“El laberinto burocrático no es un ente abstracto. Es una maquinaria compuesta por personas con nombres y apellidos reglada por normas y costumbres que imponen personas con nombres y apellidos (…) El laberinto burocrático puede incumplir sus propios plazos –y de hecho así sucede-, pero es implacable con los plazos ajenos”. (Sara Mesa, Silencio administrativo. La pobreza en el laberinto burocrático, Anagrama, 2019, p. 79)
Por Rafael Jiménez Asensio. La Mirada Institucional blog.- A pesar de que las evidencias se multiplican, nadie pone remedio al problema. Y la cuestión es muy obvia: la Administración Pública cada vez funciona peor. Hay áreas que aún se mantienen, otras que renquean y abundan las que simplemente viven entre el aplazamiento, el silencio sepulcral o las que se embozan en sus trámites y papeles haciendo un castillo inexpugnable. Objetarán algunos que hay también destellos innovadores, gestión eficiente o resultados inequívocos. Esos casos son los menos; pues en muchos de ellos abunda el discurso autocomplaciente que circula por las redes con descaro de medias verdades disfrazadas de lagarterana o de mentiras piadosas, cuando no cínicas o a atrevidas. Solo hay que poner el mensaje en fondos vistosos, de colores, con multiplicidad de imágenes y sonrisas por doquier.
En este pesadísimo año electoral, de aplausos permanentes cada vez que la cámara les enfoca, los políticos sacan su sonrisa impostada, sus vestidos de domingo y su manual de sandeces repetitivas, y se dedican a vendernos lo que no está escrito ni mucho menos garantizado. Todos van a bajar los impuestos, mejorar los servicios, ofrecer ayudas sin par, bonos, cheques y lo que ustedes quieran imaginar. Nadie dirá cómo lo van a hacer, con qué recursos financieros (aunque siempre exista el empujoncito eterno del endeudamiento), con qué tecnología, ni mucho menos con qué organización y medios personales se gestionarán tales lindezas de populismo barato; pues si de eso se trata, esto es, de disponer de organizaciones flexibles y recursos profesionales cualificados, con el diablo hemos topado.
Pero vamos a lo nuestro. A pintar un paisaje (lo confieso) de cierta desmesura, no exento de realidad en no pocos casos. La Administración Pública es un barullo de procedimientos opacos, con garantías legales de mentirijillas, trámites lentos y gestionados por unos funcionarios que viven en su constante anonimato detrás de la pantalla. Los procedimientos se hallan, además, encadenados a la vida activa de quien los gestiona, pues descansan en vacaciones, en los días de asuntos propios, puentes, acueductos, cursos de formación o por cualquier otra incidencia que surge, que no son pocas. Una Administración intermitente, que actúa a pleno gas poco más de siete meses al año, traslada su parálisis a unos procedimientos que duermen durante largos períodos las ausencias de sus gestores o directivos. La digitalización tan cacareada ha venido, además, a mutilar las garantías, poner valladares inaccesibles a muchos colectivos y proteger a quienes se embozan en trámites y sedes electrónicas, donde lo virtual les transforma en el espíritu santo.
Si un ciudadano lego tiene la paciencia estoica de leerse la “avanzada” Ley de Procedimiento Administrativo Común, observará con estupor cómo su identidad de ciudadano no pasó del preámbulo y de alguna cita incidental para reconocer unos pretendidos derechos que la mayor parte de las veces las Administraciones Públicas y de quienes ellas cobran, pues no pocos solo a ella sirven, se los toman a chirigota. Si sigue buceando en esa prosa sobrecargada e ininteligible en no pocos casos, le llamará la atención un personaje irreconocible a priori que obedece al nombre de interesado. Mal empezamos, pensará. Esto suena a negocio.
