Por Rafael Jiménez Asensio. Ensayo y Política blog.- Lo que aquí sigue es una síntesis de algunas ideas (ver PDF) de una ponencia presentada en un Curso de Verano (UPV/EHU) sobre «Regeneración democrática y Administración Pública». Como, dada su extensión, la inmensa mayoría no la leerá, se han redactado estas páginas, para al menos difundir algunas de sus conclusiones.
Veamos primero la dimensión cuantitativa (aproximada) del problema. Las Administraciones Públicas son (salvo los pequeños municipios), estructuras institucionales que, en el conjunto de España, disponen de miles cargos públicos en sus órganos de gobierno, también miles de asesores o personal de confianza, decenas de miles de altos cargos y personal asimilado en el sector público institucional del Estado y administraciones territoriales, así como decenas de miles de puestos directivos que se cubren por libre designación entre personal funcionario o empleado público en tales organizaciones públicas. Los cargos políticos se cuentan también por decenas de miles. En un estudio (Gómez Yáñez y Navarro, 2019), se cuantificaban en más de 800.000 (pero allí se computaban también electos locales sin sueldo, solo con dietas).
Estos cargos públicos se cubren por los partidos de forma habitualmente discrecional, inicialmente entre militantes y, cuando ello no es posible, entre personas próximas políticamente (personal o familiarmente) a quienes ejercen el poder. Ser designado a tales cargos requiere, sobre todo, disponer de la confianza política de quien les nombra. Esta es la clave: son puestos de confianza. Y, como dijo, un responsable público al nombrar a un familiar: “En quien voy a confiar yo más que en mi hermano”. Asunto cerrado.
Por lo común, salvo en algunos altos cargos de la Administración del Estado, no se requiere para su nombramiento ningún requisito de cualificación profesional. Muchas de las personas que dirigen el sector público son -algo que puede sorprender al profano- amateurs en ese campo de actividad, algunos de ellos sin titulación universitaria o sin experiencia laboral; esto es, aprenden -si es que lo hacen- con el tiempo y los errores. La profesionalización cada vez más intensa de la política, implica que los miembros de los partidos rotan de una responsabilidad a otra, moviéndose en tales menesteres por ese sexto sentido de la supervivencia política. No hay aprendizaje previo ni formación especializada. Se aterriza en el cargo y allí uno se bandea como puede.
Los actuales “partidos de cargos públicos” (en sus ejecutivas u órganos del partido son casi todos cargos públicos) cuando ejercen altas cotas de poder tienen innegables dificultades para encontrar perfiles que se adecuen mínimamente a las exigencias competenciales básicas que el nivel de responsabilidad exige en cada caso. En esos supuestos, recurren a funcionarios de “su cuerda política” o próximos ideológicamente al partido; pero los niveles más altos de responsabilidad ejecutiva los procuran cubrir, salvo excepciones puntuales, con militantes de pata negra, que no den sustos políticos ni se desvíen de la ortodoxia del partido. Aun así, hay ámbitos de gobierno en los que la búsqueda de perfiles técnico-políticos se hace imprescindible si no se quieren tener problemas en la gestión cotidiana.
España es el país de la Unión Europea (tal vez en disputa con Italia) en el que la Administración Pública tiene una mayor presencia de cargos de designación política, lo que es un incentivo importante para los partidos, que así pueden atender los innumerables apetitos de sus respectivas clientelas. Ese número ha ido creciendo conforme avanzaba el tiempo. La densa estructura territorial del país, con diferentes niveles de gobierno, ha alimentado ese desmesurado crecimiento del número de cargos públicos. Los respectivos Gobiernos han ido engordando artificialmente hasta el punto de aproximarse algunos a situaciones orgánicas de obesidad mórbida (el Gobierno central ha tenido en los dos últimos mandatos veintidós carteras ministeriales, lo cual es una absoluta exageración para las competencias efectivas; algunos gobiernos autonómicos también han multiplicado sus departamentos). Esta partenogénesis estructural da pie, asimismo, a una multiplicación de los niveles orgánicos directivos, generando más necesidades de cuadros de ese carácter que los aparatos de los partidos deben satisfacer. Y lo hacen mal o como buenamente pueden.
