"El regreso (nunca “progreso”) al siglo XIX se advierte con claridad meridiana en dos datos. El primero es el retorno de la política clientelar más dura, que se apropia groseramente de las instituciones públicas estatales, autonómicas y locales"
A Alejandro Nieto, in memoriam
Por Rafael Jiménez Asensio. La Mirada Institucional blog.- Por motivos que ahora no vienen al caso, estos últimos años y meses he centrado mi atención profesional y académica en poner de relieve algunas de las debilidades de nuestro sistema institucional, lo que se ha traducido en varios libros o estudios académicos, así como de diferentes artículos, algunos ya han visto la luz y otros están pendientes de ser publicados en breve plazo.
A través de la obra de Galdós, he analizado durante los últimos años qué tipo de política se hacía en España, qué actores políticos teníamos y como se asentó en nuestro país una cultura patrimonial y clientelar de lo público, que se manifestaba expresamente en su relación con el “cuarto oscuro” de la política que era la Administración y la función pública (https://rafaeljimenezasensio.com/galdos-y-la-politica-en-espana/; https://rafaeljimenezasensio.com/2023/05/20/prefacio-del-libro-el-legado-de-galdos/). En no pocos casos, esas herencias patológicas de entender las relaciones entre la política y la administración propias del siglo XIX (y primeros del XX) español, siguen presentes con nosotros en 2023. Algunas de ellas con fuerzas renovadas. También sigue anclada aquella visión corporativa que se echó fuertes raíces en los casi cincuenta años de dictaduras durante nuestro siglo XX. De aquellos polvos, vienen estos lodos.
En otra contribución académica, pendiente de publicarse próximamente por el INAP, que forma parte de un libro colectivo, partiendo del marco conceptual y también de la evolución histórica del problema, he llevado a cabo un extenso análisis del (mal) estado de la institución de función pública en España, llegando a la conclusión de que actualmente no hay propiamente hablando una función pública española (sino un conjunto desarticulado de subsistemas territoriales unidos únicamente por el hilo cada vez más fino de la normativa básica estatal), y, además, en estos últimos años se ha acelerado el proceso de deconstrucción de una institución cuyas notas determinantes siempre han sido (y hoy se pretenden negar radical o sutilmente) la profesionalización y la imparcialidad. Sin ellas no existe función pública que se precie. En efecto, la política caciquil/clientelar de nuevo cuño (también, lo que es más grave y una novedad, extendida gradualmente a la propia Administración del Estado) se empeña en difuminar tales principios e incluso suprimirlos, porque no le agrada disponer de una función pública que actúe como freno institucional a sus insaciables apetitos de poder.
Más recientemente, han visto la luz dos trabajos en sendos libros colectivos, escritos en diferentes momentos, de distinto objeto y calado (ver: 10 HIPÓTESIS DÉFICIT CAPACIDADES EJECUTIVAS CCAA y detrás de la pantalla- transición digital, AP y ciudadanía, que muestran, por un lado, el enorme déficit de capacidades administrativas o ejecutivas de las Comunidades Autónomas, y la incapacidad de estos niveles de gobierno de impulsar políticas de transformación e innovación institucional en el ámbito organizativo y de sus recursos humanos (el auténtico talón de Aquiles del sector público español), lo que afecta derechamente a las prestaciones públicas recibidas por la ciudadanía; y, en el segundo estudio, analizo la pésima ejecución que se está llevando a cabo por buena parte de las Administraciones públicas de la política estrella de la digitalización, especialmente sangrante en lo que afecta a las relaciones con la ciudadanía, lo que deslegitima a los poderes públicos al ser incapaces de construir organizaciones públicas empáticas que apuesten por una transición digital inclusiva y por mantener la atención presencial, cuya razón última de su existencia no es otra que servir a la ciudadanía. Nunca despreciarla, como ahora se está haciendo en no pocos casos.
Otra reflexión, también demandada este mismo año (ver: SISTEMA INTEGRIDAD Y CANALES EXTERNOS) hace hincapié en la difícil travesía que el sector público español tiene para incorporar políticas de integridad en el ámbito público, tanto frente a una política cínica ante la ética pública (que cree en ella menos aún que en la transparencia; lo cual es mucho decir), como por una función pública escéptica de sus valores (pues hemos construido un empleo público, haciendo uso una vez más de la expresión de Lamberto Maffei, anoréxico en valores y bulímico en derechos), y también una comunidad jurídica que tampoco termina de entender lo que la integridad pública significa (salvo en casos excepcionales). Tan solo la lentísima ejecución (más bien indigestión) de los fondos europeos NGEU nos obliga a tomarnos algo más en serio la lucha contra la corrupción, que entre nosotros siempre ha sido vista con enorme complacencia. Sorprende, sin embargo, que la iniciativa más innovadora en esta materia como es la construcción de un completo Sistema de Integridad en la Administración del Estado (julio de 2023: SISTEMA INTEGRIDAD AGE 2023) haya pasado sin pena ni gloria, sin ninguna comunicación política digna de tal nombre, lo que ya dice mucho de lo que interesa a quien es su principal destinatario (y no solo los empleados públicos).
