. Para eso, necesitamos ‘vender’ nuestra labor, en las universidades: los nuestros no son solo puestos de prestigio, sino también un servicio a nuestro país, a nuestra democracia. Y necesitamos también reducir el riesgo de opositar, generando certidumbre sobre los puestos a cubrir en el medio plazo y favoreciendo el reconocimiento de los años de preparación, con el posible otorgamiento de algún tipo de certificación oficial que acredite haber superado pruebas durante la oposición. Así, la ausencia de éxito final no se traducirá en un espacio en blanco en el currículo.
Pero lo que no necesitamos son precipitaciones, tablas rasas que no tengan en cuenta las peculiaridades de los diferentes cuerpos, errores que paguemos durante años. Lo sucedido hace una década nos pasa la cuenta en la actualidad; si reducimos la calidad de nuestra administración pública, es decir, el nivel de especialización e independencia de sus funcionarios, los efectos permanecerán durante décadas. Y lo pagaremos entre todos.
*María Jesús Esteban, técnica superior de la Administración de la Seguridad Social; Federico Pastor, abogado del Estado, y María Jesús Sáez, interventora y auditora de la Administración de la Seguridad Social, miembros del Grupo de Trabajo de Fedeca sobre el Acceso a la Función Pública.
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