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domingo, 7 de mayo de 2017

Fomento recurre la orden de Transparencia de publicar el reparto de pluses entre los cargos de nivel superior

Otro post de interés: Por JRChaves. Blog delaJusticia.es.- El Supremo repesca el Reglamento disciplinario de funcionarios de 1986

Revista de prensa.- Diario.es.- El Ministerio de Fomento ha interpuesto un recurso contencioso-administrativo contra una resolución del Consejo de la Transparencia y Buen Gobierno que le insta a publicar el reparto de complementos de productividad en 2015 entre los empleados del Ministerio con mayor nivel jerárquico, la mayoría puestos de confianza y de libre designación.

Después de reclamar sin éxito los listados de perceptores de este tipo de emolumentos en el propio departamento ministerial, Comisiones Obreras presentó una solicitud para obtener los datos ante el Consejo de Transparencia. Este organismo público se encarga, entre otras cosas, de determinar si las entidades deben compartir o no determinada información en función de criterios de relevancia pública y colisión con la Ley de Protección de Datos (LPD). Se rigen por lo dispuesto en la Ley 19/2013 de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno.

Incentivos al rendimiento en Fomento en los Presupuestos
 Generales del Estado de 2015
La partida para productividad en 2015 en Fomento ascendió a 12,4 millones de euros, según los Presupuestos Generales del Estado de ese ejercicio. Para 2017 se ha reducido ligeramente, hasta los 12,14 millones.


Según fuentes de CCOO, el listado de beneficiarios del reparto de esta remuneración extraordinaria había venido proporcionándose hasta el año 2010, incluso publicándose en un tablón de anuncios del Ministerio. A juicio del sindicato, en la mayoría de las ocasiones su cobro es razonable por la ejecución de determinados trabajos o responsabilidades, o por horarios ampliados a las 40 horas semanales desde las 37,5 habituales.

Pero aunque la mayor parte de las veces el reparto esté justificado, Comisiones Obreras cree que tienen el derecho y la obligación de conocer quién recibe estos pluses, en función de qué criterios y en qué cuantía. Su sospecha es que podría haber "ciertas personas lucrándose" indebidamente con estos incentivos, que se conceden de manera discrecional.

También hacen hincapié en que si bien ha habido un descenso de personal de unos mil efectivos en Fomento entre 2012 y 2015 (16%), los complementos de productividad apenas han descendido un 1% entre esos dos ejercicios. "Menos gente repartiéndose más cantidad", resumen en el sindicato.

Recibido este caso,  el Consejo de la Transparencia estimó parcialmente la petición de CCOO. Según el criterio aplicado, la productividad es una información pública que hay que facilitar, aunque no en todos los casos. Así, instó al Ministerio a proporcionar la información completa en relación a su personal directivo, eventual y funcionario de libre designación.

Respecto al resto de funcionarios, pide facilitar los listados de productividad sin identificación de sus titulares ni desglose de conceptos retributivos. Es decir, estiman que con aquellos empleados de niveles más bajos o provistos por concurso público, con una responsabilidad en la toma de decisiones nula o muy limitada, hay que tener cuidado con la protección de datos y la información  se debe facilitar sin que se les identifique.

Es contra este criterio que el departamento que dirige Íñigo de la Serna ha presentado un recurso contencioso-administrativo que deberá resolverse en sede judicial, ya que entienden que hacer público estos listados, aún en el caso de los cargos de libre designación, colisiona con el derecho a la protección de los datos personales de sus trabajadores.

Fuentes de Fomento se vuelven a referir a estas alegaciones para justificar su posición. En otras ocasiones, como cuando Transparencia ha pedido a TVE que facilitase los gastos en la gala de Eurovisión de 2015, los sucesivos recursos han llegado hasta el Tribunal Supremo.

