"Apenas hay unos pocos casos de aplicación exigente de la evaluación del desempeño con impactos retributivos y en la carrera profesional, como tampoco hay directivos profesionales que ese modelo apliquen"
Por Rafael Jiménez Asensio. La Mirada Institucional blog,.- Esta entrada perseguía inicialmente plantear una pregunta más que una respuesta. Aunque debo añadir de inmediato que, tras lo que se expondrá, se puede concluir que las actuales leyes de función pública, o (con esa expresión mestiza o bastarda) de empleo público, se muestran cada vez más como instrumentos normativos obsoletos e inadaptados para promover la inevitable transformación que deberá llevarse a cabo en nuestras organizaciones públicas, sobre todo si quieren atender mínimamente los enormes desafíos a los que se enfrenta el sector público a partir de esta tercera década del siglo XXI.
Aunque con precedentes históricos que ahora no interesa traer a colación, lo que se conoce como leyes de función pública son hijas de las reformas administrativas de mediados del siglo XX. Y en ese momento siguen ancladas (aunque se hayan aprobado en desarrollo de un EBEP que, como consecuencia del contexto, ha envejecido a marchas forzadas), con algunos aditamentos que se le han ido añadiendo, muchos de ellos decorativos o sin efectividad prácticamente alguna, como los cantos de sirena a la evaluación del desempeño, la carrera profesional (siempre citada y siempre preterida, aplazada o peor aplicada), la dirección pública profesional (un juego de máscaras carnavalescas de la vieja política, que es la de siempre y la de ahora) o las llamadas cínicas a la ética e integridad en el empleo público, que prácticamente nadie cree y menos aún se aplican o practican. Todavía hoy, casi cuarenta años después de la reforma de 1984, tampoco hemos resuelto cómo casar las agrupaciones funcionariales decimonónicas de los cuerpos (propias de un sistema de carrera cerrado) con la invención ya periclitada (dada la mutación profunda y acelerada de sus tareas) de los puestos de trabajo (elemento innato de un sistema de empleo abierto). Y, al final, nos ha salido un híbrido que nadie sabe bien cómo resolver cabalmente.
También con el paso de los años, descubriendo siempre el Mediterráneo, esas leyes han incorporado llamadas (nunca escuchadas por una política que solo juega al corto plazo o al regate corto) a la planificación estratégica de recursos humanos (el instrumentos menos utilizado en nuestro sector público, al menos en su verdadero sentido, abandono de consecuencias funestas más en estos años de jubilaciones masivas en el sector público); a la apuesta por ofertar públicamente las vacantes necesarias para que la Administración funcione (que, en no pocos casos, se cubren con el truco del almendruco varios años después de identificadas, mediante el simulacro “selectivo” de estabilización de interinos); o, en fin, a esas relaciones de puestos de trabajo que se han convertido en instrumentos estáticos rígidos en términos de gestión y de blindaje de los derechos de los empleados, cuya inadecuación a las necesidades estratégicas futuras de la Administración son, más que evidentes, sangrantes.
Y, en fin, como son leyes pensadas exclusivamente en clave endógena, para resolver los problemas internos de personal de las organizaciones públicas, que son los únicos que preocupan a las visiones corporativo-burocráticas y corporativo-sindicales, así como a un empleador (político) de una debilidad supina, hay casos incluso en que la referencia legal a la ciudadanía (que es la destinataria última de esos servicios públicos), más allá de la retórica vacua de los preámbulos, es tangencial e incluso casi inexistente. Ese carácter endógeno o esa introspección vergonzante de la regulación de una institución que por esencia debe estar al servicio de la democracia y de los ciudadanos, se muestra cada vez más en que tales leyes están alejadísimas de las necesidades de la sociedad en la cual se insertan (creando, además, un empleo dual público/privado con diferencias abismales e insostenibles). Y ello se advierte en muchísimos datos, traigamos a colación algunos:
El primero es la penetración, incluso colonización, de la lógica laboral en la institución de la función pública (ahora rebautizada como empleo público), cuyo régimen estatutario ha quedado literalmente hecho trizas. Lo que queda de él, corre riesgo de desaparición.
Pero esa impronta laboral, en segundo lugar, que debiera conducir a una legislación formal menos intensa en su contenido al diferir su concreción a los instrumentos normativos de negociación colectiva (acuerdos y convenios), paradójicamente ha producido el efecto contrario. Las leyes de función pública (o de empleo público) son, hoy en día, el lugar normativo por excelencia para blindar las conquistas sindicales o corporativas, porque lo que está en la ley no se quita (o se quita con muchas más dificultades). No se congela el rango, sino más bien se hiberna glacialmente su contenido. Así nos encontramos con textos normativos que, amén de establecer una retahíla de órganos y procedimientos intrascendentes y formales, son un listado eterno de derechos, permisos, licencias y garantías a los empleados públicos y funcionarios. Los deberes y responsabilidades brillan (casi) por su ausencia. El presupuesto público, auténtico “restaurante nacional” como lo describiera Galdós, todo lo avala.
