¿Era mala la protección penal de la Constitución antes de la LO 14/2022? Sí.
¿Es peor ahora, tras la eliminación del delito de sedición? Sí.
Por Juan Antonio Lascuraín Almacén de Derecho blog| La pregunta que me hago es la que me hicieron mis compañeros
del Área de Derecho Constitucional de la Universidad Autónoma de Madrid para
debatirla la semana pasada en el seminario “El Estado autonómico: perspectivas
en desarrollo”. Tiene un presupuesto, que enseguida abordo, acerca de que la
reciente supresión del delito de sedición (Ley Orgánica 14/2022) deja aún más
inerme a una ya débil Constitución en relación con el que debería ser su
principal medio de defensa, que es la amenaza penal. Y a partir de esta
inquietud plantea una cuestión jurídica general del mayor interés: si la falta
de defensa penal de un derecho fundamental o de otro bien constitucional supone
la vulneración de tal bien o derecho y resulta por ello inconstitucional.
La defectuosa protección penal de la Constitución
En el lío de los desórdenes públicos (ahora reforzados), la
(desaparecida) sedición y la (tan incompleta) rebelión, me parece importante
poner en claro cuáles son las preocupaciones sociales en cada caso, cuáles los
bienes que protegen o se deberían proteger a través de estas figuras.
Está por un lado eso tan etéreo pero tan importante que es
la paz pública, ese algo que simboliza tan bien el poder pasear por la calle
sin riesgo a que vuelen objetos sobre tu cabeza o ardan contenedores a tu lado.
Este debería ser el negociado de los delitos de desórdenes públicos.
Luego está la protección del ordenamiento jurídico (democrático,
debe enfatizarse: el sistema de reglas con el que decidimos entre todos
garantizar nuestras libertades): que las leyes se observen y que las
resoluciones y sentencias se cumplan. De esto se deberían ocupar con sus
diversos matices los delitos de atentado, de resistencia y de desobediencia
grave a la autoridad y sus agentes, y de sedición, caracterizada por constituir
un “alzamiento público y tumultuario”.
Lo gordo, el delito más grave, es la rebelión, que
consistiría en atentar contra la vigencia esencial de la Constitución.
Nuestro vigente artículo 472 define en seis puntos en qué consiste esa
“esencialidad” y de un modo muy trasnochado limita la conducta típica al
alzamiento público y violento.
En lo que afecta a este último bien jurídico, la
Constitución en sí misma, el arsenal de defensa era ya insuficiente antes
de la LO 14/2022, de la supresión de la sedición. La defensa penal de la
Constitución hoy en día debe pensar menos en el tejerazo, en el golpe de
Estado violento, y más o también en otras conductas que son las que han puesto
en peligro grave nuestra Ley Fundamental en sus años de vigencia: el
cuestionamiento grave de la Constitución mediante lo que quizás coincida con
los que los portugueses llaman “actos de soberanía” como modalidad de rebelión
y que abarcaría las declaraciones formales anticonstitucionales de las
autoridades, o mediante las celebraciones de consultas ilegales de contenido
esencialmente anticonstitucional. Como formas atenuadas de rebelión o con otra
catalogación, la realidad española urge a la tipificación de estas
conductas. Su ausencia pudo ser salvada en relación con el sedicente
referéndum del 2017 en Cataluña a través del tipo de sedición, que al fin y al
cabo contemplaba el alzamiento público y tumultuario para impedir fuera de las
vías legales a la aplicación de las leyes, y la Constitución es una ley que
prohibía tal conducta, o el cumplimiento de las resoluciones judiciales, y aquí
había una prohibición de celebración por parte del Tribunal Superior de
Justicia y del Tribunal Constitucional.
Ciertamente el tipo de sedición era muy tosco y preveía
penas excesivas. Pero las críticas al actual asesinato con alevosía no se
arreglan suprimiendo el asesinato; el nudo gordiano de la sedición no se
deshace con un tajo de espada. Un levantamiento colectivo contra la aplicación
de la Constitución puede tener un componente de expresión política que es en sí
irreprochable y que, incluso en su exceso, no debe ser disuadido con penas
excesivas si la frontera de su irregularidad es difusa. Y también puede tener
un componente de desórdenes públicos que quedará abarcado por el
correspondiente delito, existente antes y ahora. Lo que no abarca ese
desvalor de acción de la movilización colectiva es su desvalor de resultado,
que ahora ningún tipo penal desvalora y castiga, que es nada menos el
cuestionamiento efectivo de la Constitución. Como suele teorizarse en
materia de expresión, las incriminaciones de la expresión política no toleran
la punición de la mera disidencia con el sistema pero sí los intentos de
alteración ilegítima del mismo a través, por ejemplo, de la intimidación o la
incitación a la violencia.