Valencia
El caso de la delegación en Valencia de la Agencia Tributaria es algo distinto, aunque idéntico en el sentido de que han presentado un recurso contencioso-administrativo contra una resolución de Transparencia relacionada con información salarial. Se da además la circunstancia de que, a efectos puramente organizativos, el Consejo depende del Ministerio de Hacienda y Función Pública, al igual que la propia AEAT.

En este caso, la Junta de Personal en aquella delegación solicitó tener acceso a datos sobre repartos de las bolsas de productividad, baremada por objetivos y por desglose de grupos funcionariales en 2015 y 2016.

Al ser denegada por la Administración, esta junta presentó una reclamación ante el Consejo de Transparencia, que la estimó, por considerar que el acceso a la información para Delegados de Personal y Juntas de Personal se rige por la Ley de Transparencia, y no solamente por la regulación específica recogida en el Estatuto Básico del Empleado Público.

Fuentes de la Agencia Tributaria explican que ya ofrecen una parte de la información que les reclaman, la de los criterios de reparto, pero en su cauce habitual de la mesa de negociación sindical.

En cuanto a los objetivos asignados con carácter previo alegan que explicarlos de manera pública implicaría que terceros -posibles defraudadores entre ellos- tuvieran acceder a información que podría serles útil para sus fines delictivos.

En otras ocasiones, las instituciones concernidas sí han reaccionado favorablemente a las resoluciones del Consejo para que hicieran públicas las retribuciones por productividad. Fue el caso de Instituciones Penitenciarias, de la delegación del Instituto Nacional de la Seguridad Social en Sevilla y del Ministerio de la Presidencia.

domingo, 13 de marzo de 2016

Otra Administración es Posible (II): Discrecionalidad e Incentivos

En nuestro sistema legal, el único actor al que (siendo bondadosos) le sale gratis “equivocarse” la inmensa mayoría de las veces, es a la administración pública.
 
Blog Sintetia.com.- Sebastián Puig y Simón González.- En esta serie de artículos intentamos plantear una administración pública distinta para España, que realmente sirva a los ciudadanos y no a sus propios intereses. Y no pretendemos hacerlo desde planteamientos puristas, teóricos, o mediante la construcción de unicornios, sino desde el análisis de incentivos y de las posibilidades técnicas y económicas existentes (las políticas son otro cantar).
 
¿Por qué y cómo la discrecionalidad?
Una de las constantes características de la extenuante normativa que generan nuestras muchas administraciones, es determinar un amplio espacio de discrecionalidad para la administración. ¿Esto qué significa? Que su actuación no será siempre automática ni estará sujeta a un parámetro o conjunto de parámetros fijos y previsibles, determinados a través de unas potestades regladas por ley. Bien al contrario, la norma suele otorgar a la administración una importante capacidad de decisión basada en términos abstractos, difusos e incluso totalmente subjetivos. Porque, ¿cuándo una medida se convierte en “idónea”? ¿Cuál es el alcance “adecuado” de una regla? ¿En qué punto del abanico de posibilidades existentes va a entender una administración que algo es “suficiente”?
 
Tal reserva de discrecionalidad tiene, por otra parte, una clara razón de ser, reflejo del eterno conflicto existente en nuestra cultura entre el deseo de proporcionar unas reglas de actuación claras, específicas y racionales y la imposibilidad material de conseguirlo de forma absoluta. En un magnífico ensayo introductorio sobre la discrecionalidad en la actuación legal y policial, Ronald J. Allen, expresa muy bien este concepto:
“Deseamos directrices claras porque pensamos que es injusto imponer obligaciones donde la falta de reglas claras hace difícil conformar la conducta de acuerdo a los requisitos de la ley. No obstante, las reglas claras y específicas son simplistas por necesidad; de otro modo, serían difíciles de entender. A mayor abundamiento, tratar de anticiparlo todo desafía la inteligencia humana, incluso considerando la mayor parte de las circunstancias que una norma puede contemplar. El universo de la interacción social es increíblemente, y también inescrutablemente, complejo”. 
Es importante, por tanto, precisar que no nos estamos refiriendo a esas necesarias potestades discrecionales de la administración, es decir, cuando ésta elige entre alternativas igualmente válidas, siempre que el ejercicio de esas potestades sea razonado. No, tratamos con un hecho muy distinto y desgraciadamente habitual: el retorcimiento de dichas alternativas, la aplicación aleatoria e irracional de la normativa o incluso de la completa falta de respuesta al ciudadano, materializada en la figura del silencio administrativo.
 
