«Que el futuro sea digital; pero, ante todo, que sea un futuro humano»
(Shoshana Zuboff, El capitalismo de la vigilancia, Paidós, 2020,
p. 690).
Por Rafael Jiménez asensio. La Mirada Institucional blog.- La digitalización de la sociedad es, sin duda, imparable. Y, como es obvio, tal proceso impacta sobre las Administraciones Públicas, así como, especialmente, sobre las relaciones entre los poderes públicos y la ciudadanía. La preocupación por esta cuestión es creciente, también por lo que implica de hipotética afectación a los derechos individuales en sus constantes e inevitables relaciones con las Administraciones Públicas.
Nadie duda, en efecto, que la digitalización ha de ser inclusiva. Tampoco
admite duda alguna que, en la transición digital y en la mejora de la
prestación de los servicios públicos que tal estrategia comporta, es donde la
legitimidad de los poderes públicos se juegan buena parte del crédito de
confianza de la ciudadanía. En términos de legitimidad democrática, resulta
inaceptable que la prestación de servicios y la atención a la ciudadanía
empeoren con la digitalización. Y algo de esto está pasando hoy en día. Cabe
preguntarse por qué y, asimismo, cuáles son los remedios para mitigar esas
patologías, que están muy extendidas.
De todos es conocido cómo la pandemia no solo supuso una innegable
aceleración de la digitalización, sino que, por lo que ahora interesa, implicó
una tendencia marcada hacia el encastillamiento de las Administraciones
Públicas que, mediante las barreras de unas frías y anónimas pantallas,
obligaron de forma fáctica (a pesar del evidente derecho de opción reconocido
en las disposiciones legales vigentes) a que, salvo excepciones muy puntuales,
los ciudadanos no obligados normativamente se tuvieran que relacionar también
de forma exclusiva por medios telemáticos con las organizaciones públicas. El
escandaloso abuso de la cita previa, ahora tan aireado, no es más que la punta
del iceberg. Llevamos tres años de descenso a los infiernos; es llamativo cómo
la crisis Covid19, una situación absolutamente excepcional, implicó, sin
embrago, cambios de tendencia estructurales (o con intentos de convertirse en
tales) en el (mal) funcionamiento de buena parte del sector público español y
de sus estructuras burocráticas. Todo esto con el silencio cómplice de una
política gubernamental que frente estas cuestiones aparentemente
instrumentales, pero que forman parte del ADN existencial del sector público,
apenas les ha prestado atención alguna.
Se olvida con frecuencia que fue precisamente la pandemia la que aceleró
una implantación excepcional y un tanto caótica de una modalidad de prestación
de la actividad profesional en el empleo público como era el teletrabajo, que
hasta entonces dormitaba (casi) inaplicado con la puntual excepción (tomada con
cuentagotas) de la conciliación entre la vida laboral y familiar. Fruto de ese
contexto, comenzó un reverdecer del teletrabajo en el sector público, animado
por un mala e improvisada regulación normativa que convertía en estructural lo
que hasta entonces se había configurado como excepcional, por el empuje
sindical y el favor de quienes lo habían disfrutado y lo querían seguir
haciendo; a lo que se unió una gestión caótica de la puesta en marcha del
teletrabajo desde el punto de vista organizativo, olvidando algunas cuestiones
clave: qué servicios se deben mantener siempre abiertos presencialmente, qué
tareas y con qué intensidad pueden ser objeto de teletrabajo, qué objetivos se
deben cumplir en el trabajo a distancia, qué medios de supervisión y control
existen y qué modalidad de evaluación del cumplimiento de las tareas se
desarrollará y con qué efectos. De todo esto se pasó olímpicamente. Primó el
derecho de los empleados (mal regulado y peor aplicado) frente a los intereses
públicos, esto es, ante los innegociables derechos de la ciudadanía.
