miércoles, 19 de noviembre de 2014

Novedad editorial: "La Ética en la Política"

Montaigne. ¡Qué falta nos hace volver a los principios y recuperar las virtudes públicas! 
 
A todos aquellos políticos que, a pesar de las evidencias, siguen sin darse por enterados de qué es la ética en la actividad pública:  “Tu vida privada debe servir de ejemplo. Refrena los apetitos sexuales y financieros”  (“Código Ético para Políticos”, Yehezkel Dror, La capacidad de gobernar; Círculo de Lectores,1994, p. 192)

Rafael Jiménez Asensio. Estudiconcultoría.com.-  aunque esa cita extraída de un breve (pero ilustrativo) Código Ético para Políticos fue escrita hace veinte años, no cabe duda que guarda una innegable actualidad. Nuestra clase política sigue confundiendo ética con legalidad o regularidad de sus actuaciones, prescindiendo de algo tan esencial como es la ejemplaridad e integridad que deben guiar sus conductas tanto en su vida pública como privada.

Por mucho que insistan, no es cierto que sea indiferente o neutro lo que haga un político con su vida privada, ni menos aún cuando con su conducta privada deteriora la confianza que los ciudadanos depositan en sus instituciones. La responsabilidad moral de los gobernantes es un activo institucional, su ausencia o ninguneo un descrédito a unas instituciones ya maltrechas.

En la política y en sus aledaños (también esta peste alcanza al mundo sindical, empresarial, profesional e incluso funcionarial) el sonrojo y el ostracismo solo llega con la condena penal, ni siquiera con la infracción administrativa. En lo demás, cuando no se “justifica” burdamente la conducta, se pide perdón (un “arrepentimiento” nunca espontáneo y casi siempre rodeado de escasa credibilidad).  Asunto arreglado. O, al menos, eso creen. Confían en la debilidad de la memoria ciudadana, siempre frágil y en demasía complaciente. Pero ya nada es lo mismo.

La relación entre Ética y Política es una cuestión actual, sobre todo ante la innumerable cantidad de escándalos de corrupción que azota la vida pública. La ciudadanía mira atónita ese desfile de noticias que un día sí y otro también salpican la información cotidiana. Pero más que seguir echando leña al fuego tal vez convenga ofrecer una mirada distinta sobre tan poliédrico asunto.

Esto es lo que han llevado a cabo distintos profesores de filosofía en un libro titulado “La ética en la política” (KRK, ediciones, 2014), del que pretendo hacer un sucinto cometario. La dimensión conceptual tal vez nos ayude a entender mejor algunos problemas que ahogan la vida pública española.

Los editores (Longás Uranga y Peña Echevarría) no ocultan en su presentación “la complejidad del problema”. Tal como señalan, “tendemos a pensar que los problemas de la ética en la política son problemas de otros”. Y esto es un grave error en el que con frecuencia se incurre.

Vargas-Machuca resalta la importancia de las instituciones, así como la deriva populista o mesiánica de la política actual. La ética aporta a la política principios, mientras que las instituciones ofrecen reglas. La estrategia política debería encuadrarse en ese doble esquema de respeto de los principios y de las reglas. Sin embargo, “el desarrollo de la política en España ha sido, y lo es ahora de manera más aguda, muy vulnerable a este particular trastorno de las relaciones entre principios, reglas y estrategias”. El continuo, según este autor, parece claro: desde la ética a la política, pasando por el derecho. La primera pieza está rota, la segunda a punto de romperse y la tercera queda huérfana. Sola se transforma fácilmente en despotismo o populismo barato.

En un sugerente ensayo, Peña González pone en guardia sobre el gobierno de los expertos o tecnócratas y sobre las limitaciones de la política actual. La omnipresencia de la economía mutila la política. Tal como señala, “la dimensión reflexiva está en riesgo en la actual forma de hacer política”. En efecto, la política se refugia en la banalidad del reality show y en la astucia del marketing. Frente a esa configuración del buen gobierno como cultura de expertos, propone recuperar las viejas virtudes de la política y, en particular, la conciencia de que ética y política no pueden disociarse, a riesgo si no de no responder a la pregunta básica (formulada tanto por Platón como por Derrida) sobre cómo debemos vivir.

“Ciudadanos adolescentes”
Otros dos ensayos de este libro nos ponen sobre la pista de algo que, con frecuencia, no se recuerda: la existencia de “ciudadanos adolescentes” (Ovejero) o de una “ciudadanía de omisión” (Arteta). La aportación de Félix Ovejero es estimuladora, pero también inquietante: una crítica mordaz y frontal del “buenismo”, que todo lo contamina. Una ciudadanía adolescente e irresponsable a la que le gustan discursos aduladores y siempre positivos: “los ciudadanos (¿son realmente ciudadanos?) no se fían de quienes anticipan problemas; de quienes reclaman cambios para evitar dificultades del porvenir”. A quienes señalan los problemas, “parecen que los crean”. Mejor vivir en la ignorancia e indolencia. De ahí construye doce verdades buenistas. Alerta sobre el empacho de moralismo. Pero finalmente intenta reconstruir los destrozos de un análisis demoledor: la sabiduría práctica y la prudencia deben atemperar la política y los dilemas morales que en ella se incuban. Se vuelve a la ética.

Ya lo dijo Madame de Stäel en 1795, tras los sucesos de la Convención y del Terror: “Si el poder de la moral no es, por así decirlo, el poder constituyente de una república, la república no existe”. Tomen nota la legión de reformadores constitucionales. La recuperación moral de la política es, por tanto, una premisa para que la política sea creíble. Pero ya no valen gestos hacia la galería (“la ética no es cosmética”, como diría Adela Cortina) ni arrepentimientos cargados de impostura. Al gobernante solo le cabe, como recordara Javier Gomá y siglos antes relató Montesquieu, practicar con el ejemplo. Y cuando el “ejemplo” es burdo, grosero o impropio de un político serio, la única salida digna es conjugar el verbo dimitir, antes de que uno sea echado a las tinieblas por la ira de una complaciente y adolescente ciudadanía, adormecida hasta la médula, pero que ahora parece comienza a despertar. Al menos se muestra más exigente, no sé si también con ella misma. Ahí tengo más dudas.

Quien se dedique a la política o a cualquier otra función representativa e institucional debe tomar buena nota de ello: una conducta moral intachable o siquiera sea conducida con patrones de exigencia e integridad, no solo en lo público sino también en lo privado, es el único salvoconducto para mantenerse dignamente en el ejercicio de sus responsabilidades.
Así lo demostró, por ejemplo, Hipócrates, el padre de la medicina, “cuando el rey de Persia quiso atraerlo a sí por medio de ofertas y grandes regalos, pero que él respondió que sería para él un cargo de conciencia ocuparse en curar a los bárbaros que querían matar a los griegos, y en servir con su arte a quien quería avasallar a su país” (Étienne de La Boétie, “Discurso de la servidumbre voluntaria”, Tecnos, Madrid, 2010, p. 63). Dilema resuelto. Nobleza y coraje, pero también integridad, como recuerda en esa cita el buen amigo de Montaigne. ¡Qué falta nos hace volver a los principios y recuperar las virtudes públicas!

No hay comentarios:

Publicar un comentario