No solo han crecido el número de gobiernos y sus estructuras internas de altos cargos, sino también se ha densificado el sector público institucional con la multiplicación de entidades públicas cuyas estructuras de gobierno y directivas son cubiertas por exclusivos criterios de confianza política (entre los militantes, cargos quemados o amigos del poder). Ese sector público a veces se asemeja a la cueva de Alí Babá: altísimas retribuciones a sus directivos (muchos sin capacidad ejecutiva alguna), empleos que se reparten entre las clientelas, contrataciones amañadas, etc. El control de esas entidades, aunque existe, es muy laxo y tardío. Además, hay que añadir los miles de asesores (personal eventual), que nombran los diferentes gobiernos. Moncloa, sin ir más lejos, tiene quinientos asesores presidenciales. En fin, una exageración, para la descoordinación existente entre departamentos, que son silos incomunicados. No se exige nada para ser asesor, lo que da lugar a abusos escandalosos.
Al haber muy pocas reglas, los partidos en España tienden a la ocupación intensiva de la alta Administración, desplazando a la función pública de esos ámbitos, sin perjuicio de que en ocasiones los cubran con funcionarios, pero por criterios de designación política, ajenos a los principios que rigen la función pública. La alta Administración es, así, un espacio que en este país ha sido invadido por la política partidista. La metafísica de la confianza (Longo) es la que da pie a tales nombramientos, y la pérdida de aquella a los consabidos ceses.
La multiplicación gradual de órganos en las Administraciones Públicas de cobertura política o de provisión por libre designación, no es una opción neutra en términos de reforma o regeneración democrática. Sus raíces, como se desarrolla en esta ponencia, se hallan en la España decimonónica y en su compleja evolución posterior, donde el Estado Liberal fracasó en su empeño de implantarse y ello tuvo serios efectos sobre la Administración Pública, que se convirtió desde los primeros pasos en patrimonio de los gobernantes de turno. Sin cultura democrático-liberal, la política invadió las estructuras administrativas adentrándose en sus primeros momentos hasta sus niveles más ínfimos, creando un sistema caciquil-gubernativo de nombramientos funcionariales que permanecían en su cargo mientras los políticos que designaban se hallaban en el poder. Finalizado su mandato, los funcionarios nombrados por ellos eran cesados por los que llegaban que, a su vez, nombraban a sus amigos políticos.
Este sistema de cesantías impidió la profesionalización de la Administración, que fue efectiva solo en determinados cuerpos especiales de la Administración del Estado (acceso por oposición). Con razón, el sistema de cesantías fue calificado como una aplicación castiza del spoils system (Nieto). La Administración estaba, entonces, perforada por la política y por recomendaciones para conseguir un turrón (un empleo público), algo perseguido por miles de aspirantes cuya gran aspiración era disfrutar temporalmente de un sueldo público.
La presencia del caciquismo, en connivencia con las influencias gubernamentales, condicionó la construcción de una Administración decimonónica (las cesantías llegan hasta el Estatuto Maura de 1918). Los escasos ensayos de configurar una función pública profesional fracasaron. Y se implantó una cultura del favor que llega hasta nuestros días.
Paradójicamente, fue durante los dos períodos dictatoriales (Primo de Rivera y Franco) cuando se ensayó, con diferente intensidad, la construcción de una función pública profesional (local en 2024-2025, y de la Administración del Estado en 1964), con una marcada impronta corporativa. La alta función pública se convirtió entonces en cantera de altos cargos y de ministros ante la debilidad de los partidos del sistema para proveer tales cuadros. Tras iniciales períodos de depuración funcionarial, de “oposiciones patrióticas” y de autarquía, la Administración franquista, con la reforma tecnocrática (1956-1964), reforzó y legítimo profesionalmente los altos cuerpos del Estado. Esos orígenes marcaron su estela tras la Constitución de 1978. La izquierda era reacia al peso del corporativismo funcionarial, lo que se concretó en la reforma de 1984; pero siguió echando mano, por obvias necesidades, de determinados cuerpos de élite; mientras que la derecha mimó especialmente a otros altos cuerpos, de los que siempre extrajo cuadros políticos importantes.
