La universidad pública necesita una reconversión, no
entregarle más recursos para que siga repartiendo títulos inútiles
Revista de prensa. Por Benito Arruñada. The Objetive.- Los españoles valoramos lo
positivo de la libertad, pero nos cuesta entender que necesita el
contrapeso de la responsabilidad. Por eso sufrimos dificultades al diseñar
instituciones. Un defecto grave de la Transición reside en que mucha de su obra
padece ese desequilibrio y carece, por tanto, de mecanismos eficaces para
rendir cuentas.
Es el caso de las comunidades autónomas, dotadas de poderes
para legislar y gastar pero financiadas principalmente por el estado y, por
ello, con escaso interés en usar bien los recursos. Es también el caso,
agravado, de la universidad pública. La Constitución de 1978 la dotó de
«autonomía», pero la Ley de Reforma Universitaria (LRU) de 1983, promulgada por
el primer Gobierno de Felipe González, consagró ese reconocimiento
constitucional de muy mala manera.
Sobre todo, porque impuso en las universidades un
autogobierno colectivista, de modo que los órganos unipersonales, incluido el
Rector, se eligen desde entonces mediante sufragio de los profesores, los
estudiantes y el personal no docente. Pese a que el profesorado cuenta con
mayoría, su división aumenta el poder de los demás estamentos, mucho más
homogéneos a estos efectos. Además de surgir bloqueos, las universidades acaban
controladas por los partidos políticos más activos en su ámbito, una
consecuencia muy al gusto del legislador de 1983.
La reforma configuró así un monstruo organizativo, único a
escala mundial: las universidades públicas ni compiten en el mercado ni
forman parte de una jerarquía burocrática, como sí sucede con los hospitales
públicos. Como consecuencia, padecen un notable déficit de
responsabilidad.
La competencia está restringida porque se sustraen a las
universidades y centros muchas decisiones relativas a su organización (e.g.,
planes de estudio) y, sobre todo, a su escala y al producto docente (tipo y
número de centros, grados y grupos) así como a la selección de alumnos; amén de
que la compensación de individuos y órganos está poco relacionada con su
rendimiento. Un indicio de esta falta de competencia es el poder de la
Conferencia de Rectores (la famosa CRUE), un baluarte inmovilista contra el que
han chocado las reformas de ministros tan diversos como los señores Wert y
Castells. Ambos fracasaron en sus intentos de introducir reformas que eran
más bien tímidas: el primero, los grados de tres años; el segundo, el
nombramiento de rectores por comités ad hoc. De hecho, dentro del sistema
público, la competencia sólo aparece en la elección de universidad y carrera
por los alumnos.
Cada comunidad financia a sus universidades sin contar con
herramientas para controlarlas
Por otra parte, en cuanto a la organización, las comunidades
autónomas cuentan con pocos instrumentos para condicionar a sus universidades.
Cierto que las financian y que toman, en teoría, muchas de las decisiones que
acabo de referir (como las de autorizar centros, grados, escala, etc.). Pero su
poder está restringido porque disponen de poca información sobre cómo se usan
los recursos, una asimetría informativa agravada por el hecho de que muchos
votantes también ignoran el escaso valor de la educación universitaria que
reciben sus hijos. En 2022, la situación es aún similar a la de los hospitales
públicos 40 años atrás: la mayoría de las universidades hasta carece de
contabilidad interna. En esas condiciones, lejos de aplicar un método
presupuestario inspirado mínimamente en la asignación con «base cero», la
mayor parte de los recursos se fija de antemano como «financiación estructural»,
con base en la deriva histórica y sin apenas relación con el valor social.
Garantiza este statu quo el que los responsables universitarios
puedan utilizar a los estudiantes como fuerza de choque en la batalla
presupuestaria, ante el pánico que mucho político siente ante las huelgas
universitarias.
En consecuencia, cada comunidad financia a sus universidades
sin contar con herramientas para controlarlas. Todo el sistema
universitario público sufre así un notable déficit de responsabilidad, al
carecer de mecanismos eficaces de rendición de cuentas y tener asegurada la
mayor parte de la financiación, al menos la parte relativa a las retribuciones
del personal.
