“Es obvio que los países en que la sociedad es
más abierta, culta, responsable y tiene firmes valores cívicos de respeto a la
legalidad y a la igualdad, de honestidad y de solidaridad, suelen contar con
administraciones más eficientes que aquellos otros en que está socialmente
aceptada la endogamia localista o corporativa, se tolera ampliamente el
favoritismo y se disculpa la picaresca o en donde está extendida la pereza y el
conformismo como espíritu vital, o bien donde existe una profunda desigualdad
social y prima un individualismo a ultranza. De alguna manera, la
administración es el reflejo de la sociedad y a la larga tiende a evolucionar
en el mismo sentido que esta” (M. Sánchez Morón, p. 262).
“La calidad de la Administración importa tanto como
todos los factores propiamente políticos (…) Desde luego, ningún régimen
funcionaría bien sin administradores cualificados, pero el hecho de que a ello
se añada la lucha permanente de intereses, ideas, hombres y partidos aumenta
las deficiencias de la Administración”. (Raymond Aron, Democracia y Totalitarismo, Página
indómita, Barcelona, 2017, pp. 178-179)
Por Rafael Jiménez Asensio. blog La Mirada Institucional.- La comprensión del complejo y denso sistema
orgánico-institucional que se conoce como Administración Pública y las
entidades de su sector público, así como de las estructuras administrativas de
los órganos constitucionales y estatutarios o de las autoridades
independientes, no resulta sencilla para los profesionales no especializados en
el sector público y mucho menos aún para la ciudadanía en general. La mera
existencia en España de 18.797 entes del sector público ya nos advierte de la
dificultad del empeño.
Por ello hay que aplaudir el enorme esfuerzo didáctico
que el profesor Miguel Sánchez Morón ha llevado a cabo en la reciente obra que
ahora se reseña. No en vano analiza una realidad tan poliédrica como el “sector
público” (o, en sentido lato, “las administraciones públicas”) con una destreza
y claridad que siempre son de agradecer.
Lo que aquí sigue es un breve comentario de este libro
que apareció en el mercado editorial poco antes del verano. Pero también es una
invitación a la lectura de este importante trabajo que cubre un vacío en la
bibliografía del sector público, pues el autor lleva a cabo la ejecución de un
libro singular. Se trata de un ensayo técnico con un lenguaje accesible al público
no especializado. Esa finalidad se expresa en el prólogo y la cumple
sobradamente en el contenido. Un trabajo, además, bien escrito, ordenado, con
buena sistematización y no exento de un amplio fondo bibliográfico y documental
que le sirve de apoyo.
EBEP. La obra de Sánchez Morón se nutre además de su larga
experiencia como profesor y especialista atento al devenir de las instituciones
públicas tanto en su dimensión jurídico pública como en su faceta de
organizaciones y de estructuras de personal. Su bibliografía anterior sobre
estas cuestiones es sencillamente inmensa y de calidad contrastada. Además,
lideró en su día la denominada “Comisión Sánchez Morón” (2005) que alumbró un
Informe que dio pie ulteriormente a la aprobación del Estatuto Básico del Empleado
Público (2007). Todo este amplio recorrido profesional, también como Abogado de
Derecho Público, se despliega en los distintos pasajes de este libro. Y, sin
duda, enriquece su contenido hasta convertirlo en una obra de madurez e
imprescindible, como después diré.
Pero este libro tiene también otros atributos que
conviene resaltar debidamente. El primero de ellos es la aportación de
innumerables datos cuantitativos que facilitan la inteligencia exacta del
problema y de su correcto alcance, que se analiza en cada caso. El segundo es
que no se trata de un libro descriptivo (algo que sería enormemente aburrido y
añadiría poco valor a los Manuales u obras actualmente existentes sobre esta
materia), sino que junto al análisis de cada nivel de gobierno y de administración
pública, así como del resto de las entidades que componen el sector público, se
añade una innegable carga crítica que pone de relieve las fortalezas y
debilidades que cada entidad pública ofrece. Dicho en términos más llanos, el
autor “se moja” y emite opinión fundada, que en unos casos (los menos) es
complaciente con la institución que estudia, pero que en otros muchos incorpora
una prudente y motivada carga crítica, que siempre conviene tener presente para
saber realmente cuál es el estado actual de esas organizaciones públicas. Y, el
tercer atributo, radica en que esas posiciones críticas abren –o cual siempre
es de agradecer- un espacio a la deliberación y, por tanto, también al
contraste de opiniones, de tal modo que unas veces se podrá estar de acuerdo
con las tesis expuestas y en algunas otras discrepar de su contenido. Algo que,
en cualquier caso, no puede llevarse a cabo –al menos con la intensidad
requerida- en el estrecho margen de espacio que una reseña bibliográfica
permite.