Por consiguiente, en tercer lugar, las leyes de función pública o de empleo público ya apenas contienen principios estructurales de esa institución, ni su imprescindible filosofía de valor público impregna la norma, pues lo que realmente importa es que regulen hasta la extenuación órganos, técnicas, procedimientos y garantías formales que actúen de pantalla frente a las impugnaciones judiciales y, en especial, salvaguarden los derechos y prerrogativas de unos funcionarios públicos (empleados públicos también) inamovibles de por vida, dado que el fin fundamental de tales textos normativos (explícito u oculto) no es otro que regular ventajas “estatutarias” aplicables a esos colectivos. Lo que pase extramuros, no interesa. Son ecos de “la sociedad”, inaudibles en una Administración cerrada a cal y canto en plena era de la ficticia transparencia y del no menos falso Gobierno abierto.
El cuarto dato es, sin duda, que las herramientas que harían posible racionalizar la gestión de la diferencia en las organizaciones públicas están inactivas o funcionando en modo avión. Apenas hay unos pocos casos de aplicación exigente de la evaluación del desempeño con impactos retributivos y en la carrera profesional, como tampoco hay directivos profesionales que ese modelo apliquen. Los responsables políticos y directivos (que actúan en un modelo de colonización intensiva de la alta administración, en el que ahora se comprobarán sus letales efectos con los innumerables cambios de gobiernos) están “de paso” y (piensan en su fuero interno y lo practican cotidianamente) cuantos menos líos mejor, que los asuntos de personal los carga el diablo. Mejor regalar lo que pidan y tener la tropa tranquila, aunque sea en estado de placidez o en zona de confort, aunque los servicios públicos funcionen peor. La disciplina en el sector público es algo innombrable.
Y el quinto y determinante dato es que esas leyes de función pública o de empleo público se han ido convirtiendo con el paso del tiempo en instrumentos normativos elefantiásicos alcanzando unas proporciones inmensas, porque allí debe estar todo (o eso creen algunos). En realidad, sorprende, por ejemplo, que la Ley de empleo público vasco de 2022 tenga casi 200 artículos (198), la muy reciente ley andaluza 181, la non nata Ley de la Función Pública de la Administración del Estado 145. A ese número ingente de artículos cabe añadir un número importante de disposiciones adicionales, finales y transitorias, lo que superaría con creces los más de 200 enunciados normativos. Pero el número de preceptos no dice nada, más lo hace las páginas que tales textos tienen (la ley vasca tiene 172 páginas de BOE, con letra pequeña; la Ley andaluza ocupa asimismo 172 páginas del BOPA, aún no se ha publicado en el BOJA). Me dirán que eso es un mal de los tiempos y me alegarán, sin duda, el mal ejemplo de otras leyes (por ejemplo, contratos del sector público); pero estamos hablando de un derecho estatutario que se determina(ba) por leyes y reglamentos (¿cuál será la extensión de estos si su norma habilitadora es literalmente diarreica?), sin perjuicio de los márgenes amplísimos que hoy en día se han dejado a los acuerdos y convenios. El “Derecho del Empleo Público” se ha convertido en un burdo listín de procedimientos y requisitos, que solo tienen valor formal; no sirve prácticamente para nada efectivo. La gestión de recursos humanos, dado que es mera aplicación de la norma (sin gestión de la diferencia), se puede automatizar prácticamente toda y se acabaron de un plumazo tantas direcciones, servicios y negociados. Y, además, hacer leyes con esa regulación hiperbólica solo puede tener un doble sentido: blindar derechos y prerrogativas, a espalda de la ciudadanía (que, por cierto, nada se entera de lo que pasa en “el cuarto oscuro” de la Administración; esto es, puertas adentro); y convertirlas derechamente en instrumentos inútiles por su rigidez para una gestión transformadora e innovadora en el ámbito de lo público; que, dicho sea de paso, a nadie importa, y menos aún a nuestra avejentada y ensimismada política.
Mientras tanto, con un subsistema de función pública o de empleo público anclado en tiempos pretéritos y con una vocación endogámica insultante, la vida sigue. Quien piense que con esos mimbres la Administración Pública será un actor de transformación del sistema económico y social, o es un cínico mentiroso o un osado estúpido que nada entiende de lo que realmente está ocurriendo desde hace años en nuestro sistema político-institucional y, más concretamente, en el subsistema de empleo público. Hace mucho tiempo, en efecto, que se han encendido innumerables luces de alarma que nadie «desde el interior» quiere ver sobre el mal o pésimo funcionamiento de algunos servicios públicos, mientras tanto estamos en un país inmerso en batallas políticas existenciales (“el gran barullo”, que diría Galdós) que apenas nos dejan percibir, salvo cuando lo padecemos, lo que es más terrenal e importante: la institución de la función pública fue creada para servir a la ciudadanía, y solo garantizando su efectividad, profesionalidad e imparcialidad plenas podrá alcanzar ese digno papel que constitucionalmente tiene asignado en la prestación de servicios de auténtica calidad. Y nada o muy poco de ello se salvaguarda en estos momentos. Lo demás es cuento chino, o español. Que, a estos efectos, da lo mismo.
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