Hago un corolario de esta parte penal para lo que ahora me
va a importar, que es la posible inconstitucionalidad de las lagunas penales.
En relación con la defensa de la Constitución, lagunas penales las hay ahora,
pero las había también antes de la LO 14/2022, relevantes aunque claramente
menores. De hecho, no fueron objeto de incriminación las declaraciones o
intentos de declaraciones de independencia que se produjeron de manera más o
menos formal en el Parlamento de Cataluña.
Los límites del legislador penal
La pregunta por la inconstitucionalidad de la supresión de
la sedición puede sonar rara por dos razones. La primera consiste en que se
refiera no a lo que hace el legislador sino a lo que no hace, a un posible
supuesto de inconstitucionalidad por omisión. La segunda razón de la
excepcionalidad de la pregunta es que esa pasividad sea penal, ámbito este el
del contenido penal en el que tradicionalmente lo que nos ha preocupado a
través de la proporcionalidad de la privación de libertad son los excesos del
legislador y no su timidez punitiva. Dicho esto debe decirse también que
existen precedentes de cuestionamiento constitucional de la despenalización:
los de las SSTC 53/1985 y 44/2023, en materia de aborto consentido por la
gestante, y el de la STC 215/1994 sobre la antigua cláusula de exención de pena
en la esterilización de personas con ciertas discapacidades.
¿Cuáles son los límites constitucionales del legislador
español para despenalizar? Debe insistirse en que esta pregunta es
inusual, muy a la sombra de la pregunta habitual inversa de los límites
para penalizar. Lo que tradicionalmente nos ha preocupado de la norma penal no
es su función protectora (el déficit en la función protectora) sino lo que
supone de restricción del honor y de la libertad de los ciudadanos. Lo que nos
preocupa es el desdoro social y la cárcel, y esta preocupación es también una
preocupación expresa o implícita del Constituyente que se termina plasmando
fundamentalmente en los principio de legalidad, proporcionalidad y culpabilidad.
En la interpretación de la Constitución nuestro Tribunal Constitucional ha sido
bastante generoso en la derivación y definición es estos principios y bastante
deferente con el legislador penal con su aplicación efectiva, por razones bien
conocidas de la naturaleza abstracta o como mandatos de optimización de algunos
de los postulados de esos principios, y por sensatas razones de política
jurisdiccional. (Un resumen de esta jurisprudencia puede encontrarse en mi
artículo ¿Restrictivo
o deferente? El control de la ley penal por parte de Tribunal Constitucional ,
Indret, 2023.
La pregunta ahora no es esa, con respuesta ya bien trillada.
La pregunta es por los límites del legislador no penal: rectius, del legislador
penal que despenaliza lo que había o simplemente no penaliza. El foco
desaparece de la pena y de su sentido aflictivo y se posa en la función
protectora de la norma: en el bien que se protegía y ya no se protege (era
jurídicopenal y ya no lo es), o en el bien que se pretende proteger penalmente
(se añora que sea jurídicopenal). La pregunta es entonces si es
inconstitucional no proteger penalmente un derecho fundamental u otro bien
constitucional en virtud claro de su propia proclamación constitucional.
En fin, una cosa es penar, con sus límites; otra,
despenalizar o no penar, con los suyos; y, por cierto, una tercera es amnistiar,
en la que concurren nuevas perspectivas constitucionales. Pero, ya saben, ¿a
quién le importa hoy la amnistía, esa antigualla que dejamos zanjada en 1977?
Primera perspectiva de inconstitucionalidad: ¿principio de
proporcionalidad inverso?
