“Es indudable que un país no parece amenazado inmediatamente de muerte porque un empleado de talento se retire y un hombre mediocre lo reemplace (…) Pero cuando, a la larga, todo ha ido empequeñeciéndose, las naciones desaparecen” (Honoré de Balzac, Los empleados. La Comedia Humana. Volumen XII, Hermida Editores)
Por Rafael Jiménez Asensio. La Mirada Institucional blog. En el ámbito del sector público parece haberse impuesto el reinado absoluto de la chapuza. En mi ya larga vida profesional, debería remontarme muy lejos para encontrar un número tan exagerado de chapuzas políticas y de gestión como el que estamos viviendo en estos últimos tiempos. Y, frente a lo que muchos creen, esto no tiene colores políticos, afecta transversalmente. Pero el problema, aunque tampoco se lo crean, viene de lejos. No es de ahora. La incubadora de las chapuzas viene trabajando a pleno rendimiento desde hace años.
Las chapuzas más visibles y más estridentes son hoy en día las “legislativas”, algunas de ellas con consecuencias inmediatas gravísimas, pero otras con letalidad diferida, como si fueran un campo de minas que la insensatez política y la impotencia o miopía funcionarial y burocrática han cultivado por doquier. Y que terminarán explotando más temprano que tarde. Las chapuzas de gestión, algunas alarmantes y otras no exentas de elevadas dosis de perplejidad, son moneda corriente, pues no hay ciudadano que no las haya sufrido por acción, omisión o desprecio a sus derechos más básicos por la respectiva Administración. Pero aquí la única explosión que preocupa, es la electoral. Las demás no importan. Solo ella es el elemento corrector por excelencia, que mueve como un resorte las pretendidas conciencias políticas hasta entonces durmientes. Sin duda, los escándalos más estridentes, por sus efectos mediáticos y reales, son los que proceden de las instituciones estatales, pero no pocas comunidades autónomas y gobiernos locales también se han hecho merecedoras del entrar en el selecto club de “Pepe Gotera y Otilio, chapuzas a domicilio”. Los más mayores recordarán las viñetas de Ibáñez, los jóvenes o menos viejos, no; pero se lo pueden imaginar. En Europa se frotan los ojos.
Lecturas hay para todos los gustos. Algunos opinan que es la aceleración política, otros que se trata de la complejidad y volatilidad de los problemas, los hay quienes echan la culpa a los jueces, al funcionario o al empleado de turno que pasaba por allí, e incluso algunos se escudan en el azar o la mala suerte. La cuestión es más sencilla.
La chapuza pública tiene como una de sus causas, en primer lugar, el desgobierno o el descuido absoluto de esas máquinas que no son precisamente de precisión llamadas Gobiernos, y a sus (abandonadas) Administraciones Públicas, obsoletas en sus estructuras, procesos y en la gestión de personas, por muy digitalizadas y transparentes que digan estar. También se debe, y en no poca medida, a una pésima extracción del mal llamado talento político, que hoy en día nadie sabe dónde se encuentra, plagadas esas filas, con contadas excepciones, de elementos de marcada mediocridad, que han encontrado en la actividad política e institucional el lugar en el que vivir cómodamente sin tener que acreditar saber hacer casi nada, decidir poco y reformar menos; pero cuando se ponen a ello alegremente, pónganse a temblar; un oficio político, además, cuyas exigencias se limitan a repetir consignas vacuas y descalificaciones al contrario, aplaudirse de forma enfervorizada unos a otros, más cuando las cámaras les captan, aunque luego entre ellos tampoco reine la paz ni nada que se le parezca.
Dicho en términos llanos, la política ya no da más de sí, ni tienen cantera o banquillo de talento ni a este paso lo van a captar nunca, salvo que dé un giro copernicano que no parece advertirse. Quienes a ella se aproximan, poco o nada tienen que ofrecer, salvo arañar algo para su propio beneficio o el de los suyos. La imagen política es fruto de la mercadotecnia, pero lo que parece no es. El desprestigio (más que desafección) de la política hace que de ella huyan quienes dos dedos de frente tienen, mucho más aquellos que puedan ganarse la vida sin hacer genuflexiones permanentes ni adular cansinamente a quienes de ellos depende su continuidad en las nóminas públicas. Para que un país funcione razonablemente, no vale con llenar las instituciones y regar con buenos emolumentos a decenas de miles de cargos públicos representativos, ejecutivos, directivos, asesores y la madre que les parió, que por lo demás, en su mayor parte, aparte de fidelidad perruna a las siglas o al jefe/cacique político de turno, poco acreditan; puesto que las responsabilidades públicas se deberían cubrir (vano sueño) con la personas más idóneas, también políticamente hablando; algo que, de no corregirse, parece haberse perdido para siempre (lo veremos pronto en las listas cerradas y bloqueadas a las que se nos invitará a votar a lo largo de este año). Y si se nombra como responsable político o directivo a quien poco o nada sabe sobre su negociado, o se buscan asesores que tampoco asesorar saben, que nadie se eche las manos a la cabeza si las cosas salen torcidas. Sería un milagro que salieran de otro modo.
