Por Carles Ramió esPúblico.es blog.- En un momento que la mayor parte de las administraciones públicas del país están pensando en reformar el modelo de función pública consideramos que es necesario abrir el debate sobre los grandes principios en los que debería asentarse el empleo público de nuestro país.
La gestión de personal es un elemento crítico a la hora de poder lograr o no organizaciones públicas innovadoras. Actualmente los modelos de gestión de recursos humanos suelen poseer una lógica uniformadora y de regular hasta el más mínimo de los detalles. Las dinámicas de recursos humanos suelen tender de manera natural al desorden y, en contraposición, hay muchos incentivos e inercias para diseñar un marco regulatorio que llegue a ser muy pormenorizado. Esta hiperregulación genera un nuevo modelo caótico de muy compleja gestión que atenaza a la propia institución en la consecución de sus objetivos, impide cualquier dinámica de innovación en la gestión y, además y paradójicamente, fomenta una falta de disciplina laboral en los empleados públicos. En este marco es muy difícil la gestión flexible por proyectos y la gestión del conocimiento por la vía de la inteligencia colectiva. Introducir en este ecosistema normativo la inteligencia artificial va a ser muy complejo ya que pueden generarse todo tipo de anticuerpos que anulen su capacidad de gestión exponencial. Es imposible diseñar una administración pública inteligente únicamente con el ingrediente de la inteligencia artificial si la organización es intelectualmente plana. En esta situación la inteligencia artificial será incapaz de aportar valor añadido o, en el peor de los casos, incrementará la estulticia colectiva. Un nuevo modelo de gestión de recursos humanos debería incentivar la inteligencia y la capacidad de innovación de los profesionales públicos, alentar las lógicas colaborativas para estimular la inteligencia colectiva y la gestión del conocimiento y fomentar el diálogo social y laboral con la inteligencia artificial. Un nuevo modelo de gestión de personal con estos objetivos debería articularse en base a los siguientes principios e ingredientes:
Sencillez: El principio básico debería ser la sencillez del modelo y sortear en la medida de lo posible la complejidad y la obsesión por el detalle. El detalle no suele ser relevante y dedicarle atención suele ser contraproducente para lograr los objetivos institucionales.
Polivalencia: Ordenar el sistema mediante ámbitos funcionales como agrupaciones amplias, flexibles y polivalentes de diferentes perfiles de empleados públicos (los comúnmente denominados puestos de trabajo). Una gran Administración no debería poseer más de diez o doce grandes ámbitos funcionales. La motivación principal de los ámbitos funcionales debería ser la inversa a los actuales sistemas de ordenación del empleo público: evitar al máximo la diferenciación y la fragmentación para alentar la agregación en los diferentes perfiles profesionales ya que la polivalencia debería ser un valor a preservar de cara al futuro.
Competencias: Gestionar por competencias pero de la manera menos burocrática posible y sin caer en lógicas semánticas excesivas o barrocas. Competencias básicas asociadas a cada ámbito funcional (que representan las competencias de acceso y base de los sistemas de selección), competencias profesionales de profundización (que representaría el sistema que ordena una carrera profesional horizontal). Las competencias deberían ejercer el rol de guía general del sistema de recursos humanos y no el de establecer barreras. La idea es que un empleado público depende de sí mismo y puede progresar profesionalmente en el marco de su ámbito funcional pero también que pueda desplazarse entre los distintos ámbitos funcionales si acredita las competencias necesarias para cambiar de perfil profesional. En la Administración pública un empleado público debería tener la posibilidad de diseñar una carrera profesional, en función de las necesidades institucionales, de manera totalmente libre y posibilitar incluso escenarios inimaginables: un docente que acaba ejerciendo como gestor económico o un gestor económico que acaba ejerciendo la función docente. El único límite es que acrediten las competencias para poder cultivar estos nuevos roles profesionales. El otro límite sería la imposibilidad de acceso a las profesiones reguladas que, por otra parte, deberían ser mínimas (un jurista no puede ser médico o un médico no puede diseñar una obra pública).
Colaboración: En este nuevo sistema deberían incentivarse competencias como capacidad de trabajo en equipo, habilidades en la coordinación de equipos, dinámicas pluridisciplinares, capacidad real de innovación, capacidad de generar conocimiento individual y colectivo, etc. Pero dejando claro que incentivar no equivale a obligar (por ejemplo, se pude dar un caso excepcional de un profesional muy especializado, que no trabaja en equipo pero que su desempeño aporta un gran valor a la organización y, por tanto, también debe ser recompensado).
