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lunes, 8 de mayo de 2023

Rafael J. Asensio: Ética política y democracia

 «La mayoría de los hombres se sienten tan satisfechos con lo que parece como con lo que es, y muchas veces se mueven más por las cosas aparentes que por las que realmente existen» (p. 97)

«Los hombres a menudo se comportan como las pequeñas rapaces, que están tan ansiosas de conseguir su presa que no se percatan de que un pájaro mayor se ha colocado encima de ellas para matarlas» (p. 134)(Maquiavelo, Discursos sobre la Primera Década de Tito Livio, Alianza Editorial, 1987)

Por Rafael Jiménez Asensio. La Mirada Institucional blog.- Han sido varias las entradas de este Blog que tratan, directa o indirectamente, sobre la ética política, con frecuencia (salvo las que se referían a Pepe Mujica) muy poco visitadas y, por tanto, apenas leídas. Lo cual es un termómetro de lo poco o nada que interesa este tema en España. Siempre se han ninguneado entre nosotros las cuestiones éticas, más si se proyectan sobre el sector público. Viene de lejos. De la pequeña a la gran corrupción solo es cuestión de escalas. La degradación moral comienza por los pequeños detalles del favor y de la recomendación, y pronto, sin apercibirse apenas, se halla inmersa en cimas de podredumbre.

Cuando se habla de ética en el ámbito de la política es recurrente referirse a la clásica distinción weberiana entre dos tipos ideales de ética como son la ética de la convicción y de la responsabilidad. A veces hay que retornar a los clásicos; pero otras muchas a otros que, si no lo son aún, llevan camino de serlo. Pues bien, en un breve libro escrito hace más de veinticinco años por ese politólogo siempre incisivo y riguroso que es Gianfranco Pasquino, La democracia exigente (Alianza Editorial, 2000), se contienen unas interesantísimas reflexiones sobre la ética política que, si bien escritas hace tanto tiempo, puede ser oportuno recordar en nuestros días, al menos como avisos a los más que numerosos navegantes políticos que ignoran o desprecian la transcendencia de la ética (o de la integridad) en el ejercicio de su acción política.

La lealtad política encadenada a una expresión partidista es la norma de funcionamiento de una política que, en caso de manifestar su deserción y protesta (aunque sea gradual), implica que “el precio pagado por el político será bastante mayor” del que tendría que abonar un intelectual, un profesional o cualquier otra persona. Estos últimos, si rompen o erosionan la lealtad inquebrantable partidaria, serán condenados al duro ostracismo político (lo que comporta el cierre del acceso a hipotéticas prebendas, cargos o contratos); pero el político que discrepe tendrá como respuesta quedar fuera de la vida política activa; esto es, su muerte civil, sobre todo cuando no tiene oficio alternativo del cual sobrevivir, lo cual es demasiado frecuente.

Cuando la ética de la convicción se vuelve total y no deja espacio a la ética de la responsabilidad, la política se envilece hasta extremos inusitados. Max Weber lo explicó de forma convincente: "La ética de las convicciones y la ética de la responsabilidad no están en oposición absoluta, son complementarias y solo juntas hacen el auténtico hombre que puede tener vocación para la política." El régimen político podrá ser, como señala Pasquino, formalmente democrático (“aunque bajo sospecha y a la defensiva”), pero el predominio de la ética de la convicción (o, en su expresión patológica extrema y extendida, la autodefensa de sus privilegios corporativos) “va cerrando progresivamente los espacios de desacuerdo y controlando, asignando y distribuyendo los recursos según criterios de pertenencia a un partido político”, prescindiendo de ese modo de cualquier consideración ética. La ética de la responsabilidad se diluye o desaparece, y entra en acción el reparto descarado de prebendas del poder entre acólitos. Y la exclusión del resto.