No cabe duda que esas tendencias de (mal) funcionamiento organizativo de
los servicios públicos que arrancan de hacer frente a una situación
excepcional, fueron modulando, sin apenas darnos cuenta, una Administración
pública que descubrió en la digitalización y en la atención telemática, la
solución definitiva a muchos de sus pretendidos problemas. En suma, ese cóctel
de situaciones de excepcionalidad estructural-organizativa y de (mala) gestión
de personas como intensa resaca de la pandemia, ha generado un deterioro
paulatino del funcionamiento de las organizaciones y de los servicios públicos
en claro detrimento de los derechos de la ciudadanía. La inevitable interacción
entre normas, estructuras, procesos y personas en lo que a resultados de la
gestión pública afecta, se advierte aquí con toda su plenitud. La
digitalización ha de comportar, tal como se decía más arriba, mejoras sustantivas
en la calidad de prestación de los servicios públicos. No se puede desagregar
la digitalización como proceso y abordar aisladamente medidas como si no
tuvieran relación entre ellas, pues cualquier decisión puntual afecta
directamente al corazón y al propio bombeo de sangre al sistema organizativo en
su conjunto y a sus resultados.
Pero para lograr ese objetivo debe existir una plena armonía entre los
cuatro polos de la transformación digital del sector público, como son: a) la
tecnología e información; b) los procesos; c) la organización y gestión de
personas; y d) la ciudadanía. No basta que las Administraciones Públicas
inviertan mucho en recursos tecnológicos si estos no mejoran la efectividad de
la gestión, tampoco obligan a la organización a adoptar medidas de
transformación y apenas impactan sobre las tareas y rediseño de los puestos de
trabajo. No me cansaré de reiterarlo, la finalidad última de la digitalización
no puede ser otra que prestar mejores servicios a la ciudadanía y fortalecer la
atención (también complementariamente presencial) y de acompañamiento efectivo
a las personas con limitadas competencias digitales o déficit de recursos
tecnológicos en el complejo proceso de transición digital. Al fin y a la postre
es la última razón existencial de lo público y de la propia política.
Fracasar en este modelo holístico de digitalización implica ahondar la
fractura de falta de legitimidad y desconfianza que hoy en día impregna a las
relaciones de la ciudadanía con el sector público, que cada día es mas honda.
El descrédito de lo público no solo ha tocado a las puertas de la
Administración, sino que ha entrado hasta sus últimos despachos y mesas de
trabajo. Hay una percepción cada vez más generalizada de que las
Administraciones Públicas maltratan a la ciudadanía, especialmente por un
abandono irresponsable de la política gubernamental frente a este tipo de
cuestiones, pero también por un marcado déficit organizativo y una pésima
concepción sobre cómo implantar un proceso de digitalización, que cada vez será
más disruptivo, y que orilla frecuentemente a los colectivos más vulnerables
por razones de edad, económicas, sociales, de discapacidad o de género. Pero
asimismo ese desdén termina afectando a buena parte de una ciudadanía, sobre
todo a aquella que encuentra un sinfín de barreras digitales en sus relaciones telemáticas con un sector público
fracturado en miles de sedes electrónicas (oficinas virtuales) a las que se
debe acceder en muchos casos tras la lectura y análisis de otros tantos
centenares de manuales de instrucciones, a veces con estructura y explicaciones
tortuosas. La agilidad telemática de la gestión administrativa desplaza su
tanto de culpa a una ciudadanía que debe perder parte de su tiempo y dinero en
ese empeño. Cargas administrativas intolerables en la era de la pretendida
simplificación. Cualquier ciudadano español se relaciona al menos con tres
niveles de gobierno (municipal, autonómico y central), pero también con
innumerables departamentos o silos, por no hablar de estructuras administrativas
inferiores. Cualquier nueva gestión telemática (ayudas o subvenciones,
asistencia sanitaria, becas, trámite de pensiones de jubilación, trámites
tributarios, inscripciones o solicitudes de cualquier tipo, demanda de
información o un larguísimo etcétera) implica habitualmente darse de bruces con
una realidad digital adversa, que puede generar ansiedad, frustración, cabreo o
incluso pérdida de derechos, en ciertos casos existenciales o de primera
importancia.