El libro está muy bien estructurado. El capítulo I
contiene lo que el autor denomina como “Una visión de conjunto”. En mi modesta
opinión, es probablemente el mejor capítulo del libro y también el más difícil
(aunque el último no está tampoco exento de dificultad). Aparecen en esas
primeras páginas algunos de los problemas que luego serán desarrollados al
tratar los diferentes niveles de gobierno (Estado, Comunidades Autónomas y
entidades locales), así como el resto de entidades del sector público. Por ejemplo,
la configuración de la administración como “organización estable
profesionalizada, que ha de aplicar la línea política que en cada momento fije
el gobierno elegido, pero eso sí, respetando estrictamente la ley, con eficacia
y de manera imparcial o neutral, sin discriminaciones ni preferencias
personales o favoritismo”. En esta frase está condensada la esencia de la
Administración Pública como Administración impersonal y sujeta al principio de
legalidad, pero como estructura que requiere legitimarse a través de la
eficiencia.
Y es en este punto donde las debilidades tradicionales
de nuestra Administración Pública hacen acto de presencia. La confusión entre
gobierno y administración, la penetración política en las estructuras
administrativas, así como la existencia de un denso y prolijo sistema de
controles formales, pero que no funcionan en la práctica, arruinan en gran
parte la homologación del sistema administrativo español al existente en otras
democracias avanzadas. Como bien expone Sánchez Morón, “la separación entre el
nivel político y el administrativo no es del todo clara ni está suficientemente
garantizada”, aunque su tesis es que ello se produce sobre todo en el nivel
autonómico y local de gobierno, no tanto en el del Estado. Un juicio bastante complaciente
con la Administración del Estado que se reitera a lo largo de las páginas del
libro, pero que se debería matizar convenientemente.
Las estructuras de personal del sector público son
analizadas con excelente criterio, propio de un especialista consagrado en esa
materia. Sobresale la presencia relativamente baja del porcentaje de empleados
públicos sobre el empleo asalariado total (que en España fluctúa entre el 16 y
17 por ciento), pero más sorprende (sobre todo a aquellos que no conozcan bien el
sector público) el siguiente dato: “La masa salarial del empleo público es, sin
embargo, porcentualmente superior y alcanza cerca del 23 por 100, ya que en
nuestro país la media de los salarios es más alta en el sector público que en
el privado”. Las razones son varias, entre ellas la mayor cualificación del
empleo público en algunos sectores (por ejemplo, educación y sanidad), “pero
también porque la mayoría de las empresas privadas pagan menos por funciones o
trabajos equivalentes, salvo en el estrato directivo”.
Pero el autor no detiene su análisis en el dato
empírico, sino que relata lo que es una realidad a veces no tan amable como se
la pinta: “en muchas oficinas y establecimientos públicos (…) es frecuente
encontrar empleados total o parcialmente ociosos. Y eso que los horarios de
trabajo en las administraciones públicas suelen ser más reducidos y el número
de días de permiso y vacaciones superiores a los de la empresa privada”. Está
aún por hacer un estudio exhaustivo que compare las condiciones de trabajo y
retributivas entre el sector público y privado. Me temo que los resultados
serían escalofriantes. Se vive mejor en la ignorancia y sumergido en los
tópicos de siempre.
Descentralización. El foco sobre la descentralización de la Administración
Pública tampoco resulta muy amable. Tenemos una Administración Pública
fuertemente descentralizada, pero en verdad muy fragmentada (como ya denunció
la propia OCDE) y con frágiles sistemas de articulación o integración, pues
“para que las relaciones entre gobiernos y administraciones funcionen
adecuadamente se precisa ese lubricante que los alemanes denominan la ‘lealtad
federal’”, un producto que al parecer no existe por estas tierras.
Pero si algo hay importante en el (mal) funcionamiento
de las Administraciones Públicas es “el problema por el que el régimen de
control no funciona adecuadamente”. Y el diagnóstico está muy claro, aunque las
medidas de corrección nunca se apliquen: a) “el nombramiento de buena parte de
los controladores depende de la voluntar de los controlados” (o dicho de otra
manera: los partidos políticos sin excepción “se han preocupado y mucho de
nombrar para ejercer los controles a personas de su confianza siempre que fuera
posible, pactando un reparto de los cargos por cuotas en caso necesario”).