Una primera posibilidad de inconstitucionalidad de la poca
pena o de la falta de pena en la protección de un bien sería la de recurrir a
la aplicación de una especie de control global de proporcionalidad del
legislador que demandara de él mayores restricciones de bienes y derechos
constitucionales si con ello se obtienen mayores beneficios de bienes y
derechos constitucionales. Partiría de la existencia de una especie de
principio constitucional de proporcionalidad global e inverso que
gobernaría la actividad del legislador a partir de los valores constitucionales
y que no repararía solo el control de las normas restrictivas de bienes y
derechos constitucionales en cuento a tal restricción.
Piénsese en los siguientes ejemplos. Puede ser que la norma
penal funcione parcialmente (pongamos que la pena 4 consiga una protección 6:
más 2) pero que un ligero incremento de pena la haga funcionar relevantemente
mejor (una pena 5 nos lleva a una protección 9: más 4). O que la norma no
funcione razonablemente y que sí lo haría con una pena mayor (la pena leve 3
deparaba una pobre protección 4, un suspenso, cuando una pena no tan leve de 5
depararía una protección 8). En el caso de la no penalización la falta de
sanción hace que el coste sea 0 y el beneficio protector 0, cuando una pena,
por ejemplo 3, nos llevaría a un más 3: a un beneficio de 6.
Espero que estas notas matemáticas tan naifs no hayan
mareado al lector. Sirvan para mostrar que nuestro sistema constitucional no
funciona así ni debe hacerlo. No existe esa especie de agobiante mandato
de optimización constitucional para el legislador a partir de unos
complejos cálculos de oportunidad que, por cierto, solo él está legitimado para
hacer. No tenemos a un legislador democrático atado de manos por un proyecto ya
prefigurado en cierto modo por el Constituyente. La Constitución dejaría de ser
un marco para la pluralidad para convertirse en algo así como una hoja de ruta.
La exigencia de proporcionalidad es una excepción solo para
lo esencial, la restricción de derechos fundamentales. De hecho, cuando se
dice que una norma penal es inconstitucional por desproporcionada se está
haciendo una elipsis para decir algo mucho más concreto: que la pena de prisión
supone un sacrificio innecesario o excesivo del derecho a la libertad personal.
Por ello: no es aplicable el principio de proporcionalidad a
la despenalización, porque por definición no hay limitación alguna de derechos
fundamentales. No cabe entender que una norma penal es desproporcionada no
porque se pase en la represión, porque castigue demasiado, sino porque se quede
corta: porque no proteja un determinado bien, o no lo proteja suficientemente.
El principio, como principio constitucional y en su aplicación al Derecho
Penal, se concibe y se estructura como un freno a la voracidad punitiva del
Estado en lo que la pena tiene de restricción de derechos fundamentales y no
como un acicate a su inapetencia.
Segunda perspectiva de inconstitucionalidad: ¿se vulnera un
bien o un derecho por no protegerlo?
Una segunda vía para fundar la inconstitucionalidad de una
despenalización rezaría así: la falta de protección estatal de un derecho
fundamental o de un bien constitucional constituye una lesión de ese derecho o
bien; si esa protección adecuada requiere la intervención penal, su ausencia
sería inconstitucional. Visto desde la teoría de los derechos fundamentales:
formaría parte del contenido del derecho fundamental la protección del Estado
frente a vulneraciones de terceros, y la protección penal si es necesaria. Los
derechos tendrían así un contenido de “prestación normativa”, en
terminología alexyana. Este planteamiento no es ajeno a las inquietudes
del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que sin aún la necesaria
sistematicidad y teorización y frente por ejemplo a la jurisprudencia de la
Corte Suprema de los Estados Unidos, manifiesta una tendencia clara a afirmar
que del Convenio se derivan para los Estados obligaciones de protección de los
derechos frente a agresiones de terceros, y que se ha enfrentado a la cuestión
de la protección penal en casos como la falta de pena para el homicidio
imprudente en la actividad médica, la baja sanción de los delitos de
explotación laboral o el condicionamiento de la persecución penal de la
violencia de género a la denuncia de la víctima. Para el conocimiento de esta
jurisprudencia recomiendo el excelente análisis de Carmen Tomás – Valiente “Deberes
positivos del Estado y Derecho penal en la jurisprudencia del TEDH”,
Indret, 2023.
La pregunta ahora es si está bien orientada esta
apreciación. Por de pronto debe decirse que hacer equivaler la falta
estatal de protección de un derecho o bien a su vulneración por parte del
Estado es mucho decir. Esta reflexión nos resulta bastante cercana a los
penalistas, que nos hemos esforzado en precisar los estrictos requisitos que
hacen que excepcionalmente se pueda imputar un
resultado a una omisión.
