El primer problema al que se enfrenta el teletrabajador es en la libertad que goza para poder organizar su propio trabajo y compaginarlo con otras actividades extralaborales.
Por Carles Ramió. esPúblico blog.- Antes de entrar en el análisis sobre las dificultades intrínsecas del teletrabajo quiero dejar asentados tres elementos previos. Por una parte, estoy totalmente a favor del teletrabajo en aquellos puestos que no exigen presencialidad. Por otra parte, llevo 30 años practicando con entusiasmo el teletrabajo (el 95 por ciento de mis textos publicados los he escrito en casa o fuera de mi oficina). Finalmente, es evidente la complejidad de los responsables en dirigir, coordinar, controlar y evaluar a los empleados que realizan teletrabajo, pero lo cierto es que no debería ser mucho más complejo que el ejercicio de las mismas funciones en el trabajo presencial tradicional. En este sentido solo me llama la atención en relación al teletrabajo la dificultad en que el equipo comparta espacios físicos en el que están todos presentes que son imprescindibles para análisis más profundos en los que la interacción antes y después de la reunión es relevante. Hay que reconocer que en la presencialidad física fluye mucho mejor la información informal y la información casual (que surge de manera espontánea mediante la interacción personal) que es esencial para una buena gestión.
En esta entrada quiero hablar de las dificultades intrínsecas a las que se enfrenta el empleado que ejerce el teletrabajo que son diversas y más complejas de lo que aparentemente se suele considerar. Aunque es un error común considerar que el teletrabajo se practica en el domicilio particular del empleado lo cierto es que mayoritariamente suele darse esta situación.
El primer problema al que se enfrenta el teletrabajador es en la libertad que goza para poder organizar su propio trabajo y compaginarlo con otras actividades extralaborales. En teoría todo son ventajas: uno puede aportar laboralmente con el trabajo en casa más que trabajando en la oficina y, junto a este atributo positivo para la institución en la cual trabaja, el empleado puede compaginar mucho mejor sus actividades de carácter doméstico y gozar de una mayor calidad de vida. No hay duda que un trabajador puede aportar mayor calidad y cantidad de trabajo y en paralelo poder compaginarlo con tareas domésticas o de cuidado auto personal. No hay duda que si se desayuna en casa se puede hacer con mayor calidad y a menor coste económico, ir al baño doméstico es más confortable que en el de la oficina, etc. Además, puede aprovechar las interrupciones necesarias en el trabajo para oxigenarse para hacer una lavadora, ordenar la casa, comprar en una franja horaria en la que hay poca afluencia de público, etc.
Si bien todo esto es cierto también es una evidencia que esta posibilidad de compaginar varias dimensiones vitales a la vez tiene su complejidad. Las distracciones en casa suelen ser muy diversas. Uno puede hacerse varios cafés, ir al baño en muchas más ocasiones que en la oficina (es una evidencia que las vejigas son más sensibles en casa que fuera de casa), extenderse más de la habitual en gestiones administrativas domésticas y personales, etc. Las potenciales distracciones e interrupciones pueden ser tantas y tan diversas que pueden llegar a confundir y a dispersar en exceso al teletrabajador. Cuando hace 30 años me inicié en el teletrabajo fui tan consciente de esta problemática que me impuse como metodología algo que el lector me va a calificar como enfermo. Mi técnica consistía en que cronometraba cuando estaba trabajando de manera productiva. Mi objetivo era cumplir al día 8 horas de trabajo productivo. Por tanto, si preparaba un café ponía en pausa el cronómetro, o si iba al baño o incluso si estaba pensando en otras cosas (obvio que también si preparaba la comida, hacia la colada o salía a comprar). ¡No pueden ni imaginar lo que me costaba llegar cada día a las 8 horas de trabajo productivo! Es evidente que este sistema de control taylorista o fordista es más propio de un enfermo, pero para mi fue muy útil para autodisciplinarme (para aprender a teletrabajar). Me había dado cuenta que había días en que estaba teóricamente todo el día trabajando, pero mi productividad había sido muy baja y solo por la vía del cronómetro logré ordenarme y ser productivo. Al cabo de unos años abandoné este sistema pueril ya que había aprendido la dinámica y la rutina de ser productivo en casa sin necesidad de andar con un cronómetro. Ya me he acostumbrado en hacer varias tareas sucesivas y radicalmente distintas disfrutando de una evidente mayor calidad de vida.
Otro tema que resulta curioso es como el teletrabajo está cambiando las viviendas en las que residen los empleados públicos. Es imprescindible que el teletrabajador disponga de un espacio de calidad para poder desarrollar su trabajo profesional. Una habitación habilitada como despacho es la opción ideal pero no siempre posible. Yo empecé mi andadura con un despacho para mi solo, pero a medida que la familia se fue ampliando y los costes de las viviendas incrementado esto ya no fue posible. Desde hace bastantes años tengo habilitado mi despacho en el salón. Curiosamente mi confort ha incrementado, pero ha ido en detrimento de la libertad de mis familiares. Lo que no he logrado es que dos o más teletrabajadores podamos convivir en el mismo domicilio (situación que todos ejercimos con la pandemia teniendo en cuenta que los hijos tele estudiando tienen las mismas necesidades que un teletrabajador). Cuando necesitamos silencio siempre hay alguno que habla a voz en grito en una teleconferencia o cuando hay varios la cacofonía es un caos insoportable.
Una opción muy corriente entre los empleados públicos asociados al teletrabajo es utilizar su segunda residencia como domicilio principal o incluso cambiar la vivienda de una ciudad por una residencia alejada, más confortable internamente y por el entorno donde está ubicada, además de ser más económica. Cuando uno visita un centro público en el que se aplica el teletrabajo (lo usual es dos días a la semana de teletrabajo) uno no deja de asombrarse. Los lunes y viernes la oficina parece un edificio fantasma por la falta de presencialidad. Los jueves y martes una parte importante de los empleados circulan por la oficina con maletas como si fuera un fin de semana largo o antes o después de vacaciones. Los martes, miércoles y jueves la oficina se puede convertir en una olla de grillos debido a las ganas que tienen los empleados de socializar y a que algunos gestores de espacios han redimensionado la oficina como si el teletrabajo estuviera equilibrado durante toda la semana y no existieran días pico (como sucede siempre en la práctica). Otro problema es que cuando un trabajador muda su residencia a un lugar bastante lejano de la oficina o cuando toma como rutina vivir siempre en la segunda residencia al principio todo parece fácil y asumible. Se vive con mayor calidad de vida 4 días a la semana a sabiendas que durante tres días habrá que asumir más sacrificios por motivos de desplazamientos más largos y tediosos. Pero una cosa es la teoría y otra cosa la práctica y los días a los que les corresponde el trabajo presencial se hacen muy sufridos y ya se detecta la tendencia de que los numerosos días de asuntos propios siempre recaigan en los días de trabajo presencial y, casualmente, los días de indisposición igual. Estas dinámicas son naturales y comprensibles pero llevadas al extremo dificultan la calidad de trabajo en su versión más colaborativa. Algunos responsables administrativos me han comentado que desde la pandemia (marzo de 2020, por tanto, han pasado ahora casi cuatro años) no han logrado tener a todos los empleados juntos el mismo día. Obvio que esto no es lógico ni positivo para una buena gestión, en la que circule bien la información y se establezcan las complicidades y alianzas necesarias para un buen despeño transversal, colaborativo, holacrático y holístico orientado hacia la inteligencia colectiva que es lo que aconsejan los manuales contemporáneos de gestión.
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