Expansión, capilaridad y endogamia
Dado este deficiente control, no es extraño que, desde los
años 1980, autonomías y universidades hayan usado sus márgenes de libertad en
beneficio propio, originando disfunciones sistemáticas. Por un lado, ya desde
antes de la LRU, se produjo una expansión muy rápida del número de
universidades y, sobre todo, del de campus, determinada por el imperativo
político de acercar los centros a los usuarios y abaratar el coste residencial
de los estudiantes. Como consecuencia, se pierden economías de escala y
densidad; y, probablemente, también padece la madurez personal: en 2010, el
70% de nuestros universitarios aún vivía con sus padres, por un 10% de los
suecos o un 32% de los franceses.
A esta demanda de un campus en cada campo, se une el interés
del profesorado en ampliar y especializar la oferta de titulaciones en un
contexto en el que las decisiones de contratación y promoción son poco
competitivas. Durante décadas, esas decisiones han sido tomadas de forma
endogámica y con dosis no triviales de nepotismo, de modo que cada
universidad nombra y promociona a su propio profesorado. Da idea de esta nociva
endogamia el que en el curso 2019-2020, un 73,3 % del profesorado de las
universidades públicas trabajase en la misma universidad en la que había leído
su tesis. Sorprende así menos que sólo el 48,3 % del personal docente tenga
«sexenios óptimos», la medida oficial de calidad de la investigación, un dato
este último que apunta a que más de la mitad del profesorado apenas investiga.
Da idea de esta nociva endogamia el que en el curso
2019-2020, un 73,3 % del profesorado de las universidades públicas trabajase en
la misma universidad en la que había leído su tesis
El resultado de ambos factores de demanda y oferta es que
hoy disponemos de decenas de centros y titulaciones pequeñas y con escasa
demanda, una situación disimulada por el radical procedimiento de rebajar el
nivel de exigencia de las pruebas de selectividad, eliminando en la práctica
todo filtro de entrada. El porcentaje de aprobados de la selectividad, que
apenas excedía el 70% en los primeros años 1990 se ha situado treinta años más
tarde en el 96%. Como consecuencia, la formación media con la que entran los
estudiantes tiene que haber disminuido notablemente, tanto por el efecto
directo de que aprueban más estudiantes como por el indirecto de que tienden a
presentarse a las pruebas estudiantes que en otro caso hubieran desistido, y
ello incluso sin considerar la probable degradación de las propias
pruebas.
En paralelo a este deterioro de la calidad de entrada, se
han diluido los estándares de exigencia mediante numerosos cambios en las
reglas de funcionamiento, relativas al derecho del estudiante a no asistir a
clase, la desaparición de los cursos selectivos, la ampliación del número de
convocatorias, los regímenes sesgados de revisión de exámenes, la
multiplicación de los regímenes excepcionales de evaluación, aplicados, por
ejemplo, a deportistas «de élite», los aprobados en comités ad hoc «por
compensación» de otras asignaturas, etc.
La consecuencia es observable en que el cociente entre el
número de titulados y el de matriculados (referido a menudo como «tasa de
éxito») casi se ha duplicado en los últimos 35 años, pasando del 10,84% en el
curso 1985-1986 al 19,03% en 2020-2021. Los estudiantes no sólo entran menos
preparados sino que también se les exigen menos conocimientos para obtener la
titulación; un derrumbe en la preparación de los graduados que es queja
reiterada de muchos mandos intermedios, lo mismo que sus dificultades para
encontrar personal competente. (No hagan en esto gran caso a los departamentos
de recursos humanos, que no gustan de descalificar… sus propias decisiones de
contratación).
Esta masificación y degradación de los estándares ha
conformado el mito de que el país dispone de las «generaciones más preparadas»,
cuando, en realidad, la relajación de los estándares de exigencia podría estar
conduciendo a que sean sólo las «generaciones más tituladas»
Como excusa propagandística y autocomplaciente, esta
masificación y degradación de los estándares ha conformado el mito de que el
país dispone de las «generaciones más preparadas», cuando, en realidad, la
relajación de los estándares de exigencia podría estar conduciendo a que sean
sólo las «generaciones más tituladas» y, en esa medida, también las
más engañadas y quizá, como consecuencia, las más proclives a la
frustración y al desengaño.
