El fortalecimiento de las funciones de los HN "puede reforzar su posición institucional como una pieza necesaria de las políticas de integridad o de prevención y lucha contra la corrupción en el ámbito de la Administración Local"
Por Rafael Jiménez Asensio. La Mirada Institucional blog.- Introducción. COSITAL Andalucía ha celebrado los días 19 y 20 de octubre un Congreso sobre El futuro de la Habilitación Nacional. Por razones que se me escapan, pues no soy experto en ese ámbito tan singular de la función pública, fui invitado a exponer mi opinión sobre ese tema. Advertí, de entrada, que no iba a realizar un análisis del problema desde el punto de vista de régimen jurídico, pues todas las personas allí asistentes tenían un conocimiento mejor en esa materia de quien les hablaba. Tampoco podía centrarme en la incidencia de las tecnologías disruptivas en el futuro de la profesión (realmente, profesiones), dado que difícilmente sobre ese objeto podía aportar mucho más de lo que son consideraciones generales a tan importante reto.
Por consiguiente, mi única (relativa) fortaleza para encarar una reflexión de tales características, si es que alguna tenía aparte de la edad, podía ser intentar llevar a cabo un enfoque histórico-institucional que enmarcara cuáles son las líneas principales de los desafíos de futuro y su redefinición que se abren en relación con esa estructura funcionarial (escala de administración local), que hoy en día se conoce como habilitación nacional (HN), y que ha tenido determinadas denominaciones estructurales a lo largo de su historia: secretarios, contadores, depositarios (siglo XIX); cuerpos de secretarios, interventores y depositarios (1924); cuerpos nacionales con la misma o similar denominación (1935 y régimen político franquista); funcionarios de Administración local con habilitación de carácter nacional (1985: LBRL); funcionarios con habilitación de carácter estatal (2007); y, en fin, el retorno, a su adjetivo como nacional de tales funcionarios (2013). Dejemos de lado, ahora, los directores de bandas de música.
Pues bien, analizar correctamente los retos de futuro de tal estructura funcionarial implicaba, a mi juicio, adoptar, en primer lugar, un enfoque diacrónico del problema y, acto seguido, ensayar un ejercicio de prospectiva; si se me permite, saber primero de dónde vienen tales funciones y tales funcionarios, para analizar después dónde están (esto es, en qué momento se encuentra la HN) y, en fin, cuáles son –algo que se hará en una siguiente entrada- sus expectativas de futuro. Pero no conviene llamarse a engaño, lo que se enuncia genéricamente como HN es fruto –como toda la función pública- de la tormentosa historia político-institucional, particularmente en este caso del nivel de gobierno local, que hemos tenido en este país llamado España durante los siglos XIX, XX y, asimismo, en la parte que llevamos del s. XXI. Sin esta perspectiva, el problema se desenfoca hasta transformarlo en algo casi incomprensible.
La HN del pasado
La HN hunde sus raíces, en efecto, en el siglo XIX, cuando tras la constitución de los primeros ayuntamientos liberales se aborda la necesidad de que la Administración Local dispusiera de unas estructuras de apoyo funcionarial a la organización política local tanto desde la perspectiva de las funciones de secretaría como de las económico-financieras. La Constitución gaditana de 1812 ya se refiere a los secretarios de Ayuntamientos. Pero el fracasado proyecto de construcción del Estado Liberal en España durante ese siglo estuvo preñado de caciquismo y de manipulación política grosera de unos ayuntamientos y diputaciones que apenas consiguieron crear una función pública profesional e imparcial, menos aún estable. Inicialmente, los funcionarios que desempeñaban tales cargos eran electivos, más adelante la normativa exigió algunas aptitudes, pero lo más relevante es que podían ser cesados discrecionalmente cuando la mayoría del pleno así lo acordara (con mayorías variables, según los momentos y, en algunos casos, con el criterio de las diputaciones provinciales: Instrucción de 1823).
