lunes, 1 de mayo de 2023

LOS PILARES DE UNA REFORMA DE LA FUNCIÓN PÚBLICA. (EL PROYECTO DE LEY DE FUNCIÓN PÚBLICA DE LA ADMINISTRACIÓN DEL ESTADO II)

«Hay que invertir en inteligencia. Insisto especialmente en la palabra ‘invertir’ (…) Sembramos para cosechar. Invertir en inteligencia es poner el punto de mira en el desarrollo del futuro» (Michel Crozier)

Por Rafael Jiménez Asensio. La Mirada Institucional blog.- El objeto de esta segunda entrada es únicamente poner de relieve cuáles son algunos de los pilares de la pretendida reforma de la función pública de la Administración del Estado (AE), articulada a través del proyecto de ley que está tramitándose en las Cortes Generales. Acierta, sin duda, el proyecto cuando pone en el centro de sus preocupaciones a las personas (“capital humano”, reza el preámbulo) y a sus fórmulas de gestión, así como a la necesaria mirada estratégica, de la que tanto se habla y tan poco se practica.

No contiene, sin embargo, novedades de relieve el citado proyecto en lo que afecta a los valores éticos o de integridad (pendiente como está la aprobación del Sistema de Integridad Institucional de la AGE, lo que debería haber merecido una mayor atención normativa que un huérfano e insulso precepto). Tampoco hay novedades en la predominante apuesta funcionarial, algo exigido por el Tribunal Constitucional desde tiempos pretéritos y relativamente practicado, ante la plétora del empleo laboral en el sector público institucional, huyendo así de un régimen estatutario que ya casi se ha laboralizado por completo.  

Aborda la reforma, en cambio, la necesidad de superar la disfuncionalidad propia de “la existencia de una carrera profesional vinculada al desempeño sucesivo de los puestos de trabajo”; pero optando por la creación de una carrera horizontal que implica sumar un nuevo complemento retributivo, tal como han hecho la inmensa mayoría de las leyes que han desarrollado el EBEP, manteniendo el viejo complemento de destino y el grado personal, decisiones que no eran en la normativa básica las únicas posibles frente a un sistema de carrera profesional integrado, por el que nadie finalmente ha optado. No está claro que, en efecto, el EBEP fuera por esa línea. Pero el peso sindical, y la fragilidad negociadora de los respectivos gobiernos, ha conducido a multiplicar las retribuciones a través de esa vía. Veremos cómo se gestiona esto cuando las reglas fiscales vuelvan por sus fueros, que será muy pronto.

Apuesta el proyecto de ley por “la conveniencia de avanzar hacia un modelo de gestión basado en competencias”. No sé si son muy conscientes los legisladores del jardín en el que se meten. Difícilmente se está gestionando un modelo rudimentario de personal con los rígidos elementos existentes provenientes de la reforma de 1984, tales como las relaciones de puestos de trabajo y la oferta de empleo público (cuyos resultados son, hoy día, bastantes desalentadores), y ahora se pretende sumergir a la AE en la enorme complejidad (técnica y aplicativa) que comporta una gestión integral por competencias de los recursos humanos en el sector público, para la que se necesita personal muy cualificado y una permanente revisión del sistema. Introducir complejidad no es precisamente lo que necesita una gestión ágil y eficiente de los RRHH. No auguro, y ojalá me equivoque, resultados muy esperanzadores en tan importante desafío; salvo que se invierta mucho en reforzar las estructuras de gestión de recursos humanos y sobre todo las competencias de sus técnicos. Sin un plan de choque frontal, ese objetivo será un pío deseo. Y, aun así, veremos. Los cementerios de función pública en España están llenos de modelos de gestión por competencias.

También se persigue –objetivo muy loable- “una regulación de la dirección pública profesional, necesaria para fortalecer la capacidad de liderazgo en la función pública”. El proyecto enmarca la DPP en su espacio natural regulatorio, la función pública; dejando extramuros (pues no es de su competencia) el nivel directivo reservado a los altos cargos, verdadero talón de Aquiles del problema. Para eso hay que reformar otras leyes, que la política no quiere. Se limita, por tanto, la DPP a los órganos directivos de las Subdirecciones Generales y puestos asimilados. La pregunta es si ello logrará, por fin, erradicar la libre designación y el libre cese de la provisión de esos cargos. De la redacción del proyecto no parece que ello se vaya a conseguir, aunque se introducen algunas mejoras (incorporación del principio de “igualdad” en el procedimiento de nombramiento; que deberá convivir con el procedimiento de “libre designación”, lo que anuncia una potencial conflictividad jurisdiccional). Tampoco es un buen cierre del modelo reconocer que “excepcionalmente” se podrá cesar a un directivo profesional por “pérdida de confianza”; con lo cual –ya se sabe, la excepción convertida en norma- el período de cinco años se verá sometido a los vaivenes propios de la política.