Pero si ha tenido la paciencia de leer incluso el susodicho preámbulo no entenderá por qué las reiteradas garantías de los ciudadanos se transforman en humo. Pero eso en el fondo es lo de menos. Lo importante viene cuándo intenta desbrozar quién es el que tira del carro y quiénes son los responsables de que una gestión administrativa, o una actuación de los poderes públicos administrativos, se encalle, se entierre (¿electrónicamente?) el expediente o se resuelva cuando interese. Las reglas de tramitación de los asuntos son por lo común de uso interno, no para el interesado precisamente, aunque le afecten y mucho, sino que van dirigidas a quien debe cumplimentar esa expresión también añeja que se llama el expediente administrativo (ahora modernizado con ese toque electrónico que tanto se lleva). Nuestro compungido personaje advertirá de inmediato que esto del procedimiento como garantía es un camino empedrado de buenas voluntades que casi nunca emergen. Sabe que para solicitar (¡vaya palabreja!, aunque haya sustituido al indignante suplico) algo a la Administración lo debe tramitar vía instancia, mejor electrónica, así tienen menos trabajo los castigados funcionarios. Lo otro es un rollo, que si oficina de registro, que si funcionario habilitado, que si escaneo, pedir cita previa (y armarse de paciencia). Y si lo presenta mal o sin los documentos necesarios (¿pero no los tiene la Administración en su poder o los debe solicitar ella misma?; sí, aunque si lo invoca usted, le darán la consabida respuesta: espere usted sentado a que lleguen, que esto de la interoperabilidad va para largo), ya sabe lo que le toca: subsanar. ¡Y qué coño quiere decir eso!, exclamará nuestro ciudadano ya superado por esa realidad laberíntica de pasos y contrapasos, y palabrejas sin sentido: pues nada, majo, que debes “sanar” lo que está enfermo, es decir, tus papeles y datos, que van cojos o desnudos, y por tanto resfriados.
En cualquier caso, no se inquiete, todo procedimiento tiene un principio y un final. Y si no acaba de forma expresa lo hará tácitamente. No se asuste, eso de tácito no va por el autor latino, sino que es ficción pura. Lo curioso del asunto es que le reiterarán que usted tiene garantías, y muchas, pues puede presentar alegaciones en cualquier momento (¿”Ale qué?”) y decir lo que estime oportuno, proponer prueba que justifique su solicitud de lo que pide o su oposición a lo que le pide la Administración. Pues la clave está en quién inicia ese procedimiento: si es usted, interesado (¡oiga, no me insulte!, que yo solo reclamo lo mío), ármese de paciencia y espere sentado, pero siempre espabilado, pues como se relaje el procedimiento caduca y tiene que volver a empezar, siempre que no se haya pasado el plazo. Sí, sí, el plazo. Ya me había dado cuenta, objetará el ciudadano lector de nuestra insigne ritual ley administrativa. Ese texto normativo está plagado de minas racimo que se llaman plazos, y como no los cumpla ya se puede dar por muerto, administrativamente hablando. Otra cosa es cuando la Administración se relaja, aunque en este caso haya matices, el escribidor de la Ley, que es siempre la propia Administración, juega con ventaja. Le otorga un sinfín de comodines. Hasta puede dar la callada por respuesta. Es lo que se llama intolerablemente el silencio administrativo, que es un atropello directo a los derechos de los ciudadanos vestido con disfraz de garantías, en unos casos (los menos), y de pisoteo ruin sin contemplaciones (en otros muchos más). Un auténtico atraco legal. Y si le dicen que el silencio es positivo o estimatorio de lo que pide, tampoco se lo crea mucho. No se lo pondrán fácil.