La complejidad y las leyes
En este punto, cabe decir que la norma general adjudica el silencio administrativo como positivo (a favor del administrado solicitante), salvo que la ley correspondiente, “por razones imperiosas de interés general”, diga lo contrario…  Ya pueden adivinar lo que ha venido sucediendo al respecto: en aras de esas magnánimas razones y de un interés común demasiado nebuloso, casi todas las leyes específicas prescriben un silencio administrativo negativo (en contra de lo que solicita el interesado). E incluso en aquellos casos en que contempla un silencio positivo, el Tribunal Supremo se ha encargado de imposibilitar en la práctica su existencia.
 
O sea, que ya no es posible saber si la regla del silencio positivo es la excepción. Es más… ¿hay algún supuesto en que podría sostenerse que encajaría en el silencio positivo?”
Más paganos
Volviendo al asunto de las potestades discrecionales de la administración y a la exigencia de que el ejercicio de esa potestad sea razonado, nos encontramos con otras víctimas del sistema. Se trata de los trabajadores del sector público, a quien demasiadas veces se coloca entre la espada y la pared,  exigiéndoles que respalden decisiones ya tomadas en el nivel político (tanto por cargos electos como por de confianza), redactando y promulgando resoluciones a sabiendas de que no son correctas ni responden a necesidades imperiosas ni, por supuesto, al interés general. Todo ello, so pena de ser castigados con el ostracismo en su vida profesional, orillando e incluso sobrepasando la frontera del mobbing. Algo que hemos visto suceder en niveles técnicos (Ana Garrido Ramos) y en otros más altos (Jaime Nicolás Muñiz, aquí el fallo de la Audiencia). Ojo: no son casos aislados.
 
En nuestra pretensión de conformar una Administración Posible, hemos de reconocer que sus miembros no serán siempre ni ángeles ni mártires, sólo seres humanos. Pero un muy merecido reconocimiento después de los hechos no es suficiente, porque para entonces el mal ya está hecho.
 
Así las cosas, nos viene a la memoria la castiza y demoledora recomendación dada (o atribuida) al jurista y prócer del franquismo Girón de Velasco. Esperemos que nos disculpen la grosería:
“Al amigo, el culo. Al enemigo, por culo. Y al indiferente, la legislación vigente”
Recordemos: sólo en el período 2009-2014, se promulgaron 4.746 normas estatales y publicaron más de 1.250.000 páginas del BOE. Sumen a ello las disposiciones autonómicas (más de 800.000 páginas en 2014) y locales.  Nuestra prolija normativa ha logrado que no quede prácticamente ningún ámbito de vida ciudadana sin ser sometido o fiscalizado por la acción de las administraciones públicas, no necesariamente arbitraria (aunque a menudo sí) pero en demasiadas ocasiones innecesariamente discrecional. Y la forma más patente de observarlo es con la autorización previa.
 
Las leyes lo abarcan todo
 
La autorización previa
No hay actividad o forma de relación pública entre ciudadanos que no requiera ser sancionada por la administración antes del comienzo de la misma.
 
Bien a través de la fiscalidad, bien de las ordenanzas municipales o de las decenas de registros, índices, exámenes, autorizaciones, certificaciones, declaraciones juradas y no juradas, etc. Prácticamente cada norma particular exige que los ciudadanos, con carácter previo al inicio de cualquier acción o actividad, soliciten plácet y nihil obstat a la administración. Incluso en las relaciones contractuales entre individuos, la básica libertad de pacto entre las partes (en puridad, la autonomía de la voluntad) se ve coartada por los trámites de la administración, que así fiscaliza por la vía de los hechos casi toda iniciativa privada.
 