Y es que en efecto, una cosa es la lesión activa
de un bien o un derecho por parte del Estado; otra, equivalente, es su
vulneración omisiva, cuyos presupuestos habrá que aclarar; una tercera, menos
disvaliosa, es la no evitación de su lesión; e incluso una cuarta, no
necesariamente una subespecie de la anterior, es su falta de protección, la
insuficiente prevención de las conductas lesivas del mismo.
Yo creo que, en rigor, en el buen rigor que debe acompañar
la comprensión de los derechos fundamentales, el Estado solo lesiona los
derechos fundamentales en los dos primeros casos, por mucho que las otras
situaciones le sitúen como mal Estado, poco respetuoso o comprometido con el
vigor de tales derechos. El Estado lesiona la vida si aplica la pena de muerte
o de otro modo ordena que sus agentes priven de la vida a un ciudadano. Y
también si lo permite normativamente o por vía de hecho, por su posición de
garantía respecto a sus agentes. Mucho más discutible y discutido es si el
Estado, la policía, está en posición de garantía respecto a los delitos de los
particulares, de modo que pueda imputarse el resultado de muerte, por ejemplo,
al agente de policía de servicio y armado que contempla impasible como un
sujeto mata a otro.
Me parece que la teoría de las posiciones de garantía sirve
para explicar por qué respecto a determinados delitos sí es lícito
considerar que la pasividad estatal en su persecución, sea por vía normativa,
procesal o fáctica, equivale a la vulneración del derecho o bien dañado por el
delito. Se trata de agresiones a determinados bienes, caracterizadas por su
extraordinaria gravedad y por la dificultad de su detección, y sobre todo, a
los efectos de esta reflexión, porque se originan en el propio aparato estatal.
Esto es lo que sucede por ejemplo con la pasividad judicial en la persecución
de los delitos de tortura, de la que se afirma que constituye ya una
vulneración del derecho a no padecerla – en España, una infracción del art. 15
de la Constitución – (aunque nuestra jurisprudencia constitucional sigue
viéndola como un mero atentado al derecho a la tutela judicial, siquiera en un
escalón de gravedad más elevado). Repárese en que aquí la posición de garantía
del Estado sirve no solo para imputarle una lesión ya irrogada por sus agentes,
sino para atribuirle la lesión del derecho por la falta de prevención de su
lesión que supone su falta de persecución judicial, lo que abre la puerta a un
razonamiento análogo para este tipo de delitos en relación con la falta de una
necesaria prevención penal.
En cualquier caso, en general, fuera de estos supuestos,
debe insistirse en que más lejos del resultado está el Estado que sin más no
impide a través de sus agentes una lesión de un bien jurídico de tercero y aún
más el Estado que con su política penal no previene eficazmente la comisión de
atentados contra tal bien jurídico. A mi juicio, este Estado que no protege la
vida, o la integridad física, o el patrimonio, es un mal Estado, un Estado
incumplidor de sus funciones – de las funciones que le asigna la Constitución –
y, en su caso, de sus compromisos internacionales, pero no es tanto como un
Estado vulnerador de la vida, de la integridad física o del patrimonio.
Seguro que el lector se está preguntando por qué soy algo
rácano, restrictivo, con el concepto de vulneración omisiva de derechos
fundamentales. Porque considero que si todo es derecho fundamental, nada
es derecho fundamental. Se banaliza el concepto. Algo de esto se discutió en su
día con la titularidad de derechos fundamentales por parte de las personas
jurídicas. Y porque creo que si consideramos a algo como contenido de un
derecho fundamental, permitimos que se desplieguen en su defensa todos los
recursos jurídicos que con razón hemos reservado para el sostenimiento de lo
más esencial de nuestro ordenamiento y que conviene no dilapidar.
Entre esos recursos estaría el recurso o la cuestión de
inconstitucionalidad frente a las omisiones de protección penal del legislador,
que, como irónicamente ha comentado George P. Fletcher en relación con el
Tribunal de Estrasburgo, cargan a esta jurisdicción revisora con la notable
tarea “de supervisar y reescribir los códigos penales de todos los Estados
miembros”. Y, como ha subrayado con perspicacia Klaus Günther, invertiríamos la
lógica de los derechos fundamentales: de servir de escudo al individuo frente a
los potenciales abusos de la mayoría pasarían a ser derechos de protección de
la sociedad, de la mayoría, frente a una minoría de individuos peligrosos.