Una política oligárquica y caciquil, como acertadamente la describió Joaquín Costa (1901), no podía prescindir de echar sus tentáculos sobre el ámbito local de gobierno, también sobre sus estructuras funcionariales. Era su terreno natural o su propio cortijo. El secretario era, entonces, un peón destacado del cacique de turno, como así se atestigua en algunas novelas del período debidas a las plumas de Galdós o Valera, entre otros. Salvo en grandes Ayuntamientos y Diputaciones, la profesionalización de ese colectivo (a pesar de los intentos de las reformas de principios del siglo XX) apenas tuvo eco alguno. Los funcionarios locales estaban sujetos, sin excepción, a los humores y vendavales de la política más depredadora.
El golpe de Estado de Primo de Rivera de 1923 (del que se acaban de cumplir cien años), entre sus pretendidas excusas para justificarse, se apoyaba en la erradicación del caciquismo de la Restauración, que sin embargo sustituyó por otro clientelismo (militar-corporativo) de nuevo signo. Aun así, en su haber “legislativo” se cuenta el Estatuto Municipal y Provincial, de 1924 y 1925, respectivamente, a través de los cuales se crearon los cuerpos de secretarios e interventores (el de depositarios, función de hondas raíces históricas, hubo de esperar hasta el Gobierno Berenguer). La nota principal es que tales cuerpos se accedía a partir de entonces por medio de oposición, con exigencia de titulación, se acotaban unas funciones propias de esos mismos cuerpos, y se les otorgaba a sus miembros la ansiada condición de inamovilidad, hasta entonces preterida. Ciertamente, esa regulación supuso un gran avance, al margen de que se cumpliera relativamente por sus propios promotores, incluso se incumpliera de modo manifiesto en algunos casos.
La configuración de esos cuerpos como nacionales (en sentido literal) procede, no obstante, de la Ley municipal de la Segunda República de 1935, aprobada en pleno bienio de gobierno conservador, luego retomada esa denominación por intereses espurios centralizadores por el propio régimen franquista, quien aplicó en su primera época la selección negativa (Nieto) o las depuraciones de los funcionarios ajenos al régimen y, en un primer momento, llenó esas estructuras de funcionarios adictos por medio de las conocidas como oposiciones patrióticas o de la inserción en el escalafón de tales cuerpos de personal interino por vías automáticas o con complemento en la puntuación por interinidad (Reglamento de funcionarios locales de 1852). No era la primera vez ni sería la última. Sin embargo, gradualmente, las oposiciones fueron conformando unas estructuras funcionariales profesionales, aunque en un marco institucional de negación absoluta de la autonomía local. Paradojas que, en no pocos casos de la historia, también comparada, se producen.
Ni que decir tiene que esos orígenes pueden conducir a la apresurada conclusión de que tales cuerpos hunden sus raíces en presupuestos políticos dictatoriales. Pero, esa conclusión es, a todas luces, inapropiada. El problema no es la dicotomía entre la perspectiva liberal mal entendida de que tales cargos dependen de las mayorías políticas recurrentes (politización abierta) o de que son estructuras corporativas de base autoritaria (corporativismo cerrado). No es ese el dilema. La cuestión central es si esas estructuras funcionariales creadas cumplían o no las tres exigencias básicas de la institución tradicional de la función pública, esto es, que fueran: a) profesionales (acceso por mérito); b) imparciales (como garantía de neutralidad); y c) inamovibles (consecuencia de las anteriores). Y, en este caso, las cumplían.