Todos esos trámites previos, que en teoría se establecen por el bien de los administrados, suponen una muy efectiva forma de imponer costes de entrada a cualquier actividad. Curiosamente, los organismos de la administración dedicados específicamente a salvaguardar la competencia no aprecian nunca tales trámites como limitadores de la competencia.
“Más vale pedir perdón que pedir permiso… si no te lleva a la cárcel o la quiebra”.
Podría pensarse que la autorización previa y el cumplimiento de una normativa intensiva y extenuante, que incluye por supuesto diversos y siempre subjetivos “deberes de vigilancia”, implicaría que el ciudadano queda de alguna manera libre de responsabilidad por las consecuencias indeseadas de sus actividades. Pero no. Aunque éste cumpla a rajatabla todo lo que la norma prescribe, en el modo, tiempo y forma ordenados, seguirá siendo responsable de cualquier efecto indeseado y no buscado por sus acciones. Aunque en numerosos supuestos ello nos resulte razonable, como por ejemplo con la necesidad de acreditar un carné para conducir un coche, en otros tales como la apertura de un negocio por un particular, esa necesidad nos parece mucho más difusa. En ambos casos, pese al requisito de autorización previa, la administración NO se hace responsable de las consecuencias de la actividad ejercida por sus administrados: en nuestro ejemplo, tanto el conductor como el emprendedor deberán responder finalmente ante la ley, con autorización previa o sin ella. Se trata de una doble imposición de la que pocas personas son conscientes.
 
Pero es que además, en no pocos casos, estamos sufriendo una vuelta de tuerca adicional sobre el individuo: la inclusión en la normativa del principio de precaución. Dicho para que se entienda, incluso en los casos en que no hubiera forma de suponer con carácter previo que una actividad (o producto o servicio) pudiera generar consecuencias indeseadas, incluso cuando ninguna evidencia científica lo demuestre, el administrado seguirá siendo el responsable de dichas consecuencias. Porque la administración, como un padre omnímodo, autoritario, precavido y benevolente, así lo sanciona.
 
Este “principio de precaución” supone, en resumen, subvertir la exoneración de responsabilidad ante consecuencias indeseadas. Supone asignar unívocamente al administrado las posibles consecuencias de cualquier riesgo. Y recordemos que el riesgo cero no existe.
 
Expresado de otra forma, y en la práctica, el único rédito que muchas veces obtiene el administrado por cumplir la normativa es… no ser sancionado por no cumplirla. Es decir, ninguno.

Equivocarse gratis
Seamos sinceros. En nuestro sistema legal, el único actor al que (siendo bondadosos) le sale gratis “equivocarse” la inmensa mayoría de las veces, es a la administración pública.
 
Discutir con ella, además de un agotador sumidero de tiempo y dinero, supone casi con toda seguridad obligarse a recorrer todo el trámite burocrático y varios escalones de contencioso administrativo.
 
Por ejemplo, la tendencia acreditada de las administraciones públicas hacia la petición de nulidad de un acto administrativo es de “sostenella y no enmendalla”, salvo en casos flagrantes de ilegalidad.  E incluso en dichos casos, la administración puede contestar o no, jugando con los plazos y formalidades de sus respuestas. Y aun cuando el administrado consiga anular en el juzgado un acto administrativo ello no supone que ésta haya de indemnizarle.  Y si por fin el administrado decide reclamar una indemnización, es probable que reciba una respuesta (sentencia) que siga la doctrina jurisprudencial del “margen de tolerancia”. Algo así como “todos nos equivocamos, pelillos a la mar, no ha habido mala fe, cargue usted con todos los costes que este error ha generado”.  Numerosos lectores seguro que han tenido que sufrir trances similares.
 
En definitiva, existe todo un “derecho de la administración a equivocarse gratis”, aun cuando ejerce potestades discrecionales.
 