En su línea habitual, el autor italiano puso también en valor en esas páginas el papel de la oposición, aunque en este caso la proyecta no tanto sobre su dimensión político-parlamentaria sino especialmente sobre la oposición social e intelectual, castrada en estos momentos por unos medios también casi siempre banderizos o sectarios, y por unas voces discrepantes desde la intelectualidad cada vez más tibias o apocadas, generalmente alineadas con una tribu política. Esa restricción de espacios de oposición política, social e intelectual o profesional, la califica Pasquino como una respuesta de “una concepción mísera de la democracia”, que la termina convirtiendo en asfixiante. Algo o mucho de eso estamos viviendo ahora.  

No es, sin embargo, el autor ningún ingenuo en esas lides, pues detecta con claridad que, siendo como es la democracia un régimen incomparablemente mejor a los demás, ofrece, no obstante, sus inevitables limitaciones. Como expuso con una contundencia evidente: “Ningún orden político alcanzará jamás la perfección. Por lo tanto, no serán las consideraciones complacientes las que harán crecer y mejorar los regímenes democráticos”. Ni que decir tiene que cuando la autocomplacencia política se ha convertido en mercancía dominante en el discurso de los actuales partidos, más aún cuando están en el gobierno, esas palabras resuenan con fuerza: sin espacio para la crítica fundada, ahogada en la política más sectaria, las posibilidades de que la democracia se perfeccione, siquiera sea algo, se convierte en pío deseo, lo que anuncia (tal como se viene produciendo en los últimos tiempos) su degradación paulatina.

Sin reconocer y valorar el pluralismo, la expresión del desacuerdo y la discrepancia, así como sin ser conscientes de las exigencias que comporta la democracia, apenas se avanzará nada, más bien se retrocederá. Algo de esto también se observa en los últimos años, a pesar de tanta nueva política que ha terminado siendo más vieja que el crimen. Y la vieja, enquistada en sus hábitos anquilosados. Aun así lo “nuevo envejecido” se pretende ahora reencarnar, a través de la prestidigitación política, en algo superador de los viejos partidos. Veremos en qué queda.

En cualquier caso, la idea fuerza que lanzó en su día el autor italiano, y que apenas tiene eco en nuestros días, es que la democracia no es ni debe ser “un régimen político privado de un corpus de principios éticos y basado en un relativismo absoluto”. Pues bien, más de veinticinco años después de que tales palabras fueran escritas, el duro y contundente reloj del tiempo nos descubre un día sí y otro también el abandono de tales principios y el imperio absoluto del relativismo moral en política. Lo que conduce derechamente a ahogar el nervio reformista de la democracia, connatural a la esencia de tales regímenes. Y que se manifiesta, con descaro y cinismo, en aquellos que “ven la democracia como un simulacro vacío para el mantenimiento del poder de (unos) pocos”, esto es, de la pretendida élite de los partidos o de los poderes económico-financieros, lo que conduce derechamente a la “idea del vacío de la democracia”, sendero por el que llevamos transitando hace ya demasiado tiempo.

Recuperar la idea de una democracia exigente implica también multiplicar los requerimientos hacia los gobernantes. Y sin sociedad civil robusta ese objetivo es un sueño. Nadie está obligado, sino todo lo contrario, a ponerse la capa de gobernante. Y si lo hace, debe saber que ello debería exigir, sin duda, sacrificios muy relevantes, y no ventajas incalculables como ahora se percibe. En suma, nunca habrá democracia exigente, si no se exige “a los gobernantes dosis extra de ética en sus comportamientos”. Como bien concluyó entonces Pasquino: “La democracia no es en absoluto indiferente a la falta de moralidad de sus gobernantes, actuales y potenciales”. Más claro imposible. Lo sabemos, lo saben, y al parecer nadie se da por enterado. Este es el drama de la ética pública en España, que a nadie interesa. Además, en este país, tampoco ha pasado ni pasa factura a quienes intencionadamente un día sí y otro también la quiebran. Al menos hasta ahora. Está todo dicho.   