Desprotección penal
Mi pregunta era la de si la desprotección penal de un
derecho fundamental o bien constitucional podía conducir a la
inconstitucionalidad de la norma que proceda a tal despenalización. Hasta ahora
me había centrado en el asunto de la desprotección normativa. Reparo ahora en
el adjetivo “penal”.
Exigir que la protección de un bien sea penal tiene dos
problemas. El primero es que conforme al principio de proporcionalidad el
recurso a la pena está condicionado a la inexistencia de remedios eficaces de
menor intensidad coactiva. No se puede decir sin más que un bien es tan
importante que exija protección penal. No la exigirá si podemos solventar tal
protección por otros medios. En tal sentido me parece desafortunada la
afirmación del Tribunal Constitucional en la primera sentencia del aborto
relativa a que “esta protección que la Constitución dispensa al nasciturus implica
para el Estado […] la [obligación] de establecer un sistema legal para la
defensa de la vida que suponga una protección efectiva de la misma y que, dado
el carácter fundamental de la vida, incluya también, como última garantía, las
normas penales” (STC 53/1985, FJ 7). Precisamente en este ámbito del aborto
consentido por la gestante un argumento clásico contra su punición, al menos en
ciertos casos, es el de su inutilidad preventiva frente a otras estrategias no
penales.
El segundo problema es también un problema bien conocido en
sede de proporcionalidad penal. Tratándose el de la protección penal de un
juicio tan complejo que implica ponderar los males de la pena y la virtud
preventiva de otras políticas no penales, ¿quién está legitimado para
hacer ese juicio que no sea el legislador democrático? Según el Tribunal
Constitucional, conforme a su doctrina de proporcionalidad penal, solo le
estaría permitido una especie de juicio de coherencia interna del legislador,
de evidente falta de uniformidad penal: solo si es notoria la necesidad del
recurso penal a la vista de otras decisiones del propio legislador.
¿Solo para leyes despenalizadoras?
La inconstitucionalidad de una omisión de protección penal
nos reserva alguna incomodidad sistémica añadida.
La primera es que su afirmación por parte del Tribunal
Constitucional solo podría hacerse en los casos en los que el legislador
“deshace” (despenaliza) y no cuando “no hace” (no pena). En los casos en los
que afirmara la inconstitucionalidad de la norma de despenalización, su
anulación y la resurrección de la norma penal protectora, tendría como
resultado final la vigencia de una ley – la que penaba y ahora vuelve a penar –
sin legislador: una ley que nadie quiere, que ya nadie sostiene, que se quedó
sin padrino (consecuencia que también puede suceder con la anulación de otro
tipo de leyes que derogaban normas anteriores).
Ciertamente, si se entendiera que la falta de protección
penal de un derecho fundamental constituye una lesión del mismo, podría llegar
a darse un amparo declarativo junto con la desestimación práctica de la demanda
frente a la absolución judicial dictada por el principio de legalidad (como
sucedió en el caso de punición discriminatoria respecto a los hijos
extramatrimoniales de la STC 67/1998). Este tipo de amparo generaría no poca
incomodidad inconstitucional, pues la consecuencia de una omisión
constitucional es la acción. El Tribunal Constitucional no se estaría limitando
a tachar del BOE la obra de un legislador que ha actuado al margen de la CE
(disculpen la expresión vulgar: que ha meado fuera del tiesto) sino que en
realidad estaría nada menos que ordenando al legislador democrático que se
pusiera a trabajar y que lo hiciera en un determinado sentido (si seguimos
con el desagradable símil anterior, le obliga a hacer una flujometría).
Conclusión
Termino tratando de contestar a la pregunta que titula mi
intervención. Y comienzo con su preludio puramente penal.
¿Era mala la protección penal de la Constitución antes de la
LO 14/2022? Sí.
¿Es peor ahora, tras la eliminación del delito de sedición?
Sí.
¿Era inconstitucional el defectuoso panorama protector
anterior? No.
¿Lo es ahora? No.