“Era una disertación breve y sencilla, a propósito para
esto que llaman público, que es como si dijéramos una reunión de muchos, de
cuya suma resulta un nadie” (Benito Pérez Galdós, El amigo Manso,
XVII).
¿Una reforma estructural?
Por Rafael Jiménez Asensio. La Mirada Institucional blog. Tras casi dieciséis años desde la aprobación del EBEP, el
proyecto de ley de función pública de la Administración del Estado se halla en
el Parlamento, para su deliberación y aprobación. Mucha prisa se deberán dar
sus señorías, si quieren que en esta legislatura declinante vea la luz. Pero,
si se pretende cumplir el compromiso incorporado como reforma en el Plan de
Recuperación, Transformación y Resiliencia, no quedará otra salida que optar
por una tramitación rápida. Más teniendo en cuenta que el próximo 1 de julio se
inaugura la Presidencia española de la Unión Europea. No sería nada edificante
cerrar ese período con un incumplimiento de una reforma estructural de tanta
importancia –al menos nominal- como la expuesta.
Sin embargo, la función pública de la Administración del
Estado que se regula en ese proyecto de ley (excluidos colectivos tales como
Fuerzas Armadas, FCSE y Administración de Justicia), es proporcionalmente
insignificante sobre el total del empleo público español en su conjunto; pues
tan solo alcanza al 8,34 %; esto es, poco más de 225.000 empleados públicos;
frente a los casi 1.500.000 que dependen de las Comunidades Autónomas (bien es
cierto que aquí entran los sectores de educación y sanidad, que por sus
cometidos asistenciales o de provisión de servicios directos son intensivos en
necesidades de personal). Lo que sea la función pública del Estado (no del
poder central) en España, ya hace tiempo que no se identifica con la
Administración (central) del Estado. El cuarteado subsistema de personal del
sector púbico español tiene otras variables definitorias que aquí no pueden ser
expuestas. Se objetará a lo anterior que, siendo función pública del sector
público estatal (en sentido estricto), el prestigio de la institución conlleva
una importancia cualitativa mayor, como espejo en el que se miran otras
Administraciones. Sin duda, ese puede ser su valor intangible. Pero poco más.
Además, la reforma estructural que se pretende es muy
relativa. Una reforma estructural sería modificar las bases normativas
aplicables a todo el sector público. Eso nadie se atreve a hacerlo; menos con
la actual correlación de fuerzas. Pero esta es una ley que se califica a sí
misma de desarrollo de la legislación básica del EBEP (aspecto discutible, pues
la legislación básica se dicta para las CCAA y no, en principio, para el propio
Estado, que podrá seguirla, como aquí se ha hecho, o introducir alguna
regulación específica que se apartara de lo básico). Como se ha dicho,
tal marco regulatorio estatal podría actuar como efecto dominó sobre el resto
de administraciones territoriales (especialmente, las autonómicas) que
concentran lo que ya puede denominarse como un empleo público cantonal,
configurado por compartimentos estanco sin comunicación entre sí y cuyo único
hilo conductor es una cada vez más delgada normativa básica, además con un
fuerte contenido dispositivo y un alto carácter de reinos de taifas donde, en
la práctica, un territorializado sindicalismo del sector público impone, por
los hechos, su propia ley corporativo-sindical. La función pública en España no
existe; hay únicamente tantas funciones públicas como niveles de gobierno con
facultades legislativas de conformar estructuras de personal propias.
Aun así, el que la Administración del Estado apruebe, por
fin, una Ley de función pública que cierre de una vez por todas una situación
–como dice acertadamente la Memoria del Anteproyecto- de transitoriedad
permanente, es una buena noticia para el empleo público estatal, y sobre todo
para la seguridad jurídica, pues se da carpetazo al “complejo sistema de
vigencias y aplicaciones transitorias”. En efecto, esa transitoriedad
permanente había sido implantada por el EBEP, diferida hasta que, por parte de
los diferentes niveles institucionales de gobierno, tanto estatal como
autonómicos, se aprobaran sus respectivos marcos jurídicos de concreción
normativa de los importantes nudos críticos que aún restaban vigentes
temporalmente. La plena efectividad de los principios y reglas del EBEP hubiese
requerido que en el plazo de dos/tres años se hubiesen aprobado tanto la Ley
estatal como las autonómicas. Nada de eso fue así, como sabemos. Tan solo se
han aprobado unas pocas leyes autonómicas. Todas con un formato muy clásico y
sin apenas innovaciones de relieve (hay alguna puntual diferencia), interpretando
a su manera las previsiones dispositivas del EBEP. Un continuismo revestido de
aparentes reformas que a ningún sitio conduce. La profunda crisis financiera
que se abrió a partir de 2008 congeló, incomprensiblemente, una reforma del
empleo público que una visión siempre estrecha equiparaba con más gasto público
y no con más efectividad. A partir de entonces, si no lo estaba ya, la función
pública (hoy, el empleo público) se transformó en una institución cada vez más
endogámica y de defensa a ultranza de sus intereses corporativos, en la que la
idea de servicio a la ciudadanía languidece día a día inexorablemente. Las
actuales leyes de función pública no miran «ad extra» (a la ciudadanía y la
sociedad), sino «ad intra» (a su propia organización y empleados). Son
testimonio de un modelo ensimismado y agotado. La función pública es una
institución al servicio del Estado democrático y de la Gobernanza Pública y,
por tanto, de la propia ciudadanía. Si no es esto, no es nada. Y resulta
inservible.