En España la gestión pública siempre es procedimiento administrativo. Cualquier cosa pasa por el molino burocrático del procedimiento administrativo y del régimen jurídico de esa organización heredada del Antiguo Régimen que llamamos Administración Pública, que tres siglos después, digitalizada, transparente, participativa, íntegra y eficiente, sigue con los mismos mimbres estructurales que antaño. Da igual que sea un proyecto innovador, la gestión de fondos europeos, un ensayo clínico o un proyecto cultural. En España lo importante es el cumplimiento aparente de la Ley y poco más. Las formas son lo esencial, el contenido lo accesorio. Los resultados de la gestión importan de muy poco a nada. Aun así, las formas se retuercen, se les da la vuelta y se las ignora en cuanto se puede, hasta que un atinado juez advierte mediante resolución judicial a la prepotente Administración (y a quienes detrás de ella se amparan) de que se han saltado trámites esenciales del procedimiento o se ha dictado el acto por órgano manifiestamente incompetente (sí, sí, el acto: ¿pero ¿qué es eso, una orgía?; se cuestionará con horror el sorprendido ciudadano). Da igual que sean ayudas, subvenciones, contratos, licencias, comunicaciones previas y declaraciones responsables, reclamaciones patrimoniales, oposiciones (o sucedáneos falsos que tanto abundan) o lo que quiera o pretenda. Aquí todo va a la cazuela del procedimiento, que es el objeto central de examen para acceder a puestos de subalterno, auxiliar, administrativo, economista, científico, arquitecto, ingeniero o tecnólogo.
Quien no sepa procedimiento es un analfabeto administrativo. Un muerto civil. Y si es funcionario, no pinta nada. También se convierte en procedimiento aquella actuación administrativa encaminada a que usted pobre ciudadano sufra un acto (¡otra vez!) de gravamen. Y esto sí que suena grave, porque lo puede ser y mucho. Pero no se alarme, aquí el procedimiento es (como siempre) en su propia garantía, para garantizar (sobre el papel) que la Administración actúa “conforme a Derecho” (pero, ¿cómo va a actuar sin estamos en un Estado de Derecho?, se sigue torturando el pobre ciudadano). En fin, sin procedimiento, desde el inicio al final, no hay garantías para usted, sufrido contribuyente, y tampoco se salvaguarda el acierto (sí, sí, el acierto) de la Administración, que para eso también está la monserga del procedimiento. Tampoco se confunda con esa red de órganos administrativos y procedimientos, pues detrás de esas bambalinas, aunque sean electrónicas, están personas de carne y hueso, que a veces aciertan y otras fallan, depende lo profesionales que sean y el día que tengan (si le duele la cabeza, han reñido con su pareja o están de resaca, que de todo habrá). Y no olvide que encima de ellos también hay personas que les dirigen, que se llaman políticos. Esta fauna ignora con dignas excepciones esos procedimientos y sus cuitas: ni los entienden ni les interesan, pues a la (mala) política siempre le han gustado los atajos; por tanto, lo que nunca harán es supervisar a quienes los tienen que impulsar o resolver en plazo (siempre se sale al mismo sitio: el tiempo en la Administración es la clave de su existencia, más bien para quien con ella tropieza). Tampoco promoverán que las cosas cambien, pues siempre ha sido así. Eso son cosas de los funcionarios. El procedimiento administrativo, pongámonos serios, fue un gran avance en su momento. Tengo muchas más dudas que lo sea actualmente.
¿Pero no hay responsabilidades por la mala gestión de tales procedimientos? Sí, si, está en el papel; si bien no se lo crea mucho. Abundan los retrasos en resolver, las caducidades por falta de diligencia de la Administración, las prescripciones, los silencios reiterados e hirientes, el desprecio al ciudadano, en suma. Pero no abundan, más bien son anecdóticos o inexistentes, los ceses de responsables directivos por mala gestión (no se olvide que su vínculo es la confianza política con quien les nombró, esto es, de su propio partido, de su propia familia o de sus amigos para siempre, aunque a veces no sea así). Tampoco se prodigan, salvo que el agujero o roto creado sea de magnitudes estratosféricas, las sanciones a funcionarios por causas vinculadas con la tardanza, el retraso o el abochornante silencio administrativo. Los trapos sucios se limpian en casa. En la Administración como en la mafia, reina la omertá, pues la transparencia nunca llega a tales recovecos, y a los parlamentarios les importa un pimiento que usted se haya quedado sin Ingreso Mínimo Vital, sin ayudas o subvenciones, sin cita previa, sin beca o sin bono cultural. Espabílese o búsquese un buen gestor de los intereses ajenos ante ese muro inexpugnable que sigue siendo la Administración, hoy mucho más difícil de superar al haber entrado en estado virtual (¡vaya usted a saber dónde está, por dónde se accede, cómo adjunta un papel o con quién se relaciona ¡). Mucho gobierno abierto y cada vez más Administraciones cerradas.
