“La innovación organizativa, la revisión constante de sus
estructuras (…) es la única garantía de una relativa y cierta continuidad, el
único medio de vencer el primero y más grave de los fenómenos patológicos de
las organizaciones humanas, la anquilosis institucional” (Eduardo García de Enterría, La Administración
española, Alianza, 1972, p. 102)
Por Rafael Jiménez Asensio. La Mirada Institucional blog.- Las hipotecas del pasado
Hace más de dos siglos, ese oráculo de la Ciencia Política y
de las instituciones públicas que son los Papeles del Federalista, recogió
en diferentes pasajes y con redacciones diferenciadas una idea que aún resuena:
no puede haber buen Gobierno sin buena Administración. Siempre la he repetido,
y también ha sido reiteradamente replicada, por ser fino en los términos. Esa
idea de Hamilton no se tradujo, sin embargo, en la realidad organizativa. La
Administración Pública estadounidense, tras sus limitados inicios de las
primeras décadas, derivó rápidamente hacia el populismo jacksoniano que,
a partir de 1828, supuso la implantación del spoils system, que no se
consiguió erradicar hasta bien entrado el siglo XX. Mientras tanto, la
corrupción se extendió por el país. Como expuso Adolf Merkel, la Administración
adoptó un “giro antropomórfico”, dado que, al margen de su dimensión orgánica,
es una actividad ejecutada por personas. Y no seamos ingenuos, como también
advirtió Emerson: las instituciones son una prolongación de las personas que
las dirigen o que en ellas trabajan. Para bien o para mal.
Mientras los americanos del Norte caminaban por esos derroteros,
en la Europa continental el sendero que se cogió fue otro. La Revolución
francesa de 1789 arrumbó las instituciones del Antiguo Régimen. No hubo, en
principio, continuidad, sino quiebra. Sin embargo, tal apreciación hay que
tomarla con todas las cautelas, como inteligente escribió Alexis de Tocqueville
en su magna (y tardía) obra El Antiguo Régimen y la Revolución. A juicio
de este autor, algunas instituciones del Antiguo Régimen, entre los escombros
institucionales provocados por la Revolución, seguían perviviendo, ya fuera de
forma expresa o disimulada. La organización departamental del Ejecutivo fue una
de ellas; pero también la impotencia que mostraron los revolucionarios
franceses para articular una Administración que no bebiera, directa o indirectamente,
de las prerrogativas heredadas del absolutismo monárquico.
Este proceso fue extraordinariamente estudiado por el
profesor Eduardo García de Enterría en su conocida y temprana obra La
Revolución francesa y la Administración contemporánea. No obstante, en esa
depurada construcción conceptual bajo las premisas del difícil encaje de la
Administración en la arquitectura de un mal entendido sistema de separación de
poderes, subyacen algunos de los problemas aún no resueltos desde entonces,
como son las prerrogativas exorbitantes que tal poder público ostenta como base
del principio de autotutela, que encajan muy mal en un sistema constitucional
democrático cuyo eje central es que el papel de la Administración está
orientado al exclusivo servicio a la ciudadanía.
Lo relevante a nuestros efectos es que la organización
básica del Antiguo Régimen sobrevivió en el Estado Liberal, reformulando sus
presupuestos estructurales (de las Secretarías de Despacho del monarca absoluto
a los Ministerios del régimen liberal), y llegó hasta nuestros días. Las
estructuras departamentales de antaño eran muy limitadas, también
cuantitativamente hablando; un proceso que sufrió notables alteraciones
conforme las misiones del Estado fueron adentrándose en el intervencionismo
económico y la regulación social. La complejidad actual del sector público nada
tiene que ver con la situación existente en la España decimonónica; pero, en
esa afirmación hay algo de engaño: el legado institucional es más pesado de lo
que parece. La modernización del sector público, en muchos aspectos, sigue
estando encadenada a soluciones organizativas periclitadas como es el
funcionamiento departamental-ministerial, sectorial, funcional o divisional,
cuando no mediante entidades instrumentales que se visten de personificación
diferenciada, si bien reproducen a pequeña escala los vicios de la
administración matriz. Lo mismo ocurre en el plano de la descentralización
territorial, donde el isomorfismo de la Administración central ha terminado
incidiendo fuertemente en las estructuras organizativas de las Comunidades
Autónomas, con cambios más bien semánticos o puramente formales, e hipotecando
su transformación.
