viernes, 30 de agosto de 2013

La reforma de la Función Pública española: Un reto necesario y siempre aplazado

Es fácil aventurar que si no se profundiza en las reformas –lo que implica que partidos y sindicatos deberían renunciar a algunas cosas- se reforzará la preferencia de los ciudadanos por los servicios privados y viviremos probablemente a no mucho tardar una nueva ola de privatizaciones, avalada por los electores”

(Miguel Sánchez Morón, “La Situación actual del empleo público”, El Cronista núm. 10, 2010)

Por Rafael Jiménez-Asensio. Estudiconsultoría. 29.8.2013. Si echamos un rápido vistazo a las reformas de la función pública que se han sucedido entre nosotros durante los últimos dos siglos, se podrá extraer fácilmente la conclusión que han sido pocas las grandes reformas de las estructuras de personal en nuestras administraciones públicas. Ello no debe extrañar, pues por lo común las reformas de la función pública son hechos excepcionales en cualquier país.
 
 Salvando las limitadas reformas del siglo XIX, centradas habitualmente en los empleos generales (cuerpos generales), así como las reformas departamentales de principio del siglo XX, la primera reforma integral (o con vocación de tal) se llevó a cabo por el Estatuto Maura de 1918.

Más tarde, con la excepción de la reforma local de Primo de Rivera y de alguna reforma puntual en el período republicano (Azaña y Chapaprieta), hubo que esperar hasta el franquismo para que la reforma de los años 1963-1964 (Ley de Funcionarios Civiles de la Administración del Estado) viera la luz. Para entonces, los males que aquejaban a la función pública española ya estaban enquistados. Los cuerpos de élite (básicamente, “cuerpos especiales”, a los que se añadían los Técnicos de Administración Civil) habían colonizado amplios espacios de la Administración Pública.
 
Los cuerpos generales tenían una presencia numérica escasa y no conseguían hacer honor a su nombre (pues más que “generales” eran “excepcionales”, ya que representaban entonces una considerable minoría). Las retribuciones de la función pública eran parcas, pero las exigencias de trabajo no fueron nunca excesivas. La garantía de inamovilidad se constituyó en la ansiada singularidad de unos funcionarios frente al común de los mortales. Así, no es de extrañar que un buen número de personas buscaran acomodo en las nóminas de la Administración. Ser funcionario público siempre marcó una diferencia. Al menos en la España no industrializada todos buscaban una nómina pública, aunque luego esa “vocación” se extendió también por todas partes.

Patología
La función pública, a pesar de los intentos renovadores (pronto olvidados) de la década de los sesenta (clasificación de puestos de trabajo, diploma de directivos públicos, etc.), seguía anclada en viejas estructuras corporativas y gradualmente se fue generalizando el sistema de libre designación para la provisión de puestos de responsabilidad o de confianza en la Administración Pública. La carrera administrativa era prácticamente inexistente, pues al arrumbarse el sistema de categorías no se fue capaz de incorporar un sistema objetivo que permitiera la progresión profesional  de los funcionarios públicos. La laboralización de la función pública comenzaba a echar raíces evidentes, la contratación temporal y los interinos ocupaban amplios ámbitos de la Administración (la función pública “paralela”) y surgió asimismo con fuerza la figura “funcionarial” del personal eventual, que se extenderá a partir de la implantación del régimen constitucional. Una patología que fue gradualmente extendiendo sus tentáculos. 

La función pública que se inaugura con la Constitución de 1978 era, por tanto, fiel heredera de un modelo caduco, anclado culturalmente en la etapa decimonónica y con fuerte impronta corporativa, pero desarrollado en los últimos decenios en unas estructuras autoritarias de ejercicio del poder, en las que el funcionario era un mero ejecutor y transmisor de órdenes jerárquicas, con escasa o nula capacidad de iniciativa o propuesta, así como con una imagen social desvaída y con  muy escaso prestigio. La política desconfiaba de la función pública y la ciudadanía también. No tenía valedores. Sólo los altos cuerpos de la Administración del Estado, que siguieron compartiendo las mieles del poder, mantenían un poder de influencia y un (relativo) prestigio social. El dato “objetivo” de “haber ganado unas (más o menos duras) oposiciones” era el factor de legitimidad fundamental de este colectivo. Y lo sigue siendo. Un país en que lo importante es qué o quién eres, no qué haces ni cómo lo haces. Signo de subdesarrollo.

La reforma de la función pública de 1984 se revistió inicialmente de una impronta “anticorporativa”. Sin embargo, los cuerpos de élite apenas si se vieron afectados. Poco a poco los vientos reformistas fueron perdiendo fuelle. Y la reforma que pretendía cambiarlo todo vio cómo paulatinamente se iba desfigurando. La carrera administrativa sólo produjo inflación en las estructuras altas de la Administración, la libre designación siguió campando a sus anchas y el resto de elementos innovadores de esa propuesta se fueron desinflando con el paso de los años. La Administración Pública mostraba una evidente impotencia para reformar su función pública. Nada nuevo. Leer+

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