Responsabilidad personal e incentivos perversos
Nuestro sistema legal sanciona de facto, pese a algunas voluntariosas referencias normativas, la ausencia práctica de afectación personal del funcionario, y sobre todo del político, por los actos de la administración en los que éstos hayan participado. En demasiadas ocasiones, ni la administración como tal, ni el funcionario, ni por supuesto el político, sufren en sus propias carnes el perjuicio que puedan generar en los administrados. Salvo contadas excepciones, hemos llegado al punto en que, tras muchos años de batalla judicial que dan como resultado indemnizaciones de más de cien millones de euros, ni el político electo en su momento, ni el cargo de designación política implicado, ni el funcionario o funcionarios intervinientes acaban sintiendo personalmente las consecuencias de su actuación. Cuidado: no estamos hablando de supuestos delictivos, sino de pura y simple mala administración. Para muestra, un botón: según recientes informes hechos públicos por Transparencia Internacional, las instituciones públicas españolas incumplen mayoritariamente la normativa legal sobre contratos.  Y no pasa nada.
 
Discrecionalidad o arbitrariedad
No es de extrañar que exista una extendida sensación de impunidad y que una de las mayores dificultades que, en su actividad productiva, encuentran empresas y empresarios sea, precisamente, la propia administración pública que debería proteger y facilitar dicha actividad. De esta forma, la discrecionalidad acaba pareciéndose mucho –demasiado- a la arbitrariedad.
 
Con este marco de incentivos (sin responsabilidades civiles ni penales), el comportamiento más habitual de la administración, de sus representantes y trabajadores, consiste en perseguir efectos aparentemente favorables y deseados en el presente, a cambio de enviar al futuro los efectos indeseados. La propensión al endeudamiento y el Kit Maybelline, que ya hemos tratado en esta casa, son expresiones económicas del mismo principio.
 
Si los gestores públicos, políticos o funcionarios, tuvieran una responsabilidad civil y/o penal expresa, razonable y progresiva por actuaciones burocráticas o económicas irresponsables, tales como los impagos y la morosidad públicos, su actitud sin duda sería diferente. Si una licencia de construcción concedida contra la normativa vigente conllevara responsabilidad civil y/o penal efectiva a las personas que gestionaron su aprobación, su actitud cambiaría. Si los responsables políticos y los trabajadores públicos (incluyendo los interventores de la administración) tuvieran esa ineludible responsabilidad judicial por acciones u omisiones manifiestamente culposas… otro gallo ciudadano quizás nos cantaría.
 
El uso de la norma ex-ante tiende a proteger al responsable político y, parcialmente, al trabajador público. El control ex-post al ciudadano y al crecimiento económico. El abuso de la primera impone cargos adicionales e innecesarios a los administrados. En nuestro modelo de Administración Posible, resulta cristalino donde hay que hacer la poda. Los resultados, en forma de libertad económica y liviandad burocrática sólo pueden ser favorables. Y además, con una reducción significativa de costes, tanto para unos como para otros, algo esencial en estos tiempos de apreturas.
 
Ya saben. Hágase. Seguiremos reflexionando.

martes, 28 de agosto de 2012

"Menos de lo mismo no es reformar la Administración"

Interesante y atinado artículo de Francisco Longo, de Esade, publicado en El País el lunes 27 de agosto. Creemos que merece la pena reproducirlo para todos aquellos que no han tenido ocasión de leerlo.

"Contra la tendencia dominante en el sector privado, nuestras organizaciones públicas tienden a internalizar el trámite y externalizar la inteligencia".

