“El objetivo fundamental de la función pública es prestar atención a valores fundamentales como la justicia, la equidad y la cohesión social para mantener la confianza en el sistema político y en la Administración Pública” (OCDE, 2006)
Por Rafael Jiménez Asensio. La Mirada Institucional blog.
La función pública como institución: elementos básicos
En nuestra historia administrativa, la función pública ha sido la institución tradicional que encuadraba a aquellas personas que prestaban servicios de naturaleza profesional a la Administración Pública en un régimen estatutario, o convencionalmente conocidos entre nosotros como funcionarios públicos. La institución de función pública está estrechamente ligada en su evolución al desarrollo del Estado Liberal, aunque hunda sus precedentes en el Antiguo Régimen. Su consolidación como institución, sin embargo, se efectúa conforme el Estado Liberal se va democratizando y ampliando su base electoral, se erradican gradualmente primero la venta de oficios públicos y después las prácticas de patronazgo y de caciquismo o, más tarde, clientelares, hasta generalizarse la inamovilidad funcionarial como resultado de la aplicación efectiva del principio de acceso por mérito en condiciones de igualdad y la garantía de imparcialidad.
Efectivamente, la institución de función pública se define con esos tres elementos (profesionalidad, permanencia e imparcialidad) que, al fin y a la postre, significaron en su momento situar a los funcionarios públicos al abrigo de la política y evitar, así, que su continuidad dependiera de los ciclos políticos y de las voluntades muchas veces caprichosas de los gobernantes de turno, algo que sólo se consigue cuando se erradica totalmente en su aplicación decimonónica el denso y extenso sistema de cesantías, una suerte de aplicación castiza del spoils system, como bien lo definiera en su día el profesor Alejandro Nieto. La llegada durante el siglo XX del Estado Social impuso de forma aparentemente imperceptible una transformación de esa función pública y una multiplicación del número de efectivos al servicio del Estado y de los poderes públicos, también de sus entidades adscritas o vinculadas, que crecieron sin orden ni concierto conforme los fines del Estado se ampliaban y que fueron abarcando así numerosas actividades de prestación e incluso provisión de bienes. Con la llegada del Estado Social, la función pública cambió de perfil. Ya no se identificaba sólo a la función pública como aquella institución vinculada a funciones y tareas propias de “la oficina” o con las responsabilidades típicas de la hacienda y recaudación, seguridad, defensa o justicia, sino que su radio de acción profesional se había multiplicado (el personal docente, primero; luego el sanitario; y después otros muchos colectivos que desarrollaban prestaciones personales de atención a la ciudadanía en sentido amplio).
Ya el texto articulado de la Ley de Funcionarios Civiles de la Administración del Estado de 1964 recogía al personal laboral, pero este tipo de vínculo jurídico tenía entonces tímida presencia, aunque a partir de la década de los setenta y, especialmente, de los ochenta comenzó a tomar cuerpo –sobre todo en algunas Administraciones Públicas- una suerte de “función pública paralela” que no se regía por el régimen estatutario, sino por el laboral. La ilusión inicial de que el régimen laboral era más flexible nubló las decisiones de unos inexpertos gobernantes (sobre todo locales). El endoso sería monumental. Se impuso así un fenómeno que comenzó a erosionar las bases estatutarias de la función pública y fue incorporando paulatinamente rasgos fuertes de impronta laboral en la función pública, especialmente visibles más tarde en el campo de la negociación colectiva, y particularmente intensos en determinadas Administraciones Públicas (por ejemplo, en el nivel local de gobierno y dominantes en un sector público instrumental que inició un desordenado crecimiento hasta el infinito) o en ámbitos materiales de actuación pública. El proceso ha ido agudizándose hasta el punto de que el régimen estatutario de la función pública se ha ido impregnando gradualmente de una lógica laboral: a partir de entonces, lo importante dejó de ser la función o el servicio y la centralidad del modelo giró hacia el trabajador público (una suerte de mixtura entre el funcionario y el personal laboral), que pronto llegaría a denominarse como empleado público.
De la institución de la función pública al empleo público: ¿progreso o retroceso?
En efecto, ya entrados en el siglo XXI, la dualidad de servidores públicos era la regla, al menos en algunas Administraciones públicas. Y a ello se le pretendió dar solución a través de la idea, vista en perspectiva bastante ingenua, de ensayar la armonización de regímenes jurídicos tan distintos y distantes. El Estatuto Básico del Empleado Público, en efecto, intentó sin mucho éxito crear una suerte de régimen laboral especial de empleo público aproximando en algunos ámbitos el régimen legal aplicable y extendiendo parcialmente la condición estatutaria también al personal laboral, aunque el resultado final fue otro muy distante del realmente querido: en realidad, este proceso de pretendida aproximación convirtió una institución tradicional como era la función pública en otra de carácter mestizo, como vendría a ser el desde entonces denominado empleo público, que probablemente haya terminado por trasvasar, respectivamente, desde funcionarios a laborales y viceversa, los rasgos más disfuncionales en su aplicación por lo que afecta a cada uno de tales colectivos. En verdad, sería injusto decir que esa operación la hizo el EBEP, pues –como ya se ha visto- ya estaba incubada en la realidad institucional del sector público desde hacía décadas. El EBEP intentó poner un poco de orden en ese desconcierto. Sin embargo, la función pública fue viendo cómo se diluía o desdibujaba su carácter estatutario, mientras que en paralelo el personal laboral al servicio de la Administración Pública debilitó algunos rasgos de su concepción laboral y recibió un baño estatutario que le pretendía dar el carácter de tertium genus entre lo que fuera antaño la función pública y el personal laboral del sector privado. Hay muchos ejemplos de ello, pero uno reciente lo tenemos en el régimen jurídico mestizo del teletrabajo en el empleo público.
La nota determinante de este proceso es muy evidente desde el punto de vista formal, y tiene implicaciones evidentes desde el ámbito material: la institución de función pública ponía el acento en el carácter público de una función o, si se prefiere, de un servicio público, apostando, por tanto, por la concepción objetiva de la institución; mientras que la institución entonces emergente (y hoy en día aparentemente consolidada) del empleo público se materializaba en un texto normativo en el que la dimensión subjetiva es la dominante, pues no en vano la Ley (en estos momentos, el real decreto legislativo que la regula) se denomina del estatuto básico del empleado público, donde el concepto de función o servicio se diluye o difumina, centrando la atención en la persona (funcionario, trabajador o, en términos un tanto imprecisos, empleado; una noción está última que recuerda a los primeros pasos de la apoteosis de la sociedad burocrática en las primeras décadas del siglo XX, tan bien descrita en su día por Siegfrid Kracauer en su imprescindible obra Los empleados).
Tal vez ha llegado el momento de intentar recuperar el valor y sentido de la institución de función pública y desterrar la noción de empleo público que se ha ido imponiendo estos últimos años. No será un objetivo fácil. El terreno ocupado, sobre todo con una implacable lógica de conquista sindical, no querrá desocuparse. Reestablecer, con las adaptaciones que procedan, la institución de la función pública es una línea central para reforzar una institución propia del Estado democrático y social de Derecho, pues la legitimidad de las instituciones y la confianza que la ciudadanía tenga en ellas dependerá en buena medida de la existencia de una función pública con altas capacidades en su dimensión profesional e íntegra en el ejercicio de sus actividades públicas. La recuperación de la noción función pública tiene, por tanto, una carga finalista y democrática innegable. Así lo reconoció la OCDE en el texto citado al inicio de esta entrada.
Todo lo anterior no es óbice para que haya un concepto estricto de función pública y otro lato, incluyendo este último a todo el personal que presta servicios en las Administraciones Públicas y en sus entidades del sector público, al menos mientras estas últimas dependan exclusiva o mayoritariamente de transferencias financieras de los presupuestos de cada entidad. Pero, una vez más, las formas nos hacen perder de vista el sentido último de las cosas. En efecto, esa compartimentación legal, doctrinal o jurisdiccional entre función pública y empleo público laboral, en nada ayuda a comprender bien el sentido último de las instituciones. No deja de ser llamativo el empuje cada vez más intenso de la doctrina laboral para hacerse un nicho de opinión (incluso de control) sobre el empleo público. Aunque suene extraño hay una suerte de privatización interna del empleo público, construido cada vez más a imagen y semejanza formal del modelo laboral, pero con las graciosas prerrogativas existentes en el ámbito público que poco o nada tienen que ver con las condiciones hoy en día existentes en el mercado de trabajo de un sector privado altamente inestable y devastado en parte por las sucesivas crisis. Conforme el Derecho Laboral vaya perdiendo suelo con los empujes de la revolución tecnológica y su afectación al empleo por cuenta ajena, la búsqueda del espacio de la Administración Pública como asidero será previsiblemente más intensa. Ya ha sucedido con el sindicalismo. El sector público ha sido su refugio de subsistencia. No se sabe por cuanto tiempo.
El empleo público entre el Derecho Administrativo y el Derecho Laboral: la dualidad de órdenes jurisdiccionales
Ciertamente, esa compartimentación de regímenes jurídicos ofrece, a su vez, marcos conceptuales o doctrinales muy distantes entre sí (desde la óptica del Derecho Público o del Derecho Administrativo frente a la del Derecho del Trabajo), pero además crea una esquizofrenia manifiesta en las competencias jurisdiccionales que se distribuyen a través de dos órdenes jurisdiccionales con tradiciones doctrinales, herramientas interpretativas y aproximaciones a la realidad institucional de las Administraciones Públicas y de sus entidades del sector público, diametralmente distintas en no pocos casos: el sentido institucional público suele ser común en el ámbito de la jurisdicción contencioso-administrativa, sin perjuicio de su finalidad garantista de los derechos de la ciudadanía; mientras que en el ámbito de la jurisdicción social el elemento dominante es la relación entre empleador-empleado, donde la institucionalidad pública (con honrosas excepciones) suele estar muy poco presente en el iter argumental. Un juez de lo contencioso-administrativo y de lo laboral se parecen en el sustantivo, pero se distancian completamente en el ámbito sobre el que proyecta su actividad. Por mucho que se empeñen algunos, la Administración Pública no es una empresa, aunque deba actuar con criterios de eficacia y eficiencia en la gestión. Los responsables públicos no son “sus empresarios”, sino gestores transitorios de quienes tienen –permítanme la licencia- la titularidad de las acciones públicas: esto es, la propia ciudadanía. Sus fines y sobre todo su sentido institucional es diferente. Otra cosa es la apropiación disfuncional e irresponsable a veces por los partidos de esa institución, pero este es otro problema. Una política que es un empleador débil y a veces irresponsable, más aun cuando huele a elecciones.
Los costes políticos y sociales, pero especialmente financieros (presupuestarios) que esa disociación de dos órdenes jurisdiccionales paralelos (contencioso-administrativo y laboral, respectivamente), está en el origen de un amplio número de disfunciones y lastres que ofrece esa nuevo institución emergente denominada empleo público. Urge, por tanto, arbitrar soluciones o respuestas que vayan encaminadas a que las controversias y conflictos jurídicos del empleo público sean, por un lado, previamente examinados (a suerte de filtro) por tribunales administrativos dotados de una autonomía funcional y con reconocimiento profesional e imparcialidad acreditados; mientras que, por otro, la judicialización de las controversias de empleo público debieran conocerse exclusivamente por el orden jurisdiccional contencioso-administrativos o por órganos jurisdiccionales ad hoc especializados en tales cuestiones, que serían así quienes debieran dirimir las controversias de empleo que tuvieran por objeto a la Administración Pública o a las entidades de su sector público.
Las disfunciones que arrastra la institución de empleo público no se agotan aquí ni mucho menos (iremos viendo algunas de ellas el sucesivas entregas de este trabajo). Pero, tengo la intuición (que no la certeza) de que en esa nueva configuración institucional mestiza, en la propia fractura académica del estudio de la institución y en el enquistado dualismo jurisdiccional, se pueden encontrar, tal vez, algunas razones del bajo rendimiento institucional actual (en términos generales y orillando cualquier tipo de diferenciaciones por estratos o personas) del empleo público. El resultado actual de la institución del empleo público en su conjunto, al margen de análisis autocomplacientes (que abundan por doquier) se puede calificar de marcadamente ineficiente, en la medida en que en la actualidad (aunque con hondas raíces en el pasado) es una institución endogámica que vive ensimismada o atrapada en sus propios problemas y encerrada en sus cuatro paredes, poco permeable a la situación actual de la sociedad española y fuente, sin duda, de muchas de las taras por las que atraviesa el sector público en España. Sin una transformación radical en sus objetivos, aunque sea de forma gradual en su hoja de ruta, la recuperación económica y social del país se transformará en un pío deseo.
(*) La serie de entradas que se inicia con el presente Post, y que se irán publicando en diferentes entregas de forma alternativa, retoma determinadas ideas, si bien algunas de ellas reformuladas sustancialmente con nuevos puntos de vista, aportaciones conceptuales distintas y algunas propuestas de trazado diferente, que se reflejan en un Epílogo que lleva por título “La imposible continuidad e inevitable transformación de la función pública en la tercera década del siglo XXI”, y que se publicará por el INAP en un libro colectivo (hoy en día en prensa) con el título de Continuidad versus Transformación, ¿Qué función pública necesita España?, coordinado por la profesora Josefa Cantero Martínez, y fruto de un Seminario organizado por el INAP, que fue codirigido por la citada profesora y quien esto suscribe (INAP, Madrid, 11-14 de enero de 2021), en el que participaron consagrados especialistas en la materia, y que fue promovido, así como la propia edición del citado libro, por el entonces director del INAP, Mariano Fernández Enguita.
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