En fin, la digitalización del sector público y sus impactos sobre la
ciudadanía es un proceso que está abierto desde hace años. Tras una larga serie
de estrategias diseñadas por la Unión Europea y replicadas en nuestro entorno
inmediato con mejor o peor fortuna, lo que sí parece cierto es que la
aceleración de la revolución tecnológica en marcha es una realidad
incontestable. Y lo realmente importante de este proceso es que esa disrupción
tecnológica afecta directamente a las Administraciones Públicas y a sus
relaciones con la ciudadanía; y que solo puede afrontarse con un mínimo éxito
(o con una minimización de las
secuelas, que no terminen siendo heridas abiertas de difícil resolución)
mediante una transición digital ordenada y planificada que requiere no solo
inversiones y medidas de incentivación crecientes, sino también un cambio
radical en el modo y manera de entender esas relaciones entre Administración y
ciudadanía en la era digital, pero especialmente en sus estaciones de tránsito,
que serán (ya son) muchas y complejas. No basta, aunque sean necesarios, con
programas de cuantiosas inversiones en infraestructuras tecnológicas del sector
público reflejados en el PRTR y en su futura Adenda, sino se presta también
atención a las acciones y medidas de transición digital que deben acompañarlos.
Un aspecto que la política y la administración están descuidando de forma
clamorosa, quizás como consecuencia de esa carrera enloquecida hacia no se sabe
dónde que olvida lo fundamental del reto tecnológico que el sector público
tiene entre manos: mejorar la existencia de toda la ciudadanía a través de una digitalización
inclusiva que no sea un mero eslogan político y que articule y arbitre un
conjunto escalonado de acciones y medidas (al fin y a la postre una
auténtica estrategia de transición digital) en todas
las Administraciones públicas y niveles de gobierno. La UE tiene marcado el
objetivo de que en 2030 el 80 por ciento de la población disponga de
competencias digitales básicas, lo que en principio avalaría unas relaciones fluidas con el sector público por medios electrónicos (siempre que tales
competencias digitales y se actualicen permanentemente ante una disrupción cada
día más acelerada). El problema es qué pasa mientras tanto. Y aun así, en la
mejor de las hipótesis, en 2030 aún quedará una bolsa de un 20 por ciento
de descolgados digitales, que en España
será presumiblemente mayor, sino se adoptan medidas enérgicas de corrección.
Gobernar cabalmente esa transición es la única vía.
En este 2023, cargado de citas ante las urnas, podremos comprobar si los
programas electorales se hacen eco de tales cuestiones tan prosaicas y sí, lo
que es mucho más importante, las nuevas estructuras gubernamentales se toman
finalmente en serio esta idea: sin transición digital efectiva y ordenada en el
sector público, la vida de una parte importante de la ciudadanía (lo vienen
anunciando muchas voces expertas) podría empeorar en los años venideros, ya que
se pueden generar bolsas cada vez más amplias de exclusión digital, antesala de
una mayor erosión de nuestra institución servicial por excelencia: la
Administración Pública y las personas que en ella prestan sus servicios.
(*) El presente texto, ayuno (a fin de
facilitar su ágil lectura) de referencias normativas, bibliográficas y de
documentación, resume a grandes rasgos alguna de las ideas que se desarrollan
con mucha mayor extensión en la ponencia presentada en el Seminario sobre Administración
Digital celebrado en el Centro de Estudios Políticos y
Constitucionales en octubre de 2022. Agradezco al citado organismo y, asimismo,
al director del Seminario, Manuel Medina Guerrero, la amable invitación cursada
para participar en esa actividad, y también en el libro digital que
próximamente será publicado sobre tal materia por el CEPC, donde se desarrolla
lo aquí expuesto.
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