"Seguimos careciendo de un espacio de gerencia profesional protegido tanto de la burocratización funcionarial como de la colonización por los partidos"

Francisco Longo. Esade
Francisco Longo. Esade Press Room. "En un libro todavía reciente, Chris Pollitt y Geert Bouckaert comparan las reformas de la gestión pública en diversos países y las clasifican atendiendo a dos dimensiones:  su grado de visibilidad y contundencia, y sus efectos en el tiempo. Reservan la denominación de reformas bumerán a aquellas que, pese a su ambición y radicalidad aparentes, desfallecen en el medio plazo, incapaces de cambiar el curso de las cosas. En España, las iniciativas conocidas hasta ahora apuntan, es de temer, en esa dirección.

Detrás del discurso y las medidas anunciadas por el Gobierno parece dibujarse un diagnóstico sobre los males de nuestro sector público que se centra en tres disfunciones sistémicas, agravantes del déficit y la crisis. Podría formularse así: 1) El tamaño de nuestro sector público es excesivo. 2) El volumen alcanzado por el gasto público no es sostenible. 3) El sistema adolece de una excesiva fragmentación que induce a gastar en exceso e invalida los mecanismos de control. Vale la pena detenerse un momento en cada una de estas proposiciones.

Para empezar, ¿es demasiado grande el sector público español Si para medirlo manejamos, como se hace frecuentemente, el número de empleados públicos, no pa
Contra la tendencia dominante en el sector privado, nuestras organizaciones públicas tienden a internalizar el trámite y externalizar la inteligencia.rece del todo cierto. Nuestro sector público tiene un tamaño intermedio entre los países desarrollados: mayor, por ejemplo, que el de Alemania u Holanda, pero netamente menor que el de Italia o Francia. Las cosas son distintas si analizamos la dinámica subyacente. El número de empleados públicos se ha duplicado en los últimos 20 años. Entre 2006 y 2011, mientras muchos países (Alemania, Italia, Dinamarca) contenían o reducían sus plantillas, el sector público creaba en España 565.000 empleos (¡un 47% más!) En plena crisis, después de 2008, cuando el país ya destruía masivamente empleo, los tres niveles de la Administración crecieron en casi un cuarto de millón de puestos. El problema apunta, por tanto, a expansión descontrolada más que a tamaño, lo que no es baladí, puesto que la reducción forzada por el escenario fiscal no corregirá por sí misma las tendencias expansivas del sistema.

Gasto Público
Algo bastante parecido podemos decir del gasto público. A finales de 2010, el gasto agregado de las Administraciones públicas representaba en España el 45,6% del PIB, frente a un 50,3% en la UE27 y un 50,9% en la Eurozona. No puede decirse, por tanto, en términos comparados, que nos hallemos ante un volumen exagerado, especialmente cuando la recesión ha reducido el producto incrementando el peso del numerador. Ahora bien, el gasto público creció entre 2000 y 2010 un promedio anual del 1,5% por encima del PIB, lo que quiere decir que en la fase expansiva mantuvimos una pauta desordenada de crecimiento. En definitiva, pensando en el medio plazo, el problema no está tanto en la magnitud de lo que hoy gastamos como en las inercias malgastadoras del sistema. El verdadero desafío es revertir estas y mejorar la calidad del gasto, introduciendo incentivos a la eficiencia que optimicen el potencial de creación de valor de cada euro público invertido.

En cuanto a la tercera disfunción, una opinión muy extendida relaciona la crisis con la irracionalidad y descontrol creados por el traslado de poder de decisión a la periferia territorial (comunidades autónomas y Gobiernos locales) y funcional (entidades y empresas públicas) del sistema político-administrativo. También aquí parece imponerse la lógica reductora: de entidades locales, de concejales y asesores, de empresas públicas…  Sin duda, concentrar actividad es razonable en algunos casos, pero las operaciones de compactación no están abordando el análisis de lo importante: el grado de pertinencia, eficiencia y sostenibilidad de los servicios públicos afectados. Y a la hora de recentralizar, pensemos que algunas de las decisiones menos edificantes de gasto (radiales, aeropuertos, ciertos tramos de AVE, medios públicos) no se han adoptado desde el extrarradio, sino desde los núcleos centrales de las grandes Administraciones del país.