ALGUNAS OTRAS ENTRADAS (SELECCIÓN) EN ESTE BLOG SOBRE ÉTICA EN LA ACTIVIDAD POLÍTICA:

https://rafaeljimenezasensio.com/2017/05/01/etica-y-politica-tension-maxima/

https://rafaeljimenezasensio.com/2020/01/09/gobernanza-2020-politica-de-integridad-prevenir-la-corrupcion/

https://rafaeljimenezasensio.com/2016/01/24/mujica-la-autenticidad-de-la-politica/

https://rafaeljimenezasensio.com/2020/04/05/jose-mujica-y-la-libertad-lecciones-para-un-prolongado-confinamiento/

https://rafaeljimenezasensio.com/2020/04/06/sabiduria-politica-manual-para-tiempos-de-crisis/

OTRAS ENTRADAS: LA MIRADA INSTITUCIONAL BUSCADOR “INTEGRIDAD”/”ÉTICA”/”POLÍTICA”

miércoles, 19 de noviembre de 2014

Novedad editorial: "La Ética en la Política"

Montaigne. ¡Qué falta nos hace volver a los principios y recuperar las virtudes públicas! 
 
A todos aquellos políticos que, a pesar de las evidencias, siguen sin darse por enterados de qué es la ética en la actividad pública:  “Tu vida privada debe servir de ejemplo. Refrena los apetitos sexuales y financieros”  (“Código Ético para Políticos”, Yehezkel Dror, La capacidad de gobernar; Círculo de Lectores,1994, p. 192)

Rafael Jiménez Asensio. Estudiconcultoría.com.-  aunque esa cita extraída de un breve (pero ilustrativo) Código Ético para Políticos fue escrita hace veinte años, no cabe duda que guarda una innegable actualidad. Nuestra clase política sigue confundiendo ética con legalidad o regularidad de sus actuaciones, prescindiendo de algo tan esencial como es la ejemplaridad e integridad que deben guiar sus conductas tanto en su vida pública como privada.

Por mucho que insistan, no es cierto que sea indiferente o neutro lo que haga un político con su vida privada, ni menos aún cuando con su conducta privada deteriora la confianza que los ciudadanos depositan en sus instituciones. La responsabilidad moral de los gobernantes es un activo institucional, su ausencia o ninguneo un descrédito a unas instituciones ya maltrechas.

En la política y en sus aledaños (también esta peste alcanza al mundo sindical, empresarial, profesional e incluso funcionarial) el sonrojo y el ostracismo solo llega con la condena penal, ni siquiera con la infracción administrativa. En lo demás, cuando no se “justifica” burdamente la conducta, se pide perdón (un “arrepentimiento” nunca espontáneo y casi siempre rodeado de escasa credibilidad).  Asunto arreglado. O, al menos, eso creen. Confían en la debilidad de la memoria ciudadana, siempre frágil y en demasía complaciente. Pero ya nada es lo mismo.

La relación entre Ética y Política es una cuestión actual, sobre todo ante la innumerable cantidad de escándalos de corrupción que azota la vida pública. La ciudadanía mira atónita ese desfile de noticias que un día sí y otro también salpican la información cotidiana. Pero más que seguir echando leña al fuego tal vez convenga ofrecer una mirada distinta sobre tan poliédrico asunto.

Esto es lo que han llevado a cabo distintos profesores de filosofía en un libro titulado “La ética en la política” (KRK, ediciones, 2014), del que pretendo hacer un sucinto cometario. La dimensión conceptual tal vez nos ayude a entender mejor algunos problemas que ahogan la vida pública española.

Los editores (Longás Uranga y Peña Echevarría) no ocultan en su presentación “la complejidad del problema”. Tal como señalan, “tendemos a pensar que los problemas de la ética en la política son problemas de otros”. Y esto es un grave error en el que con frecuencia se incurre.

Vargas-Machuca resalta la importancia de las instituciones, así como la deriva populista o mesiánica de la política actual. La ética aporta a la política principios, mientras que las instituciones ofrecen reglas. La estrategia política debería encuadrarse en ese doble esquema de respeto de los principios y de las reglas. Sin embargo, “el desarrollo de la política en España ha sido, y lo es ahora de manera más aguda, muy vulnerable a este particular trastorno de las relaciones entre principios, reglas y estrategias”. El continuo, según este autor, parece claro: desde la ética a la política, pasando por el derecho. La primera pieza está rota, la segunda a punto de romperse y la tercera queda huérfana. Sola se transforma fácilmente en despotismo o populismo barato.