Pero si ello no fuera suficiente, el regreso (nunca “progreso”) al siglo XIX se advierte con claridad meridiana en dos datos. El primero es el retorno de la política clientelar más dura, que se apropia groseramente de las instituciones públicas estatales, autonómicas y locales: alta Administración, sector público institucional y empresas públicas, hace suya la fiscalía (“¿De quién depende la Fiscalía?” (…) “Pues eso”), multiplica los puestos de libre designación y libre cese, y, para mayor desfachatez, coloniza groseramente las instituciones de control del poder, designando para ellas a personas con acusados perfiles y trayectorias políticas significadas, y en no pocos casos con personas que ostentan niveles profesionales limitados o incluso muy por debajo de los que hasta entonces habían sido exigibles para conformar tales instituciones, desactivando así totalmente el sistema de pesos y contrapesos propio de un Estado Constitucional democrático-liberal y convirtiéndolo a este en una pantomima.
En un trabajo que muestra exclusivamente mis obsesiones personales recientes y conecta con la línea de preocupaciones mostradas en el libro que escribí sobre El legado de Galdós (España: el largo viaje hacia un Estado clientelar de partidos), que aparecerá publicado próximamente junto a otro estudio sobre la cada vez mayor presencia de la política en los órganos de control del poder en España (PORTADA Los dueños del estado-3,) deslizo la tesis –siguiendo la estela marcada los estudios politológicos más recientes- de que los actuales partidos de cargos públicos (pues no en otra cosa se han convertido los partidos políticos actuales; compuestos de personas que, en su mayor parte, viven casi exclusivamente de la política y adosados a los presupuestos de cualquier institución o entidad pública) han iniciado, mucho más descarado aún en el caso de España, un regreso sin matices (anteriormente sus expresiones caciquiles, que siempre las hubo, no eran, sin embargo, tan intensas) a las peores prácticas clientelares y a los hábitos oligárquicos existentes en el siglo XIX. En aquellos momentos eran unos partidos de “notables”, que aún con todas sus limitaciones y tropelías (como acredita la obra galdosiana; véase, a tal efecto, su magnífico episodio nacional de Bodas reales) disponían al menos de algunos líderes políticos y representantes parlamentarios más cultos que la actual clase política de iletrados y de personas que, salvo excepciones tasadas, no tienen otro oficio ni beneficio real que mamar de las ubres presupuestarias.
Nada puede sorprender, por tanto, que con esos mimbres nuestro cesto político esté lleno de innumerables imperfecciones. Tampoco cabe llamarse a engaño, la política en España inició hace ya algunos años (principalmente, desde la crisis de 2008; tendencia acentuada en los últimos tiempos) un proceso imparable de desmantelamiento de cualquier institucionalidad que suponga el más mínimo freno a las coyunturales apetencias políticas de los partidos en el poder o con afán de recuperarlo, hoy en día desbocadas en clave de poder desnudo. Las instituciones que actúan como freno o límite del poder, les incomodan y molestan; hay que desactivarlas o desfigurarlas, como se está haciendo sin pudor alguno con las instituciones de control tanto estatales como autonómicas y, asimismo, con la función pública territorial; y se intenta hacer con la función pública de la Administración del Estado, cuyo peso cuantitativo es ya casi imperceptible. La casi imposible emergencia en España de la dirección pública profesional, que disputaría su espacio de poder frente a esa política voraz, es el peor síntoma del retraso hispano en homologar nuestro sector público al de las democracias avanzadas. La introspección partidista es otro de los peores síntomas de su paulatina degradación como actores institucionales, que no tiene, además, fácil remedio por su absoluta incapacidad de autocrítica y de autocontención.
