Por Carles Ramió- esPúblico.com- La mayoría de los ciudadanos contemporáneos sentimos que estamos en una encrucijada, en unos momentos de cambio de paradigma a todos los niveles: climático, medioambiental, de salud pública, tecnológico, económico, social y político. Vivimos en la más absoluta de las incertidumbres, entre miedosos y expectantes. Desde la segunda guerra mundial del siglo pasado la mayoría de las sociedades avanzadas se acomodaron a un contexto de crecimiento incremental del bienestar en todas sus dimensiones. Con el inicio del actual siglo esta sensación se fue evaporado y se ha extendido socialmente la convicción de que todo va a peor y que los grandes anclajes económicos, sociales e institucionales están en decadencia. Algunos filósofos y economistas afirman que la combinación de democracias débiles, capitalismo desnortado e inteligencia artificial son una mezcla peligrosa. Tienen toda la razón, aunque olvidan que en esta fórmula también están presentes y son muy relevantes las instituciones. Si a esta situación de incertidumbre e incluso de zozobra añadimos instituciones públicas cada vez más débiles y con peor calidad cerramos un círculo infernal del que es muy difícil escapar.
Las instituciones públicas son cada vez más débiles por la anemia de los sistemas democráticos que no logran asegurar el bienestar a la ciudadanía y que coquetean con tendencias políticas demagógicas y con relatos perversos de carácter populista. Pero las instituciones públicas también son débiles por el agotamiento y falta de modernización de las administraciones públicas en la provisión de servicios y seguridad a los ciudadanos. Actualmente, la efectividad de la gestión pública está muy cuestionada socialmente. Lleva un tiempo que se ha estado gestando esta negativa sensación y la crisis de la Covid-19 supuso un punto de inflexión, quizás de no retorno, de esta decepción con la manera de operar de nuestras administraciones públicas. Una parte de la ciudadanía se siente abandonada por las administraciones y esta crispada y con actitudes beligerantes. Consideran, con razón o sin razón, que las administraciones públicas están caducas, que están ensimismadas y que carecen de las competencias y de la motivación para poder enfrentarse a los nuevos retos. La ciudadanía no puede evitar comparar, aunque no sea consistente, como funcionan y se renuevan empresas de referencia como Google, Amazon o Inditex con unas administraciones escleróticas y con tendencias autistas.
La literatura académica en gestión pública también está preocupada por la falta de sintonía entre un entorno complejo y turbulento y unas administraciones públicas diseñadas para gestionar básicamente la certidumbre. Unas administraciones públicas con unos diseños mecánicos que van a ser incapaces de absorber la complejidad socioeconómica y tecnológica del presente y del futuro.
Forma parte de la tradición administrativa que los gestores públicos se quejen de que para lograr sus objetivos tienen que enfrentarse a un muro burocrático casi impenetrable. Deben abandonar sus funciones como gestores para dedicar un precioso tiempo a combatir, con escaso éxito, contra estos obstáculos. Aunque a veces este argumento se utiliza como una impostura a modo de excusa es cierto que la gestión pública se encuentra lastrada por inercias y dinámicas obsoletas y socialmente incomprensibles. El muro impenetrable suele tener, en la mayoría de las ocasiones poco que ver con el modelo burocrático sino con comportamientos arraigados en una cultura feudal en la que predomina el celo por la defensa de obsoletas jurisdicciones administrativas y de los distintos y también anticuados roles profesionales. Las lógicas corporativas en su peor acepción del término están muy arraigadas, y entre unos y otros edificamos el odioso muro burocrático. Es una paradoja observar a un empleado público que se queja del muro burocrático y que, en paralelo, lo está reforzando con entusiasmo. El nuevo modelo organizativo propuesto tiene como objetivo derribar este muro o, al menos, hacerlo mucho más poroso y permeable.
En este ambiente de depresión social, administrativa y académica ha surgido tímidamente un nuevo paradigma denominado de gobernanza robusta que intenta dar respuesta a estos retos. Sus planteamientos de que los modelos de gestión pública agrupen dinámicas de estabilidad y, en especial, dinámicas de cambio y de transformación nos parecen acertados. Es ineludible introducir en la gestión pública tensores o motores de renovación, de transformación mediante el incremento de las capacidades de aprendizaje organizativo. El nuevo modelo de gobernanza robusta está todavía en un estadio seminal: sus bases teóricas son convincentes pero sus planteamientos normativos son todavía excesivamente genéricos e incluso confusos.
Los que nos dedicamos a la gestión pública siempre tenemos que colocar en el frontispicio de nuestra labor académica y profesional la sentencia “los que no poseen nada solo tienen a la Administración pública”. No podemos fallar a la sociedad y, en especial, a su parte más vulnerable. Por ejemplo, es inadmisible, en el caso de España, que el gobierno impulse unas determinadas políticas públicas para contribuir, según su criterio, al bienestar social y los ciudadanos destinatarios no puedan beneficiarse por el colapso de las administraciones públicas. Es lo que sucede ahora con los trámites para entrar en el programa del Mínimo de Ingreso Vital o con las gestiones para poder percibir la pensión de jubilación. Ahora son estos los servicios públicos candentes, pero antes lo fueron la tramitación de documentos de identidad, las ayudas a las empresas durante la pandemia, los certificados de familia numerosa, etc. y dentro de un tiempo serán otros los servicios en situación de vahído. En el caso que surja cualquier crisis imprevista el desmayo de los ámbitos administrativos afectados se puede considerar, lamentablemente, asegurado. Por estos y otros motivos es ahora más necesario que nunca repensar el modelo de organización y de gestión pública.
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