La obra analiza pormenorizadamente los tres niveles
territoriales de administración pública (Estado, CCAA y gobiernos locales). El
relato histórico de formación de la Administración General del Estado está muy
bien hecho. En pocas páginas sintetiza las ideas-fuerza de una compleja
evolución. Pues no cabe olvidar que las Administraciones Públicas, en cuanto
instituciones, son hijas del proceso de evolución histórica de cada sociedad. Y
gran parte de las patologías actualmente existentes encuentran su explicación
en ese hilo histórico. La Administración General del Estado “ya no es una
administración prestadora de servicios públicos”, su dimensión se ha venido encogiendo
paulatinamente hasta estar (casi) ausente en el territorio. Sus efectivos
también. Los cuerpos de élite juegan un rol central en la Administración
General del Estado, pero también en la política y en la dirección pública. Es
una Administración altamente “corporativizada”, que junto con la politización y
la sindicalización conforman la tríada de patologías más fuertes, sobre todo
que condicionan fuertemente si se quiere reformar algo. Aunque el peso del
personal instrumental sigue siendo importante. Destaca, así, “el elevado número
de funcionarios del subgrupo C1 o nivel administrativo, que supone casi el 40
por ciento de los efectivos. Porcentaje un tanto llamativo en una
administración que no es prestadora de servicios”. Una gran paradoja. Como también
paradójico es que a las puertas de la revolución tecnológica, la Administración
central siga apostando absurdamente por mantener esos elevados porcentajes de
puestos de trabajo de tramitación que está llamados a desaparecer en pocos
años. La Administración del Estado es, según el autor, “la más profesionalizada
entre las administraciones españolas” (lo cual no es decir mucho), pero más
discutible es la afirmación de que lo es no solo por la selección sino también
por “los criterios de designación de sus órganos directivos”. Sin embargo, en
este punto la diferencia entre los sistemas de alta dirección del Estado y de
las CCAA no son de esencia, sino de grado. En la Administración General del
Estado rige parcialmente el spoils system de circuito cerrado (Quermonne), en
las Administraciones autonómicas y locales el spoils system sin adjetivos.
Las Administraciones autonómicas son objeto de un
tratamiento específico en el capítulo III. Bien trabado su proceso de
construcción, la obra se adentra en definir qué hacen este tipo de
administraciones, pero los apartados más interesantes (y más logrados) son, sin
duda, los relativos al análisis de la organización administrativa y del denso y
extenso (en algunos casos) sector público autonómico. Así como del relativo al
empleo público. Muy interesante es la tesis según la cual “a mayor dispersión
de la organización administrativa, mayor facilidad para el clientelismo y mayor
riesgo de colusión entre intereses públicos y privados y oportunidades de
corrupción”. Así, como confirma este autor, “no es casual tampoco que esas
Comunidades Autónomas –Andalucía, Comunidad Valenciana, Cataluña- sean aquellas
en las que el mayor número de procedimientos judiciales por corrupción se han
abierto en los últimos años, según datos proporcionados por el Consejo General
del Poder Judicial”. Afirmaciones interesantes asimismo son aquellas en las que
el autor incide en el dato objetivo de que “las distintas administraciones
autonómicas han creado un sistema de función pública cerrado sobre sí mismo” o
que “la movilidad del personal entre unas y otras administraciones ha quedado,
pues, reducida al mínimo”. Ese cuarteamiento de las Administraciones Públicas
ha generado otro efecto disfuncional de enorme magnitud y de difícil o
imposible reparación: “la influencia que en ellas tienen las organizaciones
sindicales de los empleados públicos, bastante superior a la que tienen en la
Administración del Estado”. El autor realiza en esas páginas (126-131) una
censura impecable de la forma de actuar del sindicalismo en el sector público,
que ha terminado por transformarse en parte del problema y no en la solución.
Estas son sus palabras: “Los sindicatos presumen que el presupuesto público lo
aguanta todo”. Merece la pena leer esas páginas. Asimismo, Sánchez Morón
detecta, junto al mal de la fuerte (e injustificada) presencia sindical en la
toma de decisiones, el alto grado de politización de las estructuras directivas
autonómicas. La Administración Educativa y la Sanitaria, ambas muy preñadas por
el doble influjo politización/sindicalización son objeto de análisis en esas
páginas. La debilidad de los sistemas de reclutamiento y oposición marcan un
empleo público con frágil presencia de la profesionalización o del mérito y muy
pegado a las pruebas selectivas de aplantillar de interinos, que solo se salvan
en el sector sanitario de facultativos especialistas por la existencia del MIR.