Pero la chapuza pública se debe también a otros muchos factores. Y uno nada menor es, por un lado, la posición cada vez más vicarial de un empleo público preñado de política por casi todo su entorno o dominado por los plañideros sindicatos en su zona medio/baja; función pública a la que están enterrando en su profesionalización, en unos casos a marchas forzadas y en otros cociéndose a fuego lento; mientras que, por otro, cabe resaltar la constante erosión de la alta función pública, con algunos signos preocupantes en la Administración General del Estado, y manifiestos en determinadas Comunidades Autónomas (donde las hay en que su débil prestigio amenaza ruina), pero también evidente en buena parte de los gobiernos locales. La política se queja de la función pública y esta de aquella. A veces, es cierto, la función pública no se alinea, sino que obstruye; pero son las menos. En algunos de esos feudos, la política ha terminado por imponer su ley a través de cortocircuitar la imparcialidad de los funcionarios (si un alto funcionario no puede advertir al político del desmán en marcha, malo) o ponerla en cuarentena; pero también mediante técnicas silentes, aunque cada vez menos, incluso en la propia Administración General del Estado. En algunas organizaciones públicas a la alta función pública y a las instituciones de control, tanto internas como externas, se les ha pretendido puentear o poner un bozal, ignorando o sorteando lo que digan, o, peor aún, se les hace decir, en algunos casos, lo que el poder quiere o, en su defecto, se les aconseja permanecer callados (en boca cerrada no entran moscas). Y, mientras tanto, despropósitos que se han hecho o están a punto de perpetrarse con el empleo público en la “periferia”, se quieren reproducir en el “centro”, aunque sea con sordina y algún remilgo. Si allí se regalan los empleos, aquí se rebajan las exigencias. Ni la profesionalidad ni el mérito cotizan al alza: vuelven los amigos políticos, esta vez sin piel de cesantes, sino de eternos ocupantes.
En este contexto sería milagroso que las cosas funcionaran, y aun así, sorpréndanse, algunas funcionan, afortunadamente; es más, en ciertos casos razonablemente, que no es poco. Pero no sé si se han fijado que cada vez los lindes de la chapuza se extienden por más territorios administrativos, ministerios, comunidades autónomas y ayuntamientos o diputaciones, así como por las densas y extensas entidades del sector público. Y, como bombas racimo, los efectos concéntricos del desmoronamiento del ecosistema público resultan muy evidentes. Con el paso del tiempo serán más letales. Vendrán nuevas chapuzas, pues con esos mimbres es imposible que lo público funcione a pleno rendimiento, ni siquiera a medio gas. El reino de la chapuza pública todavía no ha tocado fondo. El drama, pese a lo que algunos venden, es que no se resuelve tal entuerto solo con buena gestión, que va de suyo, sino con un programa efectivo de profundas y radicales medidas político-institucionales que nadie adoptará; pues ello significaría poner patas arribas la extensiva politización y el clientelismo, el rancio corporativismo, el compadreo empresarial y sindical con el poder, el imperio del favor, y tantas otras lacras en las que este país vive instalado cómodamente desde hace un par de siglos. Ahí es nada.
ADENDA: Hace un año publiqué otro sombrío cuadro del estado de lo público en España (https://rafaeljimenezasensio.com/2022/02/13/la-irreversible-descomposicion-de-lo-publico/), y no parece que doce meses después haya mejorado el estado de la cuestión, a pesar del manido Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia, que, como en las películas al uso, “trota más lento que el caballo del malo”. Habrá que esperar que coja ritmo. Mucho me temo que, en febrero del próximo año 2024, tras una parálisis absoluta de lo público y de sus reformas en este larguísimo y amortizado 2023 electoral, los resultados de un futuro análisis serán aún bastante peores. Como presumía Rabourdin, el personaje de Balzac que diseñó una profunda (y disruptiva, amén de arbitrista) reforma de la Administración (antesala de su ruina), “el éxito de tal empeño estaba, por lo tanto, supeditado a la tranquilidad de la política, a la sazón siempre agitada”. Como también se dijo por uno de sus detractores tras su dimisión, “no son las ideas las que faltan, sino los hombres (o mujeres) que las ejecuten”. Pues eso, a esperar.
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