Las miserias del presente
Lo cuenta, citando a Alfred Chandler, Pascual Montañés Duato
en su libro Inteligencia política (El poder creador en las
organizaciones): la estructura debe seguir a la estrategia y no al revés.
Este es el gran problema de las organizaciones públicas que se conforman como
estructuras pétreas cuya modificación en sus fundamentos esenciales es
prácticamente imposible. La práctica de la esclerosis y repetición, como
diría Ross Douthat, es, en este ámbito, una constante casi inalterable. Los
cambios de gobierno todo lo más alteran las estructuras más elevadas
(ministerios, consejerías, departamentos), en las que se encajan las
estructuras directivas superiores e intermedias, en una suerte de adaptación
formal sin cambio sustancial. En el peor de los casos, cada vez más frecuentes,
se multiplican los departamentos o áreas cuarteando las estructuras en un afán
multiplicador de los panes y los peces, y creando enormes problemas de
coordinación intergubernamental, solapamientos y costes de transacción
elevadísimos como consecuencia de las negociaciones horizontales que se tienen
que entablar para resolver un problema que antes era competencia de un
departamento y ahora lo es de dos, tres o cuatro. A todo lo anterior se suma la
multiplicación de estructuras directivas que ese proceso de divisionalización por
arriba implica, pues en todo departamento, aunque esté casi vacío de
competencias, se ha de justificar su existencia con un mínimo tejido
estructural de órganos directivos, aparte de la reproducción mimética de las
estructuras de back office que cualquier ministerio, consejería o
área que se precie debe mantener.
En verdad, desde hace muchos años, hay un olvido, incluso un
desprecio, de los aspectos organizativos por parte de la política, que solo
descubre su necesidad y trascendencia instrumental cuando se trata de situar a
sus clientes en las propias estructuras de la Administración y en sus entes del
sector público. Ingenuamente, cuando no de forma necia, se pretende hacer
política atribuyendo un carácter vicarial a la organización, desconociendo que
las capacidades ejecutivas son la imprescindible palanca de un
gobierno efectivo. Y la premisa de tales capacidades se encuentra precisamente
en los tres pilares de una buena organización: estructuras, procesos y
personas. Los tres ejes se retroalimentan, si falla uno contagia a los demás, si
fallan dos la organización está en crisis y, cuando son los tres, la debacle
está garantizada. Decía Luciano Vandelli, en su exquisito libro Alcaldes y
mitos, que los nuevos regidores heredaban máquinas administrativas ineficientes
y desmotivadas. En verdad, esa pesada herencia es la que, salvo contadas
excepciones, recibe cualquier gobierno que hoy en día asume el poder. A pesar
de que cada vez se habla más de buen gobierno, los tozudos hechos nos muestran
que la calidad institucional está perdiendo enteros a marchas forzadas y, por
tanto, también la confianza de la ciudadanía en lo público. Y de ello, entre
otros motivos, tiene buena culpa el desinterés en el valor de las
organizaciones como medio de solución de los complejos problemas a los que se
enfrentan los poderes públicos actualmente.
Esas estructuras divisionales o ese falso modelo de
articulación de un sector público institucional, castrado de autonomía
funcional por el cordón umbilical de la política, ofrece sus peores versiones
cuando de abordar cuestiones transversales se trata. Hoy en día, resolver los
enormes desafíos del presente y del futuro con estructuras organizativas e
institucionales obsoletas es una rémora, además de un fracaso garantizado. Los
instrumentos ordinarios ya no dan más de sí. La Gobernanza pública exige
estructuras organizativas adaptables, flexibles y ágiles, también abiertas y
con un sistema efectivo de rendición de cuentas. La Ley 40/2015, se ha quedado
vieja en apenas siete años. Es una ley construida con materiales del pasado y
sin visión de futuro. Con estructuras de hormigón, cuando se requiere
materiales con mucha mayor capacidad de adaptación a entornos muy volátiles y
de marcada incertidumbre. Ni en esa ley ni en la mayor parte de las leyes
autonómicas que copian sus recetas orgánicas, tampoco las que regulan las
entidades locales, se han incorporado, salvo excepciones puntuales, estructuras
administrativas que operen por misiones, proyectos o programas, y que convivan
con los propios departamentos o actúen con miradas transversales.
