"Este país lleva ya catorce años sin política de Estado en materia de función pública. El último intento, por cierto ya totalmente frustrado, provino del EBEP, en 2007".
“Todo dormía en la sociedad y en la política; todo era gris, desvaído; todo insonoro y quieto, como la superficie de las aguas estancadas” (Benito Pérez Galdós, O’Donnell, p. 136)
“Joaquín Compani, el ‘Ingenuo del Congreso’, o, hablando en francés, ‘l’enfant terrible’ (…) hizo brava defensa de la empleomanía, y sostuvo que es un hecho, porque escaseando en España los medios de vivir, hay que reconocer a los españoles del derecho al presupuesto” (Benito Pérez Galdós, Narváez, p. 165)
Por Rafael Jiménez Asensio. La Mirada Institucional blog.- Desde hace algunos meses, como siempre a impulsos externos de la Unión Europea, está entrando con calzador en la agenda política la necesidad de llevar a cabo reformas estructurales, también en el sector público. De momento, las realidades son pocas. El esperado Real Decreto-ley 36/2020, se publicó en el BOE horas antes de las campanadas de fin de año. Y lo que se enunciaba al principio como una “revolución administrativa” (término que luego ya no se volvió a usar), se quedó, tal como se dirá, en mucho menos: unas medidas contingentes para absorber los fondos europeos, tan necesarios para amortiguar algo la devastadora situación económico-social que padece este país como consecuencia de la crisis Covid19 y, asimismo, de sus propios males, algunos seculares, que aquejan al mal funcionamiento de lo público.
La gestión de la pandemia ha sido manifiestamente mejorable. Tener buenos profesionales, como de hecho los hay en el sistema de salud o en algunos otros ámbitos de la Administración Pública, no implica que las cosas se hagan necesariamente bien. No es un problema de personas, sino de modelo institucional, directivo y de gestión. Y el nuestro está plagado de patologías que nadie se atreve a resolver. Que hoy en día sigamos siendo incapaces, con las excepciones dignas de destacar, de planificar y gestionar adecuadamente las campañas de vacunación, dice algo (o mucho) de que las cosas no funcionan como habrían de hacerlo. Y hay otros muchos (malos) ejemplos, que ahora ahorro su cita.
La Función pública como botín
Sigue configurándose la Administración Pública, al igual que sucediera en la España Liberal de los siglos XIX y XX, como un botín del partido o partidos vencedores (o si se quiere como un instrumento para ejercer el poder), colonizada sin rubor en la zona alta (puestos directivos) por la política, dominada en sus niveles intermedios o bajos por un sindicalismo trasnochado que sólo piensa en llenar más el morral de derechos de los empleados públicos, y, en fin, asimismo con fuerte presencia corporativa o, en su defecto, de autocomplacencia funcionarial. La profesionalización plena y autonomía funcional de la Administración Pública es, todavía entre nosotros, un pío deseo. La función pública es un buen refugio frente a tempestades cíclicas, pero estímulos de desarrollo profesional ofrece pocos. Aun así, contra vientos y tempestades, todavía quedan buenos funcionarios con vocación de servicio. Pero, insisto, no se trata de personas, sino del sistema.
En verdad, siempre lo he dicho, no es lo mismo ser empleado público que funcionario. Por tanto, función pública y empleo público no son instituciones idénticas, por mucho que se hayan confundido en los últimos tiempos. En la primera sobresale la función y en la segunda el empleo. Una mira a la ciudadanía y se impregna de vocación de servicio, la otra desvía inevitablemente su mirada hacia los intereses propios y a mantener -siempre que se pueda- su zona de confort. La empleomanía, vicio tradicional de la España decimonónica y que ha llegado a nuestros días, sigue campando a sus anchas. En un país hoy más empobrecido y con unas tasas de desempleo insoportables, buscar un hueco en la nómina pública es la ambición y el deseo de cada vez mayor número de la población. Y lo será más en los próximos años. Todos buscan refugio en el paraguas del sector público que, pase lo que pase, sigue manteniendo empleos (o incluso incrementándolos) y, además, sube las retribuciones, aunque la economía del país esté devastada y en otros ámbitos se bajen. La demagogia política es el discurso que alimenta las “propuestas” que hoy en día circulan por el panorama político español. Ninguna fuerza política se enfrenta al problema como valentía y visión. Impera la mirada cortoplacista. No hay diputados que jueguen el papel que predicaba Galdós de Campani. También ellos viven de sus nóminas y de su férrea disciplina.
Este país lleva ya catorce años sin política de Estado en materia de función pública. El último intento, por cierto ya totalmente frustrado, provino del EBEP, en 2007. El entonces Ministro Jordi Sevilla fue el único que intentó reformar un statu quo que ya por aquellos años se caía a pedazos. Las bases de esa reforma fueron acertadas en unos casos y menos en otros. Pero lo peor es que de lo acertado nada se ha hecho y lo menos adecuado es lo que permaneció hasta nuestro días, enquistado en unas estructuras de empleo público, estancadas, obsoletas e inapropiadas para actuar de impulsor de un proceso de transformación de país, pues quienes primero se resisten al cambio son la propia política y los sindicatos que aplauden ese inmovilismo tan caro a sus intereses. No reiteraré el diagnóstico que del problema hice en su día. El lector interesado puede acudir a su consulta (aquí y aquí).
Me interesa más llamar la atención sobre la imperiosa necesidad que hoy en día existe de afrontar un cambio programado y valiente de transformación de la función pública, que recupere esa institución y abandone totalmente la noción de empleo público que en su momento se promovió, hoy en día totalmente fracasada. Se pretendió ampliar el régimen estatutario al empleo público y realmente, por perversiones del guión, se consiguió el efecto contrario: laboralizar la función pública y hacerla perder sus señas de identidad.
Pero, en cualquier caso, la institución del empleo público diseñada hace catorce años y buena parte de sus herramientas de gestión que allí se recogían (algunas procedentes de la reforma de 1984), se han quedado ya fuera de lugar. No sirven para la tercera década del siglo XXI. Hay que repensar en profundidad la institución, pero no sólo la función pública de la Administración General del Estado, sino las bases del modelo, que deben así redefinir el estado de cosas existente en todo el sector público. A ello nadie se atreve.
No se trata en estos momentos de pasar revista de todas y cada una de nuestras carencias, así como de ofrecer las consiguientes propuestas o recomendaciones de mejora. Por sólo traer a colación algunos ejemplos, basta con indicar que los procesos selectivos existentes están caducos, no atraen talento, ni tampoco resuelven en tiempo las necesidades de las Administraciones Públicas, que recurren (salvo la AGE, hasta hoy) a cobertura de sus vacantes con personal interino que accede en no pocas ocasiones mediante procesos de acreditación de estándares de competencia prácticamente irrisorios. La crisis Covid19 ha acentuado estos males. Tampoco tenemos una dirección pública profesional homologable a la de las democracias avanzadas o de países de nuestro entorno (Portugal). Tras catorce años de EBEP el fracaso es estrepitoso en este campo. Asimismo, salvo casos muy puntuales, las Administraciones Públicas han sido incapaces de construir sistemas de evaluación del desempeño dignos de tal nombre. Y, sin ellos, configurar sistemas de carrera profesional, donde allí se han pretendido implantar, es hacer de Reyes Magos durante toda la vida profesional de tales empleados públicos. Seguimos pagando igual a quienes trabajan bien, trabajan mal o no trabajan. El igualitarismo salarial se haga lo que se haga, tan defendido sindicalmente, es un absoluto despropósito que nadie denuncia.