Tenemos, en definitiva, una universidad dotada de gran
autonomía en la asignación interna de recursos y que en buena medida ha venido
comportándose en beneficio de sí misma. Veamos a continuación cómo sus
mediocres resultados son también observables en unos indicadores
internacionales que reflejan la escasa efectividad de nuestra formación
universitaria; y en unos indicios que apuntan a que, dentro de las
universidades, los recursos se asignan sin prestar atención a la demanda y, por
tanto, al valor social de su utilización en usos alternativos.
Una formación de valor discutible y muy desigual
En cuanto a los indicadores internacionales, no sólo el paso
por nuestras universidades aporta menos valor, medido por su efecto en los
ingresos de los graduados universitarios. El panorama en cuanto a las
competencias de los graduados es desolador: según un estudio de la OECD,
en promedio, las competencias verbales y numéricas del graduado universitario
español son similares a las de un neerlandés con educación secundaria.
Por supuesto que se trata de cifras promedio y que esa
diferencia de promedios no excluye que haya graduados españoles con buena
formación, pero sí apunta, como otros indicios, a que una gran parte de nuestra
actividad y producción universitaria presenta estándares muy bajos, un fenómeno
que se manifiesta no sólo entre estudiantes sino también entre centros y
titulaciones, y no sólo en cuanto a la formación sino a otros atributos, como
la empleabilidad de los graduados e incluso la ocupación de las
titulaciones.
Respecto a la empleabilidad, destaca, por un lado, que si
bien la formación universitaria aumenta la probabilidad de empleo, la tasa de
desempleo de los graduados españoles (el 10,2% en 2020) es más del doble del
4,86% promedio de la Unión Europea. Por otro lado, confirmando la
heterogeneidad del sistema universitario, las diferencias de empleabilidad
entre titulaciones son enormes. Cuatro años después de haber terminado la
carrera, están afiliados a la Seguridad Social el 98 % de los ingenieros de
computadores; pero sólo el 65% de los graduados en Derecho y el 53% de los
graduados en Literatura, y gran parte de ambos en puestos que no se corresponden
con su nivel de titulación.
Una distribución trasnochada de los recursos
La desigualdad también es notable en cuanto al uso de los
recursos. Si tenemos en cuenta que la «nota de corte» de la selectividad
funciona como una valoración implícita de los servicios docentes
universitarios, es revelador que un 22,70 % de las titulaciones de grado
tenga una nota de corte de cinco puntos sobre un máximo de catorce. La
ocupación inicial (el porcentaje de plazas que llega a cubrirse) es tan sólo de
un 73,82 % para esas titulaciones con nota de corte de cinco puntos y del 83,17
% para las de seis puntos, mientras que es prácticamente del cien por cien para
las superiores a nueve puntos. Además, para los cinco tramos con menor nota de
corte, la calidad media del alumnado es similar (la diferencia total en la nota
media de admisión es de sólo 1,20 puntos entre los cinco tramos de cinco a
nueve); y las bajas tasas de «rendimiento» (entendido como el cociente entre
los créditos aprobados y matriculados) de algunos de esos tramos también
indican que buena parte de los admitidos quizá no debería haber accedido a
estudios universitarios.
En todo caso, pese a estos bajos estándares de
entrada, una parte sustancial de la oferta docente queda sin cubrir. En
2021-2022, la tasa de ocupación a escala nacional fue del 99% en Ciencias de la
salud pero sólo del 84,5% en Artes y humanidades. La ocupación en la
Universidad de Extremadura fue del 71,8%. La media de todas las universidades
sigue descendiendo paulatinamente: era del 92,3% en el curso 2013-214 (MU,
2015, 19) y del 91,7% en 2021-2022 (MU, 2022, 34). Este descenso es una señal
muy negativa porque, me temo, que está maquillado con unos estándares bajos y
decrecientes, tanto en lo relativo a la entrada como a la permanencia.