Los retos están claros. Y una vez identificados, resulta
obvio que están comenzando a romper las costuras de unas organizaciones que
actúan más como camisa de fuerza que como prenda adaptada a los innumerables
desafíos a los que se ha de hacer frente en los próximos años: cambio
climático, envejecimiento de la población, desigualdad galopante, migraciones,
revolución tecnológica, recuperación económica y gestión efectiva de los fondos
europeos, Objetivos de Desarrollo Sostenible de la Agenda 2030, etc. Aun así,
prácticamente ningún nivel de gobierno se está planteando en serio invertir de
forma sostenida en la transformación de sus organizaciones. A ello coadyuva,
mediante su estrategia reactiva de defensa de un statu quo insostenible,
el tapón sindical en lo público, que ha terminado por dar la vuelta al orden
lógico de los factores: el subsistema de recursos humanos hipoteca al sistema
organizativo, atrofiando sus potencialidades y haciéndolo prácticamente
inservible o muy inefectivo.
Los tímidos destellos frente al futuro
En un año de multiplicación de procesos electorales y
conformación, en muchos casos, de nuevos gobiernos o continuidad renovada de
los anteriores, cabría presumir que los problemas organizativos (recuerden
aquello de que la estructura sigue a la estrategia) deberían gozar de un cierto
protagonismo. No creo equivocarme si digo que, por desgracia, ese deseo se verá
en buena medida frustrado. Peor para quienes asuman las riendas de ese nuevo
mandato castrando las transformaciones organizativas, pronto advertirán su
impotencia en la aplicación de sus políticas (si es que las tienen, pues como
advertía el ya clásico libro de Sí Ministro, una concepción pervertida de
la política consiste en el siguiente axioma: “Lo único seguro es no hacer nunca
nada”). Y la retórica o los proyectos de venta de humo a granel, se consumen en
breve tiempo. Cabría, por tanto, animar a los responsables públicos a poner en
valor sus organizaciones (y, por consiguiente, a iniciar procesos de transformación)
si es que quieren realmente hacer frente a los retos mediatos e inmediatos con
mínimas garantías de éxito. En cualquier caso, y como apunte final, cabe poner
de relieve que algo, aunque sea muy poco y con escaso eco o resultados, se
mueve. Veamos, telegráficamente, algunos ejemplos.
En un libro ya comentado y citado en diferentes entradas de
este Blog, Mariana Mazzucato identifica con precisión que uno de los ámbitos en
los que se puede adoptar una estrategia de misiones es, sin duda, en
la puesta en acción de los ODS de la Agenda 2030. Estos desafíos, de enorme
magnitud, comportan la necesidad de llevar a cabo desde la política no solo
cambios regulatorios, sino también conductuales y organizativos. En efecto,
para las estructuras gubernamentales ello requiere que se “trabaje fuera de sus
silos habituales”, como son los tradicionales ministerios, departamentos o
áreas. Por ejemplo, en el ámbito local el Ayuntamiento de Valencia lleva tiempo
impulsando una política transversal de Misión climática, lo cual es
avanzar en la buena línea y, por tanto, debe resaltarse. Tomen nota.
Otro ejemplo, con potencial elevado, si bien mucho más
limitado en sus resultados, es la gestión de fondos europeos, que podía haber
sido un campo ideal para la gestión transversal, pero que el modelo de
Gobernanza diseñado en el Real Decreto-ley 36/2020, redujo a su proyección
departamental, empobreciendo sus enormes posibilidades. Aun así, las exigencias
del contexto obligaron a adoptar soluciones organizativas ad hoc (luego
trasladadas también a muchas CCAA) como son las unidades administrativas
provisionales (esto es, para la gestión de un proyecto temporal, cuya
ejecución se despliega durante varios ejercicios presupuestarios). Reducido el
ensayo a una estructura departamental administrativa inferior y sumergido en el
pantano de la gestión de los RRHH y de unas relaciones de puestos de trabajo de
enorme rigidez (aunque se creen los puestos provisionales o de vigencia
temporal), sus limitados efectos parecen obvios. Algunas CCAA optaron por
introducir un nivel estructural de órganos directivos, con mayor peso que las
limitadas unidades administrativas, al prever la creación de estructuras
directivas temporales, si bien con diseños normativos que, en algunos casos,
admitían una porosidad política muy elevada con incorporaciones de personal
externo, lo que ha pervertido su funcionalidad. La propia AGE, con precedentes
en la figura de los altos comisionados, ha terminado por darse cuenta de
las limitaciones de su modelo legal, y ya comenzó a partir de 2022 a
crear estructuras departamentales de Comisionado con el rango
de Subsecretaría y Oficinas Técnicas dependientes de ellas, con el
nivel jerárquico de Direcciones o Subdirecciones Generales para la
gestión de determinados PERTE, como han sido los casos de algunos Ministerios.
