Por Carles Ramió. EsPúblico blog.- Para un especialista en instituciones y gestión pública no es nada grato tratar el tema de la corrupción. El estudio del fenómeno de la corrupción es muy complejo ya que se trata de una madeja en el que es muy difícil poner orden a los distintos hilos y realizar análisis causales. Pero una buena forma de abordar este problema es enfocarse en el análisis de las contrataciones públicas. Los contratos públicos, de naturaleza muy diversa, es el ámbito en el que se manifiesta de manera más clara los actores y las dinámicas corruptas. Es el punto más delicado y más permeable a la corrupción incluso en aquellos países con instituciones y sociedades escasamente corruptas.
La contratación pública es un complejo sistema jurídico y de gestión en el que se encuentran diversos estamentos susceptibles de degenerar en prácticas corruptas: los cargos políticos (que llevan la pesada mochila de buscar financiación heterodoxa para sus respetivos partidos políticos que es un lastre que puede tener efectos multiplicadores para favorecer ilícitas pulsiones de lucro personal), cargos administrativos directivos y especialistas en contratación que están especialmente expuestos a los cantos de sirena de las ingentes sumas de dinero que transitan por los expedientes que gestionan (afortunadamente esta dimensión de la corrupción es casi inexistente en nuestro país) y, finalmente, el tejido empresarial que puede caer, con estímulos o sin estímulos políticos e institucionales, muy fácilmente en la tendencia de buscar el camino más sencillo y fluido para poder hacer negocios con la Administración. Es por tanto, en la contratación pública, donde suele escenificarse la corrupción de alta intensidad que es la más perniciosa para el sistema público tanto por sus importantes impactos económicos negativos como por su capacidad de metástasis al resto del cuerpo institucional y del ámbito empresarial.
La corrupción política e institucional no surge por arte de magia o de forma aislada, sino que hay un conjunto de variables que contribuyen a este florecimiento. El primer elemento a tener presente es que nuestras sociedades mediterráneas se asientan sobre unas pulsiones históricas de una gran permeabilidad hacia la corrupción. Se suele decir que España no posee unos políticos suecos, ni unas instituciones anglosajonas, ni una educación finlandesa, ya que no somos ni suecos, ni británicos ni finlandeses sino del sur de Europa. Somos mediterráneos de origen fenicio y romano, con una cultura cristina instalada en la doble moral, con un Siglo de Oro Español preñado de pícaros, pillos y ladrones que han dejado su sello hasta el momento actual. La política y las instituciones no pueden ser un eslabón aislado sino un reflejo más de la ética y de la moral de unas determinada sociedad, del mismo modo que los empresarios, los sindicatos, las instituciones y los medios de comunicación. Procedemos de una historia turbulenta y desgraciada que no ha sido precisamente un caldo de cultivo favorable para la calidad de nuestras instituciones públicas. Hemos diseñado un tejido institucional muy débil de forma rápida, desordenada y preocupados por otras urgencias y problemas mayores como la defensa de los valores democráticos y la construcción de un modelo de Estado del bienestar. Una agenda política y social tan densa no ha dejado mucho espacio para interesarse por la calidad de nuestras instituciones políticas básicas y por nuestras administraciones públicas y no hemos sido capaces de edificar diques institucionales que frenen la corrupción política, empresarial y social. El concepto de contrapesos institucionales (los denominados checks and balances) y el perfilar sutiles sistemas de control es algo que ha permanecido inexplorado por falta de tradición, de prioridad y de voluntad. Los precarios anclajes sociales, institucionales y de mercado no han podido frenar un asilvestramiento y una relajación ética de los partidos políticos, de los políticos y de las empresas contratistas con la Administración pública . Y de esta forma se ha ido generando un nudo de variables que han favorecido un escenario en el que la corrupción se ha instalado como una pieza esencial del paisaje institucional, político y empresarial de nuestro país
Otro elemento a tener en cuenta es que durante las últimas décadas se ha producido una transformación conceptual que ha fomentado que han reverdecido con gran intensidad las viejas dinámicas clientelares y corruptas. Nuestras administraciones han ido rechazando, de forma progresiva, el modelo burocrático clásico de la mano de la denominada “nueva gestión pública” y han ido generando como modelo alternativo un modelo gerencial de carácter eficientista. La motivación objetiva para esta migración de modelos es indiscutible: la exigencia de prestar de servicios públicos a los ciudadanos y el modelo burocrático es rígido, fordista e imperfecto. La prestación de servicios de forma económica, eficaz y eficiente requiere de un nuevo modelo más flexible, contingente y con un cierto aroma empresarial (gerencial). No tiene nada de negativo intentar diseñar un modelo mixto o híbrido que combine el sistema de garantías institucionales y jurídicas propias de un modelo burocrático con arquitecturas organizativas y roles profesionales más orientados a la gestión eficaz y eficiente de los servicios públicos. El resultado final tiene dos caras: una positiva y otra negativa. En la vertiente positiva, hay que destacar que estas administraciones han logrado prestar servicios públicos de bastante calidad con unos costes muy razonables. Es el gran éxito de las administraciones públicas de España durante los últimos 30 años. Pero la vertiente negativa es que este modelo mestizo de carácter burocrático-gerencial ha socavado algunos de los principios básicos insoslayables del modelo burocrático, dando entrada al modelo más pérfido posible: un modelo clientelar muy permeable a la corrupción. Precisamente es en la contratación pública donde su manifiesta con mayor intensidad esta esquizofrenia institucional: una tensión, por una parte, entre la necesidad de garantías y seguridad jurídica de corte burocrático pero que en exceso asfixia a la Administración y no le permite ser rápida, eficaz y eficiente. Por otra parte, la imperiosa necesidad de que la gestión en la contratación pública sea rápida, eficaz y eficiente (un buen ejemplo han sido las compras públicas para hacer frente a la covid-19) y, por tanto, requiere una gerencialización que aporte autonomía y flexibilidad. Hasta el momento esta dicotomía conceptual no la hemos sabido resolver y el resultado ha sido un reverdecimiento de determinadas prácticas corruptas. Hay que trabajar en articular de manera serena y robusta un modelo híbrido entre la burocracia y el gerencialismo que no implique que el que salga como triunfador sea la corrupción y el clientelismo. A mi entender este es el gran reto. Reto que nunca podremos dar por superado ya que la naturaleza humana y las pulsiones sociales son siempre endebles y las dinámicas organizativas y de control institucional inestables. Por tanto, refinar el sistema de contratación para que sea impermeable a la corrupción pero evitando relantizar e incluso paralizar a las administraciones públicas.
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