Si es así, estas acusadas diferencias de ocupación
entre universidades, centros y titulaciones deberían dar lugar a una
reasignación de la oferta y, consiguientemente, de los recursos para
aumentar la oferta de aquellas áreas con mayor demanda y mayor valor social; a
la vez, que se reducen la oferta y los recursos de las áreas menos valiosas
socialmente. Sin embargo, la continuidad de las diferencias en el tiempo
sugiere que esta reasignación de recursos no está teniendo lugar, al menos en
el ámbito de las universidades públicas.
Por el contrario, en vez de reducir capacidad ociosa,
las universidades toleran una menor tasa de ocupación y adoptan políticas
artificiosas de oferta para encubrirla. Además de reducir los estándares para
aumentar su demanda, cabe también interpretar en esta línea la especialización
artificial y demasiado temprana de los grados, así como su rechazo a los grados
de tres años.
Un proyecto de ley retrógrado
En esta situación de las universidades públicas, el
Gobierno ha remitido a las Cortes un Proyecto de ley que, más que continuista,
pretende aumentar sus recursos (como comenté aquí mismo hace unas semanas) y reforzar algunas de
sus peores características.
Múltiples análisis de la universidad pública coinciden en
la necesidad de reformar su régimen de gobierno en línea con que lo
que se ha ido haciendo en toda Europa. Recomiendan que cada universidad esté
dotada con un órgano de gobierno formado por personas externas e independientes
que se encargue de elegir al rector por concurso de méritos. Una vez nombrado,
el rector nombraría, a su vez, cargos individuales dotados con poder de
decisión, mientras que, en cambio, la competencia de los órganos colegiados se
limitaría a las materias estrictamente académicas.
En lugar de seguir esta ruta, el actual proyecto de ley
incluso eliminó la opción contemplada por el anteproyecto del anterior ministro
de que los estatutos de cada universidad pudieran establecer un tímido sistema
alternativo para elegir rector por concurso abierto, pero a decidir por un
órgano en el que contaría con un 70% de votos los representantes de la propia
universidad. El proyecto de ley hasta articula la rendición de cuentas de
forma que asigna su configuración a las propias universidades obligadas a
rendirlas. En concreto, establece que «[l]as universidades, en el ejercicio de
su autonomía, deberán establecer mecanismos de rendición de cuentas y de
transparencia en la gestión».
Por otra parte, el proyecto pretende eliminar la
temporalidad de la contratación y facilitar el acceso del profesorado temporal
a la función pública, unas medidas con efectos discutibles y que conllevan un
sustancial incremento presupuestario. De entrada, en las actuales
circunstancias de nuestro sector público, es dudoso si lo que procede, desde el
punto de vista de la equidad y el interés público, es «estabilizar» a los
contratados temporales o, más bien, procedería reducir la extraordinaria
estabilidad de los funcionarios. Sin embargo, en vez de analizar los efectos de
estos cambios y cuantificar su importe, la memoria económica del proyecto de
ley los despacha reiterando la ambigua muletilla de que tienen «un impacto
económico positivo», dando incluso por supuesto un dudoso efecto positivo que
la funcionarización ejercería en la productividad, y desatendiendo, sin
embargo, el más seguro incremento que implica en términos de gasto
público.
Reconversión para un mayor valor social
El fracaso de los intentos previos de reforma universitaria,
que han quedado paralizados sin introducir más que cambios mínimos, conduce a
pensar que cualquier reforma en profundidad es inviable si no va precedida
de un cambio en las estructuras de gobierno, para que éstas no actúen como
grupo organizado de interés en contra de la reforma y acaben
bloqueándola.
Una vez realizado ese cambio en el gobierno universitario,
sería el momento de abordar una reestructuración sustancial, reasignando los recursos
hacia los usos socialmente más valiosos, corrigiendo las deficiencias y
desigualdades observadas en cuanto a manipulación de estándares, empleabilidad
de los graduados, pruebas de selectividad y ocupación de titulaciones y
universidades. Se trataría de una reconversión similar, al menos en cuanto a su
profundidad, a las que sufrieron en el pasado el acero o la construcción naval,
y que debería incluir la reestructuración e incluso el cierre o fusión de
algunas universidades y, sobre todo, de titulaciones, centros y departamentos.
Claro está que, por un corto tiempo, todos los implicados, desde
profesores a contribuyentes y estudiantes, también podemos seguir
autoengañándonos.