En ese contexto irrumpe, con tardanza evidente, este
Proyecto de Ley. Sin grandes alharacas. En efecto, si bien es cierto que esta
reforma ofrece un marco de seguridad jurídica mucho más estable, no lo es tanto
que tal proyecto contenga –como se defiende tanto en la Memoria como en el
preámbulo- elementos de innovación o de renovación estructural de la función
pública, más allá de algunos puntuales destellos que se habrán de comentar en
su momento. Importantes, sin duda, pero destellos.
Breve radiografía de la función pública de la Administración
del Estado
Pero antes de exponer los objetivos de la futura Ley y,
asimismo, los elementos más destacados de la regulación que se propone,
conviene saber qué función pública tiene en estos momentos la
Administración del Estado (AE, en lo sucesivo); esto es, sobre qué base
personal, profesional y social, se despliega ese conjunto humano y, sobre todo,
organizativo, de la AE.
Según se ha visto, tras las exclusiones indicadas, el número
de servidores públicos de la AE es cuantitativamente reducido. Y este personal
presta servicios en los servicios centrales y periféricos de los Ministerios,
pero también en entidades del sector público. Sus tareas, por tanto, son
esencialmente burocráticas (Administración General), pero no solo. En verdad,
una AE en un contexto constitucional con tan fuerte descentralización
territorial (especialmente, autonómica), debería poner su foco funcional en
tareas estratégicas, de concepción y coordinación, más que en las propiamente
de trámite. Sin embargo, llama la atención que casi el 60 por ciento del
personal de la AE siga perteneciendo a los subgrupos de clasificación C1 y C2,
mientras que los subgrupos A1 y A2 son algo más del 38 por ciento. Hay, por
tanto, un grado medio de tecnificación de la plantilla; pero a todas luces
insuficiente en un contexto de Administración cuyas tareas ejecutivas, salvo
excepciones puntuales, han sido transferidas a las Comunidades Autónomas. El
elevado riesgo de obsolescencia funcional de tales puestos de trabajo instrumentales
es obvio, más aún en plena revolución tecnológica. No obstante, la buena
noticia es que, por lo que respecta al envejecimiento de la plantilla (en torno
a los 52 años de media), las plantillas más envejecidas son las de los
subgrupos C1 y C2, lo que podrá permitir una redefinición funcional de tales
puestos e, incluso, su transformación en plazas más tecnificadas. Una ventana
de oportunidad, sin duda. Veremos si se sabe aprovechar.
Llama la atención, en todo caso, que tan solo el 3,42 % de
los empleados públicos tenga menos de 30 años, mientras que los mayores de 50
años representan en torno al 65 % del total. Los datos lo dicen todo. El relevo
generacional de la Administración del Estado es un reto de magnitudes
estratosféricas, si bien no menor que el existente en otras Administraciones
territoriales. La AGE algo ha hecho, pero insuficiente; el resto de
administraciones territoriales más bien nada. En efecto, qué poco se está
haciendo para diseñar ordenadamente una estrategia y una hoja de ruta que haga
frente al problema del vaciamiento intensivo del capital humano de las
organizaciones públicas como consecuencia de la jubilación del personal. Hay
mucho de retórica vacua y pocas (o ninguna) medida efectiva alrededor del
manido relevo generacional. Como siempre, la contingencia impera. Y
los problemas terminan reventando en las manos del último responsable político
o gestor, pues antes nadie previó los letales impactos que, con un mínimo
análisis estadístico y prospectivo, así como con una adecuada hoja de ruta, se
podían perfectamente diagnosticar y, en su caso, haber encauzado.