Además, el poder judicial –un freno institucional capital en la arquitectura del sistema de división de poderes- está en sus peores momentos, si es que tuvo alguno bueno; desorganizado, sin gobierno efectivo, colonizado políticamente por la zona alta través de su vergonzante órgano de gobierno ocupado burdamente por la política de uno y otro signo, y trabajando jueces y magistrados, así como el personal al servicio de la administración de justicia, en unas condiciones de precariedad absoluta, y con una sensación de desconcierto notable sobre el futuro del Estado de Derecho. Por si ello fuera poco, ahí están también los procesos de “estabilización”, no de “materiales” sino del personal interino (santificados por una reciente sentencia de la Sala de lo Contencioso del Tribunal Supremo, dócil en este caso al poder de turno, sin motivación constitucional de ningún tipo, pues realmente no la encontraría), que en no pocos casos insertan en las nóminas públicas a amigos políticos o sindicales previamente designados para empleos temporales con bajas o ninguna exigencia de acceso por parte del poder (territorial) de turno. La gravedad del problema es que esa «estabilización» alcanza aproximadamente al 25 % del total del empleo público en España. En este punto se ha ido más lejos que en el siglo XIX, pues no se han restaurado las cesantías (que, al menos, suponían el cese del funcionario cuando desaparecía el cacique de turno, el padrino político o el gobernador amigo), sino lo que es peor aún se ha retornado al viejo sistema de patronazgo (la persona nombrada interina se hace con una nómina para siempre que le permitirá vivir «eternamente» del presupuesto, sea cual fuere su nivel de competencias profesionales, a veces acusado y otras tantas inexistente; pues no hay prueba objetiva o de mínima seriedad que lo compruebe: es una cuestión de fe legal y administrativa). Eso lo resolvieron en 1853 en Gran Bretaña (informe Norchote/Trevelyan (Ver: 1854_Northcote_Trevelyan_Report). Ahora aquí (insólito descubrimiento de esta política clientelar) recuperamos del desván de trastos viejos ese patronazgo erradicado hace más de siglo y medio.
En ese proceso de deconstrucción institucional interesado están también los medios de comunicación, entre ellos la hoja (u hojas) parroquial(es) del Gobierno actual o los medios, también parroquiales cerrados, de la oposición política que cuentan sus pretendidas verdades e ignoran sus mentiras piadosas, insertando un día sí y otro también reportajes sesgados y demagógicos, que justifican, por ejemplo, en el primer caso. el elitismo social de unas pruebas selectivas memorísticas que, si bien es cierto son manifiestamente mejorables en muchos aspectos (también en los de inclusión social), no se adelanta nada pretiriendo totalmente el mérito y el esfuerzo, sin otra alternativa que echar por tierra las bases de la institucionalización actual de una función pública que apenas tiene poco más de un siglo de historia. Pero tampoco se logra transformar la función pública entronizando o agarrándose sin matices a unos sistemas selectivos que muestras obsolescencia manifiesta y una necesidad objetiva de ser reformados en su efectividad y resultados, también por lo que afecta al principio de igualdad, mérito y capacidad. Lo público, mientras tanto, se desmorona, y cabe preguntarse por qué la política no tiene una percepción cabal de este fenómeno y sí la ciudadanía. Cuestión de perspectiva.
La política española está regresando, por tanto, sin pudor alguno al siglo XIX, a esos momentos en que se impuso, como decía magistralmente don Benito Pérez Galdós, una política sectaria, propia de bandos irreconciliables, enemigos siempre en clave schmittiana, que solo querían el poder para beneficiar a los suyos y gobernar exclusivamente para ellos, incapaz de reformar nada (llevamos más de diez años en España sin que se haya hecho reforma estructural alguna de fuste, con una política de ajustes o de parches), con unos liderazgos políticos incapaces y endogámicos (de una mediocridad espantosa), que no solo no resuelven los problemas de la ciudadanía y del país, sino que le crean otros nuevos, metiendo a la sociedad española en laberintos ya transitados en tiempos pretéritos de los que nunca se supo salir, o se salió por la puerta equivocada. España vive un decenio de esclerosis, que se puede prolongar en el futuro inmediato. Vuelven, como decía mi venerado Galdós, los “tiempos de gran barullo”, aunque también podríamos hablar de probables años de desbarajuste, impotencia política supina e ingobernabilidad creciente, en los que todo apunta (me encantaría equivocarme en el juicio) que perderemos el tren de la recuperación y de la transformación económica, malgastaremos los recursos financieros otorgados graciosamente para salir del ostracismo, no seremos capaces de hacer de verdad las reformas estructurales que España necesita (sistema de pensiones, sistema educativo, mercado de trabajo, transición verde, transformación y transición digital inclusiva, cohesión territorial y social, etc.), y en fin, seremos incapaces, por enésima vez, de construir esas instituciones sólidas que algunos confunden con el dominio absoluto de la política y otros con un castillo de arena. A las «próximas generaciones» les estamos endosando una patata caliente de proporciones mayúsculas.
Aunque suene a provocación, que en parte lo es, bienvenidos a la nueva política clientelar y caciquil de esta tercera década del siglo XXI, de líderes sin proyecto, barones territoriales omnipotentes y de partidos autárquicos, que no pretenden sino permanecer o hacerse los nuevos caciques de su respectivo territorio. No esperen que a través de este particular modo español de hacer política (sea en Madrid, Barcelona, Vitoria, Santiago, Sevilla, Valencia, Zaragoza o en cualquier otro lugar) mejoren sus expectativas de vida y de felicidad, salvo que se hagan fieles seguidores de esos partidos atrapacargos, repartidores de ayudas y subvenciones presupuestarias y coman en su mano. Esa y no otra es su única salida. Por la que han optado innumerables personas alineadas en uno u otro bando. O vivir fuera de la política, si es que esta, con sus extensos tentáculos, les deja en paz. Que no será fácil.
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