El presente de la HN
La entrada en vigor de la Constitución de 1978 planteó abiertamente el problema del encaje de los cuerpos nacionales en la estructura del Estado. Algunas lecturas precipitadas citadas conducían a su supresión. Tras algunos dimes y diretes, la LBRL 1985 refundó esa estructura corporativa en lo que hoy se conoce como HN. El Estado se reservaba, en el marco de las bases, unas facultades normativas y ejecutivas con la finalidad, nunca expresada de modo preciso, de que el clientelismo político local (heredero directo del viejo caciquismo decimonónico) no volviera por sus fueros, y de salvaguardar, así, la legalidad en la actuación de las administraciones locales, tanto en su dimensión jurídica como económico-financiera, contable o de tesorería. Se optó, en suma, por mantener una institución de factura central en su origen (selección) y provisión, aunque con ejercicio orgánico-funcional local, y así no cuartear ese régimen jurídico local ni tampoco su ejecución, ante el más que previsible control político territorial de tales estructuras por los nuevos señores del poder como eran los partidos políticos, a través de sus “baronías” y de las formaciones políticas autárquicas asentadas en parte del territorio. Hubo, bien es cierto, tensiones políticas puntales con partidos nacionalistas; pero el modelo –con remedos, algunos incoherentes y otros frutos de los pactos políticos entre partidos gubernamentales y minorías nacionalistas requeridas para aprobar determinadas leyes-, se mantuvo hasta fechas recientes.
Es cierto que la evolución de la HN en la etapa constitucional del sistema de 1978, exigiría muchas precisiones que, por razones obvias de espacio aquí no pueden hacerse. Tras la LBRL se abrió la batalla finalmente perdida de la libre designación de la HN en algunas entidades, que cerró abruptamente la STC 235/2000 en su tono habitual de autocomplacencia con el poder de turno y vaciamiento del vigor del derecho fundamental recogido en el artículo 23.2 CE (cuya delgadez garantista es hoy en día más que una evidencia). Quienes la impugnaron entonces no se arredraron después en utilizar sus palancas, incluso recientemente. En todo caso, el consenso institucional entre las dos fuerzas políticas mayoritarias comenzó a quebrarse de modo manifiesto a principios del siglo XXI, tras el pacto local de 1999. Las necesidades políticas siempre obligan. Primero vino una reforma de la LBRL en 2003, que otorgó a la HN en los “municipios de gran población” la patente de directivos públicos locales. Luego, en 2007, llegó la aprobación del EBEP que, al no ser consensuada esta reforma de una institución capital en el Estado democrático como es la función pública por los dos partidos mayoritarios, requirió el recurrente apoyo parlamentario al Gobierno de turno por parte de las fuerzas nacionalistas, satisfaciendo de paso unas determinadas exigencias de aquellas: los FHN pasaron a ser FHE (habilitación estatal). No fue un cambio semántico, sino que implicó “descentralizar” la ejecución de determinadas facultades selectivas hasta entonces en manos exclusivas de la Administración del Estado a favor de las Comunidades Autónomas. El modelo, alambicado en su diseño y bastante torpe en su aplicación (por la debilidad de las capacidades administrativas de las CCAA), no dio los frutos requeridos, y la interinidad se disparó en aquellos años, también como consecuencia de la crisis fiscal y de las duras tasas de reposición de efectivos imperantes entonces.
En 2013, en este particular vaivén político con efectos legislativos directos, la polémica y antimunicipalista LRSAL volvió a un modelo de centralización de la gestión de esas estructuras corporativas y adoptó de nuevo la nomenclatura de HN. Esta Ley fue desarrollada por el Real Decreto 128/2018, de 16 de marzo, de régimen jurídico de la habilitación nacional, donde se amplía el foco de las funciones reservadas (particularmente de la Secretaría) y se refuerza el papel de la Intervención, en línea con lo establecido en la propia LRSAL; pero no hubo en este reglamento apenas concreción normativa de lo que debería ser la HN en un marco estratégico.