En un sugerente ensayo, Peña González pone en guardia sobre el gobierno de los expertos o tecnócratas y sobre las limitaciones de la política actual. La omnipresencia de la economía mutila la política. Tal como señala, “la dimensión reflexiva está en riesgo en la actual forma de hacer política”. En efecto, la política se refugia en la banalidad del reality show y en la astucia del marketing. Frente a esa configuración del buen gobierno como cultura de expertos, propone recuperar las viejas virtudes de la política y, en particular, la conciencia de que ética y política no pueden disociarse, a riesgo si no de no responder a la pregunta básica (formulada tanto por Platón como por Derrida) sobre cómo debemos vivir.

“Ciudadanos adolescentes”
Otros dos ensayos de este libro nos ponen sobre la pista de algo que, con frecuencia, no se recuerda: la existencia de “ciudadanos adolescentes” (Ovejero) o de una “ciudadanía de omisión” (Arteta). La aportación de Félix Ovejero es estimuladora, pero también inquietante: una crítica mordaz y frontal del “buenismo”, que todo lo contamina. Una ciudadanía adolescente e irresponsable a la que le gustan discursos aduladores y siempre positivos: “los ciudadanos (¿son realmente ciudadanos?) no se fían de quienes anticipan problemas; de quienes reclaman cambios para evitar dificultades del porvenir”. A quienes señalan los problemas, “parecen que los crean”. Mejor vivir en la ignorancia e indolencia. De ahí construye doce verdades buenistas. Alerta sobre el empacho de moralismo. Pero finalmente intenta reconstruir los destrozos de un análisis demoledor: la sabiduría práctica y la prudencia deben atemperar la política y los dilemas morales que en ella se incuban. Se vuelve a la ética.

Ya lo dijo Madame de Stäel en 1795, tras los sucesos de la Convención y del Terror: “Si el poder de la moral no es, por así decirlo, el poder constituyente de una república, la república no existe”. Tomen nota la legión de reformadores constitucionales. La recuperación moral de la política es, por tanto, una premisa para que la política sea creíble. Pero ya no valen gestos hacia la galería (“la ética no es cosmética”, como diría Adela Cortina) ni arrepentimientos cargados de impostura. Al gobernante solo le cabe, como recordara Javier Gomá y siglos antes relató Montesquieu, practicar con el ejemplo. Y cuando el “ejemplo” es burdo, grosero o impropio de un político serio, la única salida digna es conjugar el verbo dimitir, antes de que uno sea echado a las tinieblas por la ira de una complaciente y adolescente ciudadanía, adormecida hasta la médula, pero que ahora parece comienza a despertar. Al menos se muestra más exigente, no sé si también con ella misma. Ahí tengo más dudas.

Quien se dedique a la política o a cualquier otra función representativa e institucional debe tomar buena nota de ello: una conducta moral intachable o siquiera sea conducida con patrones de exigencia e integridad, no solo en lo público sino también en lo privado, es el único salvoconducto para mantenerse dignamente en el ejercicio de sus responsabilidades.
Así lo demostró, por ejemplo, Hipócrates, el padre de la medicina, “cuando el rey de Persia quiso atraerlo a sí por medio de ofertas y grandes regalos, pero que él respondió que sería para él un cargo de conciencia ocuparse en curar a los bárbaros que querían matar a los griegos, y en servir con su arte a quien quería avasallar a su país” (Étienne de La Boétie, “Discurso de la servidumbre voluntaria”, Tecnos, Madrid, 2010, p. 63). Dilema resuelto. Nobleza y coraje, pero también integridad, como recuerda en esa cita el buen amigo de Montaigne. ¡Qué falta nos hace volver a los principios y recuperar las virtudes públicas!