Retos mayúsculos para la Función Pública
Vienen tiempos de grandes transformaciones sociales, económicas y tecnológicas que, quieran o no quienes cómodamente perviven anclados a las nóminas públicas, terminarán afectando de lleno al sistema administrativo y al subsistema de empleo público. Los retos a los que se enfrenta la función pública del futuro son mayúsculos. Sobre ellos me ocupé en otro lugar (artículo-empleo-publico-anuario-2019-RJA (1).pdf). Simplemente con citarlos ponen los pelos de punta: 1) Jubilaciones masivas en la función pública y consiguiente descapitalización del talento existente en los próximos diez años; 2) Relevo generacional intenso, que no puede ser hecho ni de la misma manera ni para hacer las mismas cosas; 3) Revolución tecnológica que redefinirá el papel y perímetro de la función pública, los propios empleos públicos y sus perfiles, automatizará buena parte de las tareas que actualmente ejercen funcionarios públicos e introducirá con fuerza la Inteligencia Artificial en la actuación de las administraciones públicas; y 4) Crisis fiscal, que vendrá de la mano de duros “planes de reequilibrio”, afectando a partir de 2022 /23 a la totalidad del sector público y, por tanto, al propio empleo público, que deberían ser selectivos y no aplicar las mismas recetas a sectores ya muy debilitados (sanidad, por ejemplo) o a la cobertura o transformación de plazas cualificadas o tecnológicas (STEM y FP tecnología). Por no hablar del sempiterno problema de la interinidad estructural, que corre el riesgo de resolverse fatalmente e, incluso, de volver a multiplicarse en los próximos años. Aquí no existen las leyes de punto final, solo las de puntos suspensivos. Es un mal endémico.
Sorprende, en todo caso, que todavía hoy en día la transformación de la función pública no esté en la agenda política. Las pretendidas medidas de “modernización” en materia de gestión de personal que lleva a cabo el RDL 36/2020 (o la LPGE 2021, en materia de Agencias, ya tratada en un post anterior), son sólo para la gestión de fondos (aunque la recuperación de las Agencias es estructural) y, por lo demás, representan en muchos casos la reinvención del agua caliente o la repesca de instrumentos que ya estaban en el ordenamiento jurídico como elementos decorativos o insuficientemente aplicados (planificación, redistribución/reasignación de efectivos, evaluación por objetivos, retribuciones variables en función de resultados, programas de interinidad, personal directivo de agencias, etc.). Novedades, en verdad, hay muy pocas, por no decir que prácticamente ninguna en estos temas. Bien está que se acuerden de tales instrumentos cuando el agua al cuello llega. Y que con su activación pretendan despertar de su eterno sueño un sistema de gestión de personas absolutamente narcotizado para absorber así mejor los ansiados fondos europeos. Habrá tiempo de ver sus resultados, y sí de –como se dice- terminan induciendo a que el resto del empleo público (empezando por el autonómico y el local, ámbitos de gobierno a los que esas medidas de “modernización” no se aplican, salvo que ellos las recuperen) permeabilice tan “novedosas” soluciones. Cabe sospechar que todo lo que sean subidas de sueldo o complementos retributivos, se emularán a velocidad del rayo.
Llevamos más de quince años en este país (desde el Informe “Sánchez Morón” de 2005) sin que se haya hecho una reflexión seria del estado de la función pública y de sus posibles remedios. El tiempo transcurrido ha ido erosionando la institución hasta convertirla en una pobre copia de lo que fue, aunque justo es reconocerlo nunca atravesó, ciertamente, momentos de gloria. Pero, aun con sus enormes patologías, llegó a estar mejor que ahora. No obstante, cuando la institución se pretendía reformar, en 2007, llegaron decisiones políticas incomprensibles (cese del Ministro del ramo) y estalló una durísima crisis a la que sólo se respondió con ajustes. No hubo reformas, más bien contrarreformas. Ahora, cuando los desafíos a los que se enfrenta la Administración Pública son inmensos y cuando cabría esperar un nuevo aldabonazo para reactivar la siempre aplazada reforma, nos encontramos sumidos en otra inesperada y brutal crisis sanitaria/humanitaria, económica y social (aparte de institucional), de la que la función pública saldrá seriamente afectada e incluso cuestionada frontalmente en su existencia si nadie pronto lo remedia.
Si la Administración Pública pretende ser el tractor del proceso de recuperación económica del país, tal como dice el inicial Plan Nacional de Recuperación, Transformación y Resiliencia, necesitará afrontar urgentemente la construcción de un nuevo modelo de función pública para las próximas generaciones. Con los actuales mimbres, no se llegará muy lejos.
(*) Los días 11 a 14 de enero, el INAP organiza en abierto un Seminario sobre “Qué función pública necesita España”, donde diferentes especialistas (son todos los que están, aunque no están todos los que son), reflexionarán sobre los temas aquí enunciados y otros muchos en relación con el futuro de esa institución. Las contribuciones doctrinales se expondrán en un libro que también editará el INAP a lo largo de 2021.
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