La norma debe dar respuesta a las puertas giratorias y la colusión de intereses
Revista de prensa. Por Joaquin Meseguer.-El Economista. Parece que finalmente el Gobierno ha decidido meterle mano a una de las cuestiones más delicadas del régimen funcionarial, en la que han venido amagando los gobiernos de las últimas dos décadas. Desde 1998, cuando se empezó a trabajar en lo que una década más tarde se convertiría en el Estatuto Básico del Empleado Público, todos sin excepción han pasado de puntillas sobre este espinoso asunto, conscientes de la trilita que contiene.
El pasado 28 de mayo finalizó el plazo para hacer alegaciones a la consulta pública lanzada por el Ministerio de Política Territorial y Función Pública de lo que se prevé vaya a ser la regulación de los "conflictos de intereses" de los empleados públicos.
Para entendernos: la ley que fija qué y cuántas actividades públicas y privadas pueden simultanear quienes trabajan en el sector público. La regulación actual es a estas alturas la más longeva de las que rigen la función pública española ya que data de 1984. Desde entonces la ley ha sufrido un incesante parcheado que no ha sido suficiente ni para resolver las muchas dudas que se suscitan en el día a día, ni para acometer los retos presentes y futuros de tan decisivo colectivo.
Todo lo contrario: ha ido dificultando su interpretación, generando tantas lecturas como administraciones tienen que aplicarla.
Más de dos millones y medio de personas están ahora atentos a esa norma que decidirá qué ingresos adicionales puede llevar un funcionario público a su casa, y todo ello sin poner en riesgo cuestiones tan decisivas como su imparcialidad y su dedicación al puesto sin distraerse con otros intereses particulares.
Una acrobacia que se torna complicada en los tiempos que corren, en que un sueldo público ha pasado de ser un motivo de constante reivindicación por los sindicatos representativos del colectivo, a una verdadera tabla de salvación en momentos pandémicos.
A nadie se le oculta que desde la década de los años ochenta son muchas las actividades privadas que han ido surgiendo (y otras desapareciendo) en el ámbito privado y que carecen de encaje alguno en la ley.
Los crecientes riesgos de colusión de intereses públicos y privados en una sociedad cada vez más compleja y mutante, las puertas giratorias a las que no conseguimos poner cuña, o las nuevas modalidades de prestación laboral como el trabajo a distancia, que ya venía empujando fuerte en la última década pero que ha cobrado un impulso inusitado este último año con motivo del teletrabajo, son algunas de las realidades a las que la futura norma tiene que enfrentarse y dar respuesta con el mayor acierto posible.
Y todo ello, en un sistema descentralizado como nunca antes existió donde todas las administraciones claman por espacios de mayor autonomía para la decisión y con nuevos gremios funcionariales que coexisten, sin embargo, con otros que envejecen a velocidad trepidante sin relevo claro.
A todo esto y otras cuestiones no menores ha decidido plantar cara el ministro Iceta. Un compromiso al que ha decidido hacer frente, tan sugerente como plagado de aristas cortantes que, sin embargo, ya se ha tornado en ineludible e inaplazable. Como suele decirse en suertes taurinas, pero también con espíritu 'yedai': "valor y al toro", ministro, y "que la fuerza te acompañe".
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