Reinventar la selección estrictamente meritocráticos: Los sistemas de selección deben ser variables y contingentes (renovados cada cierto tiempo) y vinculados a los diversos ámbitos funcionales. La Administración a nivel central y unitario solo debería vigilar que las metodologías de selección sean estrictamente neutrales y meritocráticas y atender las reclamaciones y recursos internos de manera profesional, autónoma y neutral en un marco regulatorio que evite al máximo la judialización de estos procesos.
Carrera horizontal y evaluación del desempeño: Una organización sencilla pero robusta articulada en ámbitos funcionales y definiendo distintos niveles de competencias representa un marco en el que debería ser sencillo articular la carrera horizontal, la carrera interdisciplinar, la evaluación del desempeño y las tablas retributivas vinculadas a las posiciones de responsabilidad institucional y la productividad.
La Innovación como valor: En la carrera profesional deberían incorporarse incentivos externos y transversales como el reconocimiento de méritos en materia de innovación, en dirección de proyectos y en trabajo colaborativo.
Dirección profesionalizada: La carrera vertical, entendida como la posibilidad de ir ocupando jefaturas orgánicas, debería ser excepcional y muy acotada. Por una parte, en la nueva organización del trabajo no deberían existir puestos de jefatura inferiores o intermedios ya que el nuevo modelo de organización se debería basar en los proyectos: los profesionales que dirigen proyectos lo deben hacer de manera variable, flexible y competitiva sin poder asentarse de manera definitiva en estas posiciones pero reconociéndose estos méritos en su portafolio profesional con impacto retributivo (tanto variable como consolidado). Para acceder a posiciones directivas (las únicas jefaturas estructurales deberían ser directivas) haría falta una vocación y unas competencias específicas para ello que consistirían en mostrar la capacidad reiterada en dirigir procesos complejos e innovadores y una capacitación específica en materia de organización del trabajo de forma persuasiva y motivadora. También habría que ponderar en estos perfiles sus competencias en definir un relato estratégico y su capacidad en diseñar e implantar los mecanismos relacionales necesarios con los agentes externos de la Administración.
Derechos laborales sin privilegios: El marco de relaciones laborales no debería incorporar un sistema de privilegios que socialmente son inaceptables y debería regirse de manera parecida a la regulación laboral ordinaria de cada país. El modelo de relaciones laborales de carácter público no debería poseer especificidades propias (o sino las mínimas) en materia de dedicación en tiempo, en vacaciones, conciliación y en otros derechos laborales. La única diferencia entre el sistema de empleo público en relación con el privado debería limitarse en reducir en la Administración pública la influencia sindical y el derecho a huelga. El conflicto laboral debería canalizarse por vías internas institucionalizadas y, en casos justificados, por arbitrajes independientes obligatorios tanto en su utilización como en su resolución. Hay que tener presente que las organizaciones públicas son conceptualmente distintas a las privadas en dos elementos clave: en la Administración pública no hay ninguna instancia que pueda asumir el rol de patronal y esto la debilita en materia de relaciones laborales y, por tanto, hay que empoderarla legalmente. Por otra parte, todos los servicios de la Administración que ofrece a la ciudanía, sean directos o indirectos, son servicios esenciales que no deberían ser objeto de huelgas ante la indefensión manifiesta de la ciudanía (que representa una indefensa, difusa y fragmentada patronal) y de la clase política que ejerce el mandato representativo de la ciudadanía.
Regulación especial limitada: En todo caso, es cierto que la función pública es tan distinta a la función privada que en casos extraordinarios y muy bien acotados debería generarse un marco regulatorio propio y distinto al régimen laboral de carácter general. Esta regulación extraordinaria debería limitarse únicamente a los elementos diferenciales en dos ámbitos: por una parte, los empleados públicos que ejercen funciones de autoridad (fuerzas armadas, cuerpos de seguridad, judicatura, actividades reguladoras de alta intensidad, inspección fiscal). Por otra parte, al personal directivo que conversa directamente con la dimensión política y, por tanto, habría que evitar la politización o arbitrariedad política en la denominada dirección pública profesional. Este blindaje especial y bien regulado debería también extenderse a todo el personal técnico que convive directamente con los cargos de naturaleza política.
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