En síntesis, el diagnóstico del Gobierno sobre nuestro sector público parece mirar más la foto fija que la imagen en movimiento. Aunque la coyuntura obliga, qué duda cabe, a adoptar medidas de efecto inmediato, este tipo de análisis induce a paliar los síntomas más que a atacar las causas de la enfermedad. Abordar la transformación de la Administración como una reforma estructural -evitando el efecto bumerán- exigiría, en nuestra opinión, cuatro ejes principales de cambio.

Cambiar el modelo:
llevar el timón, no remar. Contra la tendencia dominante en el sector privado, nuestras organizaciones públicas tienden a internalizar el trámite y externalizar la inteligencia. El recurso al sector privado para la provisión de servicios públicos es menor que en otros países (2,5 veces menos que Holanda, un 75% menos que Reino Unido). En consecuencia, el peso de los sectores de cualificación media-baja sigue siendo muy importante en nuestras plantillas públicas. Sin embargo, necesitamos Administraciones que, más que hacer cosas, se ocupen de hacer que las cosas pasen. Las capacidades para liderar, articular, procesar información compleja, negociar, supervisar y comprar con inteligencia son cruciales en el estado contemporáneo. Este cambio obliga a diseñar Administraciones capaces de atraer y retener a profesionales altamente cualificados.

Invertir en management. El indicador combinado de efectividad del Banco Mundial sitúa a la Administración española en la cola de la UE, y muy por debajo del listón que correspondería a su nivel de renta. La debilidad de la gestión se debe, en buena parte, a que seguimos careciendo de un espacio de gerencia profesional protegido tanto de la burocratización funcionarial como de la colonización por los partidos. Pero quienes dirigen necesitan un marco de actuación más flexible que el actual. España puntúa muy por detrás de países como Suecia, Holanda o Alemania cuando se miden, por ejemplo, las atribuciones de los directivos públicos para gestionar sus equipos humanos. La ofensiva recentralizadora sobre las entidades públicas puede agravar esta debilidad.

Introducir una efectiva rendición de cuentas. El contrapeso imprescindible de la autonomía de gestión es una accountability de calidad. El sistema de control tradicional de nuestra Administración -en el cual permanece instalado el discurso del Gobiernose basa en las reglas formales y la regularidad de los procedimientos. Los estudios comparados muestran que la orientación a resultados de las decisiones presupuestarias es, en España, una de las más bajas de la UE. Y sin gestión por resultados no se incentiva la eficiencia, no se responsabiliza a los gestores, no se mejora la calidad del gasto y no se abre paso a mecanismos de transparencia y control social centrados en lo que verdaderamente cuenta.

Flexibilizar el empleo público. El índice compuesto de apertura de los sistemas de empleo público de la OCDE, que evalúa el grado de flexibilidad de sus políticas de gestión del capital humano, nos sitúa en la cola de los países europeos. Igual sucede al medir las políticas de evaluación del desempeño. Aquí, las reformas debieran, por una parte, acabar con la uniformidad: las reglas que protegen la imparcialidad de los jueces o los inspectores de Hacienda no son las mismas que garantizan la eficacia de los médicos, investigadores, urbanistas u orientadores laborales. Por otra, sería necesario introducir prácticas avanzadas de gestión de recursos humanos, desembarazándose de muchas rutinas burocráticas. Por último, debería afrontarse con seriedad una hipersindicalización que ha introducido, en las dos últimas décadas, notorios elementos de rigidez en la gestión de las personas.

Diseño institucional, innovación normativa, introducción de incentivos y desarrollo de capacidades; tales son los ingredientes para una estrategia de reforma que integre estas orientaciones. Limitarse a los recortes, la centralización, la simplificación de estructuras, el control ex ante, la penalización del déficit y el anatema a la ¿huida del derecho administrativo”, nos encamina a una Administración menor y más fiscalizada, pero, desde luego, no mejor. En el fondo, se parece a usar la manguera para reanimar al ahogado".