Hay, asimismo, un “redescubrimiento” ciertamente tardío (presente normativamente desde la década de los noventa) de la planificación estratégica de los recursos humanos (esperemos que esta vez vaya en serio), pues los problemas a los que se enfrenta la AE a corto y medio plazo son enormes, y los esfuerzos de gestión que se deberán realizar hercúleos. Este “nuevo” planteamiento estratégico de la función pública tiene un triple enfoque: 1) configurar a la política de recursos humanos como auténtica política pública alineada con las políticas estratégicas de la organización; 2) poner el acento en la evaluación de los resultados, pretendiendo incorporar (dieciséis años después de la aprobación del EBEP) “una cultura de la responsabilidad de la gestión”; y 3) el ya expuesto “enfoque basado en competencias”, que se verá complementado con la idea estructural de las áreas funcionales (importadas del modelo vasco de función pública, cuyo recorrido actual es muy limitado o inexistente), que busca .como propuso la profesora Cantero- cuadrar el círculo estructural de la convivencia entre cuerpos y escalas, por un lado, y puestos de trabajo, por otro. La experiencia de otros modelos nos dice que las estructuras corporativas se devoran habitualmente a las áreas funcionales, achicando su espacio. Bien es cierto que en el modelo estatal solo se opta por unas áreas funcionales que se proyectan sobre la provisión, carrera y formación, no sobre la selección.

La selección de personas ocupa un espacio importante en los objetivos del proyecto de ley. Se parte por defender un modelo garantista, que cumpla obviamente con los principios constitucionales (hoy en día absolutamente preteridos en los procesos de estabilización, que en la AE son menores), pero que apueste por un carácter mixto; “es decir, basado tanto en los conocimientos como en la evaluación de competencias y habilidades”; algo que exige asimismo (como ya veíamos en la entrada anterior) abrir el modelo a una proyección social y territorial de los candidatos a participar en tales procesos de acceso, lo que sencillamente no se está consiguiendo. Los actuales sistemas de acceso son una rémora a esa apertura; y las resistencias corporativas al cambio mayúsculas. No insistamos.

Como se ha dicho, el carácter «novedoso» de la carrera profesional se configura con la carrera horizontal, lo que implica que esta última consiste “en el reconocimiento  del desarrollo profesional del personal mediante su progresión a través de un sistema de tramos sin necesidad de cambiar de puesto de trabajo”. Hay que advertir de inmediato que, como también señalábamos en la entrada anterior, sin gestión de la diferencia no hay carrera profesional que se precie. Sin evaluación del desempeño no se puede armar un sistema de carrera profesional. Carrera no es cobrar más por hacer lo mismo, tomando como exclusivo elemento los años prestados de servicio; pues para eso están los trienios. Carrera es progresión, crecimiento profesional y mejor desempeño de las funciones y tareas del puesto; esto es, con mejores resultados. Y eso requiere objetivarse y medirse. Ahí viene el problema de gestión. El riesgo que se corre es que la carrera se convierta en una asignación uniforme de tramos conforme transcurra el período establecido en su caso, como ya está pasando en buena parte del sector público allí donde se ha implantado. Si ese es el resultado final, el fracaso será mayúsculo.

Se aboga, en fin, por una promoción interna, con el manido argumento del “incentivar el talento interno”; pero con la clara voluntad de premiar a quiénes ya están (reivindicación sindical por excelencia), para que puedan desarrollar otra vía “per saltum” de carrera profesional. La idea es consistente en un escenario de relevo generacional intenso y de transformación de algunos empleos (puestos de trabajo instrumentales, aunque no solo) que resultarán vacíos de tareas como consecuencia de la revolución tecnológica. Para facilitar ese tránsito, se reserva un porcentaje no inferior al treinta por ciento de las plazas en las ofertas de empleo público; lo cual ya nos indica que podrán ser muy superiores tales reservas.

Y, en fin, los objetivos del proyecto se cierran con las consabidas llamadas a la igualdad de género, a la igualdad de oportunidades de las personas con discapacidad, tanto en el acceso como en la promoción; así como con referencias al diálogo social (aunque no se habla de “diálogo social estratégico”), y a la formación continua y actualización permanente de las competencias y cualificaciones profesionales, aspectos determinantes ante una transformación inmediata y mediata de los perfiles de los puestos de trabajo y de sus respectivos requerimientos.

En fin, la clave del éxito o fracaso de todos esos objetivos estará, por un lado, en el desarrollo reglamentario que se haga y, particularmente, en su aplicación. Si no se refuerzan las capacidades ejecutivas efectivas, la función pública dejará de ser la institución que demanda la sociedad, para encerrarse en sí misma.

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