Lo más paradójico de todo es que nuestro insigne legislador de procedimiento administrativo nos habla tiernamente de simplificación de trámites (algunas veces, las menos, en serio), aunque eso se lo aplica para los suyos, también de reducción de cargas administrativas, cuando una y otra vez la misma Administración o la siguiente te piden que acredites lo mismo o vayas de un lado para otro (consumiendo tu tiempo y tu dinero) en un vía crucis de gestiones y papeles que deberás entregar electrónicamente o buscarte la vida para buscar un hueco en esas oficinas de asistencia de registros, que unas veces atienden bien al haber personas empáticas, y otras tropiezas con el muro de la indiferencia funcionarial porque entorpeces su zona de confort.
Y la sorpresa mayúscula sucede cuando el sufrido ciudadano lector de ese tostón digital que es el taumatúrgico BOE y sus sucedáneos, se da cuenta de que esos principios, reglas, procedimientos, plazos, subsanaciones, alegaciones, plazos y recursos, por no seguir, van dirigidos a él al ser una ley (y vamos con el latinajo) “ad extra” (no se lo cree ni quien lo escribió), a quien no entiende nada de ese galimatías; pues encima se tiene el descaro de presumir (como buen caradura) que para actuar como interesado en los procedimientos administrativos y en los recursos (una vez que lea bien el pie de recurso; ¡qué cosas se inventan estos juristas, un recurso con pies!) destinados a marear la perdiz y ganar tiempo, en los cuales no se requiere letrado ni, en principio, representación (aunque más le vale que se busque tales apósitos, sino quiere salir escaldado del paseo administrativo por las covachuelas digitales).
En fin, el colmo de todo es cuando –una vez conseguida con sangre, sudor y lágrimas- una cita con el funcionario de turno o alguien le responde impersonalmente por la fría pantalla, se le informa (pues no lo había advertido) que la resolución dictada por la Administración es ejecutiva (póngase en lo peor, el lenguaje lo dice todo), puesto que además de tener la actuación administrativa ejercida por funcionario siempre presunción de veracidad (¿pero no hemos quedado que las personas de carne y hueso también nos equivocamos?; se pregunta abrumado nuestro personaje). Todo ello se ampara en ese descubrimiento propio del despotismo procedente del Antiguo Régimen que se enquistó sin que nadie se diera cuenta (?) en la verborrea revolucionaria francesa, y ahí sigue con nosotros: el enigmático principio de autotutela de la Administración, que dicho en lenguaje llano significa que usted ciudadano ya se puede poner en guardia, pues lo que diga el sacrosanto funcionario (u órgano directivo) va a misa. Y si no le gusta, recurra. Para removerlo usted necesita de la tutela de un Juez o Tribunal, ya que no tiene auto. Gástese las perras, que para eso están, aunque como no hace falta abogado inténtelo usted mismo, ya verá por dónde le sale el tiro. Podríamos seguir hasta el infinito. Pero es mejor detenerse.
Estamos en el siglo XXI, aunque, tras leer esta ya larga entrada no exenta, lo admito, de cierto punto de exageración, a veces no lo parezca. Lo peor es que estas cuestiones existenciales (pues para quien las padece lo son) a nadie, en las alturas políticas, le importan un bledo. Tampoco en año superelectoral. Son cosas de funcionarios, de abogados y jueces, se dice. El círculo de expertos que sabe leer el ocultismo que encierra una Ley hecha –en broma- para la ciudadanía. Pero estos colectivos están para aplicar la Ley, aunque a veces la tengan que interpretar amablemente con el sano fin de hacerla menos dolorosa. Nada más pueden hacer. La política siempre ha pensado neciamente que podía gobernar bien con unas leyes impregnadas de formalismo y con una Administración que no funciona. Está totalmente equivocada, como día a día se acredita y como también lo padece el sufrido ciudadano.
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