No en el resto.
Las administraciones locales se tratan en el capítulo
IV. Probablemente es el objeto más difícil del libro, por su enorme variedad y
por la dificultad intrínseca de reconducirlo a una unidad. Una vez más el
tratamiento histórico y la fragmentación municipal están bien construidos. El
autor es muy crítico con el mundo local, donde la política devora a la administración
y deja a esta sin espacio efectivo. Pero la realidad local, como decía, es muy
compleja. Por tanto, ello es así en buena parte de los casos, pero no siempre.
También en el mundo local se están llevando a cabo innovaciones públicas
importantes que se adelantan incluso a otros niveles de gobierno. Es cierto que
el empleo público local es muy débil como institución, algo que en su día
estudió atentamente Javier Cuenca. El autor defiende matizadamente el papel que
llevan a cabo los 5.283 funcionarios con habilitación de carácter nacional,
como medio de control de la legalidad en el ámbito local. Pero el resto del
empleo público local no sale muy bien parado de su análisis. La presencia
sindical es, en algunos supuestos, condicionante (el autor habla de “nutrida e
influyente”). Y la imagen que, por tanto, se destila en el libro del empleo
público local es mala, lo cual no le falta razón en buena parte de los casos,
pero no en todos. Sucede, al igual que en las Comunidades Autónomas, que la
realidad institucional está ofreciendo ya soluciones muy distintas según los
territorios. Hay, en efecto, CCAA con débil profesionalización (muy capturadas
por el clientelismo político y sindical) y otras con mejores estándares y más
profesionalizadas. Lo mismo sucede con las entidades locales. No es fácil
generalizar. Muy crítico se muestra el autor –en línea con otros escritos suyos
anteriores- con el escalón provincial, hasta el punto de abogar por la
supresión (matizada) de las Diputaciones. Pero en este punto cabe discrepar
cuando defiende que las funciones de asistencia técnica y financiera “pueden
prestarse perfectamente por las Comunidades Autónomas”, pues de ser así la
competencia “local” saltaría de nivel de gobierno rompiendo el principio de
subsidiariedad. Una cosa es que se defienda el carácter inservible de las
Diputaciones provinciales actuales, así como en su caso su sustitución por otra
fórmula institucional alternativa, y otra muy distinta es que la asistencia
técnica o financiera para el correcto ejercicio de las competencias municipales
que no pueden ser prestadas eficazmente por los gobiernos locales se trasladen
a otro nivel de gobierno como es el autonómico, cuya insensibilidad por la
autonomía local está hoy en día fuera de cualquier duda. No es precisamente
buen ejemplo lo que está sucediendo en las CCAA uniprovinciales.
Y, en fin, el capítulo V trata de las entidades del
sector público, enunciado que agrupa genéricamente a todas las soluciones
institucionales y organizativas de que se dotan las Administraciones Públicas u
otras entidades del sector público. Un capítulo muy bien documentado, de
lectura necesaria para comprender el jeroglífico en el que se ha convertido el
sector público español en cuanto a entidades y regímenes jurídicos que lo
conforman. La Ley se ha mostrado absolutamente impotente de poner orden en tal
desconcierto, aunque se advierte una tendencia al retorno del Derecho
Administrativo y un (relativo) abandono del Derecho Privado como fórmula de
adscripción. Pero esa era una tendencia marcada por el anterior gobierno y cabe
dudar que tenga continuidad. Muy interesante y crítico el apartado de las
Universidades Públicas. No de menor interés el de las autoridades
“independientes”, capturadas normalmente por intereses políticos o empresariales.
Y muy relevante, entre otros, el tratamiento que se lleva a cabo de las
sociedades mercantiles. La multiplicación abusiva de este tipo de entidades del
sector público desvela la fuerte presencia del clientelismo político en España
que se vuelca sobre el personal directivo y sobre los empleados de tales
entidades (con métodos de selección marcados muchas veces por el favor y la
influencia), lo que debería exigir frontalmente un replanteamiento de ese tipo
de empresas públicas, donde se han incrementado las exigencias de control, pero
que aún mantienen algunos espacios donde la discrecionalidad puede
transformarse fácilmente en arbitrariedad, cuando no en pura corrupción o malas
prácticas.