Y en ese punto nos encontramos ahora. Bien es cierto que con tres datos nada menores que afectan al futuro de esta HN. El primero de ellos son los manidos procesos de estabilización de interinos que, pese a las razonables dudas iniciales (Castillo Blanco), han extendido también su aplicación –avalados por una doctrina jurisprudencial de perfil plano- a la HN, abriendo de par en par la puerta al aplantillamiento de personas en puestos estratégicos clave de la Administración Local sin acreditar otros méritos que el “haber estado” (la antigüedad o el eufemismo de “los servicios prestados”: es este el caso de más de 600 plazas convocadas “por concurso» en el año 2022) o, en el mejor de los casos, unas pruebas blandas de acceso que solo pretenden que los interinos las superen para sumar, así, los puntos de la fase de concurso. La HN se fractura así entre funcionarios “de pata negra» surgidos de una oposición de verdad y los de “jamón salado» procedentes de la “estabilización». “Salado», por si no lo sabían, fue un alcalde cacique que Galdós recoge en su episodio nacional de Narváez, un “trucha de primera (…) Mejor alcalde para sí que para el pueblo que administra». No es necesario incidir que para secretario optaría, sin duda, por alguien fiel “a sus intereses», como han optado otros tantos alcaldes más recientes para secretarios interinos. En fin, dado el carácter endémico de la interinidad local, se ha abierto el peligroso precedente de que tales procesos de estabilización se extiendan en el tiempo (presiones para ello habrá múltiples) desfigurando en no pocos casos más aún (ya han quedado rotas) las notas de profesionalización e imparcialidad de parte de los miembros de ese colectivo. No se debe olvidar que la HN no es sino una estructura singular de la institución de función pública española que, en los últimos años, está sufriendo, a partir de una voraz política de populismo funcionarial, un proceso gradual e imparable de deconstrucción de sus elementos institucionales básicos, con la espuria finalidad de suprimir o reducir cualquier freno interno al poder de turno. Un regreso a los postulados clientelares de la Administración decimonónica, revestida de una pátina de modernidad falsa.
Una vez más, la necesidad del Gobierno de turno de atar los votos para la aprobación de la Ley de Presupuestos Generales del Estado para 2022, abrió de par en par la puerta al reconocimiento –por la siempre evanescente categoría de los derechos históricos forales recogidos en la disposición primera de la Constitución- de competencias ejecutivas directas a favor de las instituciones vascas competentes principalmente en materia de oferta de empleo público y selección, así como de formación, de ese colectivo. En verdad, ese reconocimiento parcialmente ya se había producido en la LBRL (disposición adicional segunda), pero solo en determinados ámbitos que entonces se amplían íntegramente al momento selectivo, vieja reivindicación del nacionalismo vasco. Sin duda, lo más discutible del procedimiento formal elegido, fue incorporar en una Ley de Presupuestos Generales del Estado una materia que, según la reiterada jurisprudencia constitucional sobre el contenido nuclear y eventual de tal categoría normativa, no podía formar parte de tal Ley. La solución “imaginativa” de incorporar esa reforma sustantiva de una Ley básica que no tiene conexión directa ni indirecta con la materia presupuestaria en una disposición final (y. no en una adicional), no deja de ser uno de tantos trucos formales en los que se ampara un legislador cada vez más chapucero y menos ortodoxo, para hacer política legislativa más centrada en lo primero (política) que en lo segundo (legislativa), pretiriendo conceptos básicos del Estado de Derecho que a nadie parecen importar, menos aún al ejercicio de un poder desnudo.
No hace falta ser muy incisivos para identificar que, abierta esa puerta “foral”, las reivindicaciones nacionalistas o autonomistas de cantonalización de la HN se pueden disparar en un futuro, exigiendo un trato similar que solo podrá hacerse mediante la modificación de la Constitución o de la LBRL, una vía esta última que no cabe descartar. La HN puede retornar así a tiempos pretéritos, y pasar a ser una habilitación autonómica muy presionada –salvo reglas básica muy estrictas- por el entorno político territorial inmediato, lo que puede debilitar sus notas centrales de profesionalización e imparcialidad. Es un riesgo que se corre, si no se articulan de forma acertada una nueva institucionalización, que ya parece dibujarse en el horizonte, al menos como hipótesis política.
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