lunes, 16 de marzo de 2015

Meritocracia y competencia: una asignatura pendiente en las Administraciones Públicas españolas

"Para alcanzar puestos directivos importantes, aquellos que son sensibles para los políticos, hay otros criterios que se valoran bastante más que la experiencia profesional, el mérito, la competencia y la independencia"
 
Blog ¿Hay Derecho?. Elisa de la Nuez. A estas alturas es difícil que alguien niegue que una Administración Pública meritocrática, profesional e independiente es algo esencial para nuestro futuro como país. Los estudios realizados por el Instituto para la Calidad del Gobierno de la Universidad de Gotemburgo, dirigidos por el profesor Bo Rothstein, y donde trabaja el experto nacional Victor Lapuente, son suficientemente elocuentes cuando relacionan positivamente la meritocracia con la calidad del Gobierno y con la lucha contra la corrupción.
 
En definitiva, los datos nos dicen que sin una Administración meritocrática y neutral no es posible un buen gobierno y una democracia de calidad.
 
Es verdad que nuestros políticos, especialmente los del PP, suelen presumir de meritocracia (“el gobierno de los más preparados”) pero la realidad se empeña en llevarles la contraria. Demasiadas veces lo de “bien preparados” no es más que un eufemismo. Los hechos nos demuestran que los candidatos se eligen por razones de afinidad o de proximidad, más que de competencia y profesionalidad. Una vez elegido, lo que se trata es de adornar el cv lo más posible, aunque esto exija inventarse algún título o algún máster por el camino o plagiar alguna tesis doctoral. Claro que a  veces ni de esa forma hay manera de adecentar una trayectoria de “apparatchik” pura y dura –sobre todo si no se tiene alguna oposición- pero eso tampoco representa un gran problema. Así tenemos casos como los de Ana Mato o Leire Pajín, por poner un ejemplo de de cada partido, ascendidas al Ministerio de Sanidad por sus muchos servicios a la organización y cuyos méritos y competencia para ocupar el puesto eran sencillamente inexistentes. 
 
Bueno, dirán ustedes, pero estos puestos son al fin y al cabo de políticos y para políticos. Nadie pretende que un Ministro o un Consejero autonómico sepa nada de nada. Pues la verdad es que yo debo de ser un tanto especial, porque a mí me parece que para ocupar un cargo público hay que saber bastantes cosas, o por lo menos algunas tan básicas como hablar bien en público, tener capacidad de liderazgo, saber gestionar un equipo y elegir con criterio a los colaboradores directos. Tampoco me parece mucho exigir, ya puestos,  algún conocimiento previo del sector que les toque en suerte. Así quizás nos evitaríamos pasar vergüenza ajena cuando abren la boca en un acto público. Si hay que recompensar a alguien que carece de esas mínimas competencias por los servicios prestados a un partido político (o a su líder) mejor que no sea con un Ministerio, una Consejería o un cargo público importante ¿no les parece?.

Lealdad Vs competencia profesional
Pero es que lo que ocurre es que un cargo público de estas características, que no sabe donde se mete, tiende a rodearse de un equipo donde priman las consideraciones de lealtad sobre las de competencia profesional y mérito, entre otras cosas porque alguien que no ha hecho una carrera meritocrática en un sector determinado es muy difícil que sea capaz de identificar correctamente la competencia y el mérito. En este punto conviene recordar algo muy importante: los puestos directivos de la Administración se eligen todos por libre designación y sobre todo de libre cese. No estamos hablando de los famosos asesores que se pueden nombrar libremente entre amigos y familiares, que son cargos de confianza y que constituyen el “botín” a repartir por los partidos que ganan las elecciones por lo que resultan tan difíciles de limitar incluso en épocas de crisis. Nos estamos refiriendo a puestos de funcionarios, que también han empezado a convertirse estos últimos años en otro botín a repartir, eso sí entre los funcionarios afines.
 
En definitiva, estamos ante lo que la doctrina ha llamado “el dilema del techo de cristal del funcionario neutral”. El funcionario profesional, independiente y neutral tiene un problema cada vez mayor en las Administraciones españolas para llegar a los puestos más altos de su carrera profesional, porque son puestos de libre designación, y allí salvo honrosas excepciones se prefiere a “gente de confianza”. Estas personas de confianza pueden ser, además, personas muy capaces profesionalmente pero el problema es que no están ahí por ese motivo, ellos lo saben y sus jefes políticos también. En esas circunstancias no es fácil oponerse a las órdenes o incluso los deseos de los superiores, incluso aún cuando se trate de órganos de supervisión y control. Máxime cuando estamos hablando de los puestos mejor retribuidos y los que dan acceso a ventajas tales como viajes, dietas, charlas y en último término a la posibilidad de saltar en buenas condiciones a una empresa privada.  Porque la famosa “revolving door” solo funciona para los cargos públicos que tienen buenas relaciones políticas, no nos engañemos. Ninguna empresa regulada tiene interés en alguien muy competente pero que se ha peleado con el político de turno.
 
En definitiva, en la Administración española cada vez es más difícil tener una carrera profesional meritocrática, salvo en los escalones inferiores o para cubrir plazas no demasiado relevantes. Para alcanzar puestos directivos importantes, aquellos que son sensibles para los políticos, hay otros criterios que se valoran bastante más que la experiencia profesional, el mérito, la competencia y la independencia. Esto es un secreto a voces, pero conviene empezar a decirlo públicamente para que no nos engañemos demasiado cuando nuestros gobernantes nos hablen de mérito y capacidad. Y los que pagan este estado de cosas no son solo los funcionarios neutrales, son sobre todo los ciudadanos españoles. Porque una Administración politizada y desprofesionalizada equivale, pura y simplemente, a más corrupción y peor gobierno.

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