La tecnificación es elevada, sin embargo, en las Agencias;
lo que puede tener sentido si tales entidades son finalmente las que diseñan
las políticas, las coordinan y, en su caso, supervisan su ejecución. Más
llamativo es que los núcleos de decisión de las políticas gubernamentales, como
son los Ministerios, dispongan, por el contrario, de una tecnificación más
baja. En cualquier caso, no se puede generalizar, pues la AE está conformada
ahora por veintidós ministerios, aunque bajo tales estructuras se acojan
realidades que nada tienen que ver entre sí. En cuanto a la extracción del
personal por género, la AE dispone hoy en día de más personas varones (50,6 %)
que mujeres (49,4 %); pero en el ámbito ministerial y en lo que afecta a la
función pública, los términos se invierten. La presencia de la mujer es mucho
menos intensa en el sector público institucional y en el personal laboral. El
valor añadido del empleo público de la AE, es su baja temporalidad (3 %),
frente a más del 30 % de las administraciones territoriales. No es un dato
menor. Al menos, la gestión selectiva funciona.
Menos sabemos de la procedencia territorial del personal de
la AE, aunque sí conocemos que la concentración de las estructuras
ministeriales y los mayores centros de decisión y ejecución están en Madrid. La
presencia territorial de la AE es desigual y menguante; se mantiene en algunos
ámbitos, pero en otros muchos es testimonial. El tema no es menor, puesto que
el sistema de acceso por oposición, y sobre todo el formato de tales pruebas
selectivas, así como de la formación ulterior, penaliza con fuerza (sobre todo
económicamente) a quien no es de Madrid o no reside en los aledaños. Nada
sabemos tampoco sobre la extracción de quienes acceden a la función pública del
Estado, al menos con datos exactos. Las intuiciones son muchas y también
algunas certezas. ¿Refleja la función pública de la AE la composición
territorial del propio Estado y de los diferentes grupos sociales y
lingüísticos de la sociedad? Parece obvio que no. Y como muestra un botón: la
asignación del primer destino en la AE sigue, por regla general, sin valorar la
lengua propia de una Comunidad Autónoma para prestar servicios en la
Administración periférica. Tras cuarenta y cinco años de vigencia de la
Constitución es algo que sorprende, cuando menos.
Final: los (inciertos) impactos de una futura reforma
En fin, sobre ese universo tan limitado, en términos de lo
que es el empleo público en general, se proyecta esa reforma vendida a la Unión
Europea como estructural. Que, efectivamente, lo es; pero, para una franja muy
reducida del empleo público español. En cualquier caso, conviene detenerse en
el análisis del Proyecto de Ley, pues ciertamente contiene elementos de interés
que, de concretarse normativamente, pueden servir de palanca para que, en otros
ámbitos territoriales, la función pública (o el empleo público, como ahora se
le llama a esta institución) camine (aunque sea tibiamente) hacia una profesionalización
mayor, que buena falta le hace. En esto, hay que reconocerlo, la Administración
del Estado tiene mayores cotas de profesionalización que las Administraciones
territoriales (lo cual tampoco es decir mucho, dado los débiles estándares de profesionalización
media de las administraciones territoriales), al menos en sus cuerpos de élite
(A1), aunque hay nubes que amenazan tormenta. La extracción social de esos
miembros de los cuerpos de élite y la conformación de unos procesos selectivos
que requieren revisarse en una parte importante de su trazado, que son las
grandes debilidades del modelo, están sirviendo de punta de lanza para promover
medidas que pueden aún erosionar más si cabe la ya de por sí frágil institución
de función pública. La batalla continuará. Está claro que no sabemos buscar
puntos de encuentro ni el manido justo medio. De un corporativismo acusado
pasamos sin solución de continuidad a un populismo funcionarial falsamente
igualitario, sin saber percibir la necesidad del conocimiento profesional y los
valores de integridad como presupuesto existencial de la institución, ni
tampoco sabemos aplicar la inevitable gestión de la diferencia, siempre
olvidada interesadamente por estos pagos. Al menos este Proyecto de Ley, en sus
presupuestos finalistas, parece ir por esta vía. La clave, una vez más, será
cómo se aplique. Tal y como dijo un personaje de la obra de Balzac en La
Comedia Humana: propuestas de reformas tenemos muchas, el problema siempre está
en quién las ejecuta. Y ahí, siempre, el pulso tiembla. En fin, sin firmeza
ejecutiva, que no se advierte, el empleo público correrá el
serio riesgo de no ser de nadie, todo lo más de sí mismo. Con lo cual
habrá perdido para siempre su esencia. Camino lleva.