A partir de 1978, los sucesivos gobiernos fueron incapaces de vertebrar una función pública bajo parámetros nuevos, y la institución vivió de la herencia de la reforma tecnocrática de 1964, remozada con las incorporaciones de 1984. Solo en 2007 (EBEP) se aprueba un marco normativo básico, con fuerte contenido dispositivo, cuyo fracaso (inaplicación) ha sido sonado. En las estructuras organizativas tampoco hubo mejoras sustantivas: el modelo departamental y la Administración institucional son herencias del pasado, así como las estructuras internas de los ministerios o departamentos, con muy pocas novedades. El sector público, por su parte, bebe de las fuentes normativas diseñadas en 1958 (LEEA). Sí que se incorporaron, años después, las entidades públicas empresariales, las administraciones “independientes” (1997) y las agencias para la mejora de los servicios públicos (2005). Pero la reforma de 2015 del régimen jurídico del sector público se sustentaba, con adaptaciones de contexto, sobre las viejas premisas. La Administración electrónica se inaugura legalmente en 2007, y se consolida formalmente a partir de 2015 (en 2021, materialmente), pero con una digitalización endogámica que crea exclusión digital y desatención ciudadana a amplios colectivos. De simplificación y supresión de cargas administrativas llevamos hablando hace casi veinte años, con muy escasos avances.
Las tesis que en ese texto (PDF) se mantienen son esquemáticamente las siguientes:
1.- La acusada penetración de la política en la Administración no solo tiene efectos cuantitativos, sino también cualitativos: achata el rol de la alta función pública, que se convierte en vicarial o instrumental, sin autonomía propia ni capacidad de retroalimentar a la política. Rompe o daña irreversiblemente, además los controles internos (antesala corrupción). El partidismo se contagia a la alta función pública y empaña su imparcialidad. La profesionalidad e imparcialidad se ven como un estorbo por una política que va a lo suyo.
2.- Dado el inmenso número de cargos públicos de extracción política, lo realmente importante para ellos es seguir a pies juntillas las directrices del Gobierno o del partido. Cualquier desviación de tales exigencias comporta el cese discrecional. La fidelidad partidista perruna es una de las máximas de la supervivencia del político profesional. El nivel profesional de tales altos cargos es, a veces, bajísimo o ajeno a sus competencias; sobre todo de quienes proceden del partido o partidos. Su sentido institucional es nulo.
3.- Vivir “de la política” (en expresión de Max Weber) implica, por tanto, tener claras esas reglas. Si se obedece y las cosas salen mal, siempre el partido/entidad de beneficencia busca una salida al cargo cesado, para que en otro ámbito siga enchufado a los presupuestos públicos y tenga cubiertas sus necesidades existenciales. Si se discrepa o se cometen errores serios, al impulsar políticas no avaladas por el partido, el desamparo político se impone.
4.- Este contexto tan perverso produce lo que Ortega y Gasset denominaba como “políticos pusilánimes”; esto es, políticos cuya única finalidad es aguantar en el poder y que, por tanto, ni tienen proyecto ni arriesgan, solo obedecen, por lo que la parálisis se impone o, todo lo más, se hace política cosmética con vacíos relatos de asesores de comunicación.
5.- Las consecuencias de todo ello son bien obvias, las reformas del sector público, en cuanto que exigen decisiones críticas en las que inevitablemente hay ganadores y también perdedores (el win-win no funciona aquí o es simplemente falso), no se acometen o se paralizan o ralentizan de inmediato. El miedo a la contestación interna o social, más cuando las elecciones se aproximan, atenaza las energías de cambio. Las congela. No hay ya políticos con coraje para afrontar las transformaciones necesarias. Una especie en extinción.