En síntesis, la organización administrativa española no
se diferencia formalmente de la existente en otros países comparados, aunque
ofrece algunos rasgos propios como son la acusada fragmentación, dispone por lo
común de elementos de profesionalización innegables, aunque la fuerte presencia
de los partidos políticos en la alta administración (con una penetración
desconocida en cualquier otra democracia avanzada) y la colonización extensiva
de los sindicatos del sector públicos (que son fuerte y justamente criticados
por el autor) generan que el modelo funcione con elevadas patologías, esto es,
de forma muy imperfecta y con bajos niveles de eficiencia. El autor deja caer
estos temas, si bien con un tono no exento de prudencia, pero tampoco de
contundencia cuando esta es necesaria.
El profesor Sánchez Morón es Catedrático de Derecho
Administrativo, pero también ha hecho en este libro una clara incursión por la
sociología de la Administración Pública, tan olvidada en España tras la
jubilación del insigne sociólogo Miguel Beltrán. En ese sentido, está en la
naturaleza de las cosas, como atentamente estudiaron respectivamente Weber y
Aron, que todos los partidos políticos se esfuerzan en permeabilizar la
Administración Pública “introduciendo en ella a sus ‘hombres’”. Las
instituciones no obstante se deberían regir por normas constitucionales y
legales (“el hilo de seda”, del que hablara Aron) que actúen como límites ante
la desmedida ambición humana de nombrar siempre a los amigos y
correligionarios. Pero también es cierto que, como reconoció ese último autor
citado (Raymond Aron), las administraciones cumplen funciones similares en
todas las sociedades contemporáneas. Así, “la burocracia, dentro de los
regímenes constitucional-pluralistas, debe responder a tres exigencias: ser eficaz,
ser neutral, de forma que no se vea arrastrada por la lucha de partidos y,
finalmente lograr que los ciudadanos la vean no como una enemiga, sino, por así
decirlo, como su intérprete o su representante” (Democracia y totalitarismo,
cit., pp. 128-129). Ese apoyo ciudadano a la función pública es clave. Si la
ciudadanía observa a los funcionarios como privilegiados y no como servidores
públicos, la batalla estará perdida. La burocracia sirve al gobierno, pero
sobre todo a los ciudadanos. Pues al fin y a la postre es también un factor de
legitimidad del régimen constitucional.
Las Administraciones españolas es un libro, por tanto,
de lectura obligada para todos aquellos que se dediquen a lo público
(políticos, directivos y empleados públicos), pero también para la ciudadanía
en general. Lectura necesaria asimismo para todos aquellos estudiantes
universitarios, especialmente de ciencias sociales (Ciencias Políticas,
Derecho, Economía, Administración y Dirección de Empresas, Sociología, Ciencias
de la Información, etc.) que quieran comprender algo de la realidad
institucional que les circunda. Lo mismo cabe decir para los profesionales o
incluso los profesores universitarios que tienen relación, mediata o inmediata,
con el sector público. Ahora que tan poco se lee, especialmente en el ámbito de
la política o en los estudios universitarios, una obra de estas características
debería ser recomendada en todos los programas universitarios que trataran el
sector público y asimismo en los cursos de formación que se imparten en las
Administraciones Públicas. Mejoraría, sin duda, el conocimiento de lo público y
también se reforzarían los mensajes de reforma de la Administración Pública,
algo de lo que siempre se habla mucho y nunca se hace nada.
Reforma de las AA.PP. El epílogo del libro va dedicado a la necesaria reforma
de las Administraciones Públicas, que hoy en día no está en la agenda (real) de
ningún nivel de gobierno, simplemente porque la política la ignora. Antes del
verano se habló por parte del Gobierno de crear una Comisión de Reforma de la
Administración de la que nada se ha vuelto a hablar. Y en este punto no puedo
por menor que traer a colación otra “lectura cruzada” (como la que he estado
haciendo con el libro de Aron), en este caso de Francis Bacon. Decía este autor
algo enormemente inteligente sobre la reforma o lo que él denominaba como las
innovaciones (De la sabiduría egoísta, Taurus, 2012, p. 49): “Seguramente, el
que no quiera aplicar remedios nuevos tenga que esperar nuevos males, pues el
tiempo es el mayor innovador; y, por supuesto, si el tiempo altera las cosas
para empeorarlas y la sabiduría y la prudencia no las alteran para mejorarlas,
¿cuál será el final?” Responda el lector.