Se ha optado así por creación de órganos directivos provisionales o
de proyectos, lo que alumbra una novedad evidente en el ámbito de las
estructuras organizativas de la AGE, aunque ello no se haya hecho por Ley, sino
por reales decretos de estructura, basándose en figuras recogidas en la Ley
40/2015, que –como se ha dicho- no previó estas situaciones. Si se consolida
esta tendencia, la multiplicación de altos cargos y órganos directivos será
notable.
Más novedoso, y hasta ahora apenas divulgado, es el modelo
de Gobernanza por proyectos que alumbra la Ley 4/2022 de la Comunidad
Autónoma de Extremadura, en su aplicación exclusiva al ámbito ejecutivo
autonómico. Aunque enmarcado en un proceso de racionalización y simplificación
de la actividad de intervención administrativa, el modelo organizativo
diseñado, que tiene un carácter innovador y que –como bien expone su preámbulo-
se alinea con las necesidades de adaptación de unas estructuras departamentales
tradicionales que ofrecen limitaciones evidentes para dar respuesta a los
desafíos constantes de la transversalidad, la gobernanza por
proyectos tiene vocación de ser extendida no solo al ámbito regulado por
la Ley, sino allá donde las necesidades de la Administración lo exijan. Este
enfoque es un acierto, aunque sus soluciones organizativas sigan limitadas a la
concepción de unidades administrativas temporales y no a órganos
administrativos temporales, si bien se puedan crear en uso de las potestades de
autoorganización. El test de sus resultados dependerá de dos factores muy
imbricados entre sí: el primero es la voluntad política sostenida de aplicar un
modelo organizativo y funcional que gire sobre la idea de misión o proyecto,
que deberá rebajar la siempre presente voracidad departamental de control de su
campo de poder; y el segundo, sin duda, reside en la capacidad que muestre el
subsistema de recursos humanos, cargado de instrumentos de gestión de enorme
rigidez (como son las propias relaciones de puestos de trabajo y un denso
sistema normativo plagado de “garantías” hacia los empleados públicos y de
olvido de los fines de la organización) para ir abriendo las puertas a la
flexibilidad en la asignación de las personas a las necesidades contingentes de
la Administración y a sus nuevos retos. Alguna pista se da en la citada Ley. La
clave estará en cómo superar las resistencias al cambio o cómo vencer lo que
Renate Mayntz denominó el “poder de autoconservación de la
Administración”. No será un viaje fácil; pero solo intentarlo debe ser motivo
de aplauso.
Hace más de tres décadas Michel Crozier ya advertía en una
obra menor (Cómo reformar al Estado) lo siguiente: “Una idea simplista
preferiría que la descentralización fuera suficiente para asegurar una buena
administración”. El gran ensayista francés negaba que ello fuera así en la
mayor parte de los casos. Para reforzar ese buen gobierno proponía como remedio
el “indispensable afán de reforma de la cúpula del Estado”. Sin embargo, ante
la inacción de cualquier reforma estructural desde la AGE, que debiera servir
de espejo, no queda otra que, si las Administraciones territoriales buscan
mejorar su efectividad, promuevan, con sus propias herramientas, tales reformas
estructurales e institucionales. Veremos qué nos depara el 2023 y la próxima
legislatura o mandato en este importante asunto: anquilosis o adaptación. No
otro es el dilema.
ALGUNAS OTRAS CONTRIBUCIONES SOBRE ASPECTOS ORGANIZATIVOS
DEL SECTOR PÚBLICO:
«Desafíos organizativos derivados de la gestión de los
fondos europeos del Plan de Recuperación. Administración por proyectos versus Administración
divisional» REVISTA VASCA DE GESTIÓN DE PERSONAS Y ORGANIZACIONES PÚBLICAS
NÚMERO 22, 2022 RVOP
22 RJA
«Organización administrativa y gestión por proyectos (El
caso de las unidades administrativas temporales y estructuras similares de
gestión de proyectos financiados con fondos europeos)» LA ADMINISTRACIÓN AL
DÍA/INAP 2021 inap_lad_1512075