6.- La Administración Pública, así, se muestra una y otra vez incapaz de reformarse, modernizarse o transformarse. Esas tendencias llevadas a cabo por la política (la piedra de Sísifo), se inician, arrancan, fracasan y, más temprano que tarde, regresan al sitio de partida, así permanentemente. Una reforma seria de la Administración exige un cambio institucional profundo, tiempo y unas reglas de nuevo cuño, que nadie se atreve a formular y, cuando surgen las primeras dificultades, menos aún a ejecutar: una política pusilánime que busca contentar a todos, es incapaz absolutamente de llevar a cabo esa transformación.
7.- Mientras tanto, la Administración se muestra cada vez más inadaptada para atender los grandes desafíos a los que se enfrenta la sociedad. Su cada vez más deficiente funcionamiento le aproxima al colapso (Ramió, 2024). Ni tiene la necesaria capacidad estratégica ni tampoco las capacidades administrativas exigidas para ese empeño, que han sido anuladas a lo largo del tiempo por el desdén y la omnipresencia de la política. Para ello, la política pusilánime cuenta con un aliado: el sindicalismo del sector público. La alta protección y las condiciones de trabajo en el sector público, adormecen a un empleo público cada vez más endogámico, que ha perdido ya su razón de ser y solo mira a su ombligo.
8.- Sin embargo, lo más grave no es eso, sino -como se expone en el texto y en su propio enunciado- el silente retorno del pasado a la propia Administración Pública, que no solo está paralizada, sino que muestra cómo hábitos periclitados regresan con fuerza al ámbito de lo público. Es el caso, por ejemplo, de las evidentes similitudes entre los viejos partidos de notables y los partidos de cargos públicos (concepción patrimonial de la Administración, exacerbado clientelismo y nepotismo) y en la cada vez mayor presencia de la política en los ámbitos tradicionales de gestión, cortocircuitando la Administración profesional e imparcial. Con malos argumentos “democráticos”, se cuestiona de raíz el mérito y la capacidad en aras a un falso igualitarismo que destruye más aún los débiles cimientos de la función pública. La cultura del esfuerzo se pretende exterminar en el acceso a la función pública, sustituida por sucedáneos que están lejos de ofrecer resultados efectivos. Siempre hay puertas traseras. Por otro lado, la cruzada que desde la política gubernamental se ha iniciado a partir de 2021 contra los altos cuerpos del Estado ha ido in crescendo y puede tener consecuencias muy serias para el futuro del país, al menos tal como lo hemos conocido hasta la fecha.
9.- La Administración del Estado representa -si exceptuamos las FCSE y el Ejército- un 8 por ciento del total del empleo público, su prestigio tradicional se basaba en sus cualificaciones técnico-profesionales, sobre todo de la alta función pública. Esto puede tener fecha de caducidad. El acceso a tales estructuras de élite no puede ser blando. Aunque deba ser distinto o mejorado, por razones obvias. Mientras tanto, las Administraciones territoriales, además de una fuerte penetración de la política, tienen unas debilidades consustanciales propias de su arquitectura autárquica, con una función pública más vicarial aún, déficits de capacidades administrativas muy serias, lo que llama a la externalización intensiva de los servicios cualificados. Hay, además, una fortísima presencia de empleo público temporal que se ha querido atajar con un discutible sistema de acceso (más bien de ordenación de la entrada por los años de servicios prestados), mal llamado de “estabilización”, que tendrá muy serias consecuencias futuras sobre la imposibilidad de articular unas estructuras funcionariales y directivas profesionales e imparciales, que den la respuesta necesaria a los enormes desafíos a los que el sector público territorial se enfrenta y enfrentará.
10.- Con estos mimbres, pretender que la Administración Pública sea la locomotora de transformación de la sociedad, es un pío deseo. Sin una renovación previa de la política y del sistema institucional (algo impensable, pues son los propios partidos quienes han de promoverla), lo máximo que se logrará serán reformas puntuales de corte incremental en cuanto a gasto público, sin mejoras efectivas sobre el funcionamiento del sector público y de sus servicios o prestaciones. La política sigue fiándolo todo (su captación de votos) a las subvenciones o al reparto del dinero público; pero ello implica disponer de poder de gasto, margen que no todas las Administraciones tendrán ni mucho menos. Y, además, como expuso Alexis de Tocqueville, no hay nada más difícil de gobernar que un pueblo de solicitantes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario