lunes, 25 de marzo de 2019

El futuro de los juristas en la Administración Pública

"La inteligencia artificial está invadiendo silenciosamente nuestras vidas” (J. I. Latorre)

“Una cosa es que a la Administración Pública le cueste ser proactiva y tener una cierta visión estratégica, pero otra muy distinta es que sea sencillamente estúpida (C. Ramió)

Por Rafael Jiménez Asensio.- La Mirada Institucional blog.- Creo que hay debates que se deben abrir, aunque levanten ampollas y generen un sinfín de críticas. Es muy fácil matar al mensajero, sobre todo cuando trae noticias que no agradan. Lo que aquí sigue -ya les advierto, un texto largo para este género del post- es una mera descripción de un problema, un sucinto e incompleto apunte sobre un incierto futuro, y una modesta aportación o consejo sobre cómo afrontar lo que vendrá.

Nadie puede poner en duda que las Administraciones Públicas españolas, por lo que afecta a sus niveles superiores, tienen un elevadísimo porcentaje de juristas. En verdad, si somos más precisos en el lenguaje, deberíamos afirmar que la presencia de los titulados o graduados en Derecho es sencillamente abrumadora en lo que se conoce como “Administración General” o el back office de los sistemas administrativos, sean cuales fueren los niveles de gobierno. Si ponemos la vista sobre los ámbitos sectoriales o finalistas, esa presencia, como es obvio, se diluye. Pero, no nos llamemos a engaño, todavía hoy los funcionarios de extracción jurídica son los que manejan los resortes de poder interno en las organizaciones públicas, aunque cada vez los tengan que compartir con otras titulaciones, como los economistas o, en menor medida, médicos, ingenieros, psicólogos o informáticos.

En la función pública alemana tradicionalmente siempre se habló del monopolio de los juristas (Juristenmonopol); de todos modos, a no confundir el prestigio de la profesión de funcionario jurista en Alemania con nuestra situación en general. 

Las Administraciones continentales europeas tuvieron predilección especial por fomentar una burocracia asentada en la figura del “letrado” (primero en la construcción del Estado moderno, luego en la Administración prusiana). Tras la revolución liberal, las Administraciones  de impronta francesa o napoleónica reservaron también un amplio espacio a los juristas en sus diferentes cuerpos y escalas superiores. La paradoja es que Francia fue la primera en apartarse de esa tendencia, cuando configuró los estudios de Sciences po como la pasarela (casi) necesaria para acceder a los cuerpos de élite. El Derecho seguía teniendo fuerte presencia en esos estudios, pero junto con otras muchas materias (economía, relaciones internacionales, historia, pensamiento político, estadística, administración pública, etc.). Aun así, en otros cuerpos administrativos superiores los estudios jurídicos siguieron siendo la antesala del acceso a la función pública. Por el contrario, en la Administración del Reino Unido los juristas siguen siendo minoría y dedicados a tareas especializadas, no genéricas. Lo mismo ocurre en otras Administraciones de corte anglosajón o en las nórdicas.

El modelo administrativo español siempre vivió muy hipotecado a un importante número de cuerpos de élite en los que disponer de la licenciatura en Derecho era requisito o, en su caso, una buena tarjeta de entrada para acceder a tales estructuras funcionariales: los programas mandan y el tipo de oposiciones más. Este modelo que pervivió durante los siglos XIX y XX sigue aún vigente en la Administración General del Estado, con algunos matices. Tan elevada presencia de juristas en el sector público se transmitió con fuerza a las Administraciones de las Comunidades Autónomas o a las Administraciones Locales. El isomorfismo institucional fue la pauta y se calcó, en lo que se pudo, el modelo matriz. La necesidad era –o se pretendía que fuera- que tales organizaciones públicas debían actuar de acuerdo con el principio de legalidad (¿no actúan así las Administraciones anglosajonas o nórdicas, sin apenas juristas, y con dosis mucho mayores de eficiencia?). Lo cierto es que con esa excusa latente o aparente, legiones de titulados en Derecho poblaron la nómina de las Administraciones Públicas. Muchos de ellos se jubilarán en los años venideros, otros están llamando a la puerta. Pero no es por ahogar sus respetables expectativas: ¿Realmente la Administración Pública necesitará en los próximos años tal cantidad de juristas? Ya les anticipo que rotundamente no.

Ciertamente, esos juristas que pueblan las nóminas administrativas son muchas veces (o la mayor parte de las veces) tramitadores de procedimientos administrativos de mayor o menor complejidad. No son muchos, realmente, los que llevan a cabo tareas de concepción, informes complejos, diseño de políticas, estudios comparados, o de elaboración de textos para la producción normativa; menos aún son los que se dedican a las tareas de defensa de la Administración Pública ante los tribunales, estos últimos normalmente agrupados en cuerpos o escalas cuya nota diferenciadora es actuar como “letrados” en los diferentes procedimientos judiciales. A estos no me refiero en estas líneas, aunque algunas cosas que diré puedan también afectarles.

Administración Pública juridificada
Disponemos, por tanto, de una Administración Pública altamente juridificada. Y, tal vez, convendría preguntarse si ese dato fáctico no está actuando realmente como freno invisible a los procesos de digitalización de las organizaciones públicas o aplazando, en algunos casos, proyectos de mejora e innovación que se promueven en el ámbito público. Cierto que hay una fina capa de juristas funcionarios que empujan tales procesos de innovación, pero no menos cierto es que la inmensa mayoría, todavía hoy, no lo hacen. Si se mira egoístamente, a nadie le gusta cavar su propia tumba. En verdad, tales resistencias lo único que lograrán será jugar el papel de adormideras temporales o de intentar poner (lo cual es imposible) puertas al mar. Aunque sea más tarde que temprano, la Administración Pública tendrá que subirse a la ola de la digitalización, comenzar a capear la intensa ola de la automatización y sortear como pueda el imparable y durísimo oleaje de la Inteligencia artificial. Ya sea con los juristas, muy a pesar de los juristas o, incluso, contra los juristas.

Dicho de otro modo, las profesiones jurídicas en las Administraciones Públicas, en cuanto que buena parte de las tareas que realizan hoy en día serán automatizadas a medio plazo, están llamadas inevitablemente a contraerse muchísimo en número de efectivos (dotaciones) en los próximos años, salvo que tales instituciones quieran acumular personas sin (apenas) funciones en sus respectivas organizaciones, lo que sería algo así como autodestruirse, hipotecar sus presupuestos públicos o transformarse en entidades de beneficencia de funcionarios parcial o totalmente desocupados.

¿En qué medida o con qué intensidad numérica esa contracción de tareas terminará afectando a las dotaciones de empleos cubiertos por juristas? Esto no tiene respuesta fácil, sobre todo mientras no dispongamos de estudios empíricos, trabajo de prospectiva (evolución demográfica y análisis de necesidades a medio plazo) y desarrollemos más (o algo) la herramienta de la planificación estratégica de recursos humanos en el sector público. Pero sí se puede afirmar con rotundidad que, tal como reconoce la abundante literatura especializada sobre el futuro del empleo en un escenario de revolución tecnológica, con la salvedad (y probablemente temporal) de los abogados que actúan ante tribunales de justicia, las tareas de tramitación gestión administrativa o técnica que no aporte especial valor añadido a la máquina serán objeto inevitablemente de automatización. Entre las profesiones del futuro no están las jurídicas, menos aún las de un trabajo jurídico altamente rutinario y con desarrollos cognitivos o creativos limitados, así como que no opere en el campo de las relaciones sociales o de la interactuación ciudadana. Como ha recordado recientemente Torrejón Pérez (“El contenido de tareas y la dinámica de las ocupaciones en España”; un interesantísimo artículo que me remitió amablemente Mikel Gorriti), los impactos sobre los empleos de la revolución tecnológica hay que analizarlos en función de las tareas: rutinarias, creativas y de interacción social. Los impactos más inmediatos son, obviamente, sobre tareas rutinarias. Por tanto, será muy importante para su mantenimiento a corto/medio plazo el contenido “creativo” de las tareas del puesto y, más aún, su dimensión social (tareas directivas, de asistencia, salud, educación, etc.). Lo que no implica que tales empleos no se vean también finalmente afectados.

Como todo el mundo mínimamente informado conoce, la Administración Pública a corto y medio plazo necesitará dotarse de un número importante de empleos cubiertos por analistas de datos, ingenieros de datos, programadores, monitores y programadores de robots, matemáticos, profesores con otras competencias muy distintas a las  actuales, personal sanitario y de asistencia social, pero en todos estos últimos casos muy condicionados por un entorno automatizado y de Inteligencia artificial que cambiará radicalmente los roles y tareas de ese personal. Sin duda, se requerirán magistrados, fiscales, abogados, policías, inspectores, etc., pero el número de efectivos y sobre todo sus tareas también se verán ampliamente afectadas por la revolución tecnológica. Y cada vez de forma más creciente.

Con este panorama sucintamente descrito, es oportuno preguntarse qué hacer. Lo primero ver el problema. Lo segundo comprenderlo. Y lo tercero, adoptar medidas. Dejaré los dos primeros pasos por obvios, aunque son de imprescindible tránsito. Y me centraré en el último: ¿Qué medidas tomar? Se puede resumir brevemente: una gestión planificada de vacantes (Gorriti, 2018) y una gestión también cabal de las ofertas de empleo. A corto plazo, la medida más sensata es, siempre que se produzca una vacante de un empleo técnico-jurídico, ver si realmente a medio plazo tal cobertura es imprescindible o si no sería mucho más apropiado crear una nueva plaza con perfil técnico vinculada a las profesiones STEM y con las competencias (soft skills, principalmente) que exigirá la automatización y la IA en su impacto futuro en el sector público. Si transitoriamente fuera necesario cubrir esa vacante con un perfil jurídico, optar por dos caminos: el más aconsejable, configurar un programa temporal de naturaleza transitoria anudado a la tecnificación gradual de las plantillas; el segundo, si se opta por la cobertura definitiva de la vacante, exigir a esos “juristas” en el acceso un elevado conocimiento y destrezas de competencias digitales,  así como en materia de protección de datos (su futura e inevitable reconversión, siempre será más fácil si se parte de esos presupuestos), y garantizar que acrediten actitudes y aptitudes para desarrollar competencias imprescindibles en su labor futura: creatividad, iniciativa, resilencia y adaptación al cambio, empatía, trabajo en equipo y pensamiento crítico. Nada de esto se evalúa en los actuales procesos selectivos. Y se está llenando el empleo público de futuros cadáveres funcionales o, en el mejor de los casos, de empleados que más temprano que tarde estarán inadaptados al entorno con las consecuencias emocionales y personales, amén de profesionales, que ello comportará.

No hacer esto, convocando indiscriminadamente y por inercia las vacantes que se produzcan, es condenar a la Administración pública a no atraer el imprescindible talento tecnológico (titulaciones STEM), algo que le resultará muy caro de alcanzar por la competencia del mercado (a los analistas de datos, ingenieros, matemáticos, etc., se los están rifando en el mercado: hay escasez de tiulados para las necesidades inmediatas), además hoy por hoy el sector privado es mucho más atractivo para las generaciones jóvenes ante la obsolescencia brutal que presenta el sistema de acceso al sector público. Sin una buena política de atracción del talento, la Administración Pública está condenada a ser cautiva del sector privado in aeternum. Pero seguir haciendo las cosas como siempre también es, tal como decía, hipotecar los presupuestos públicos; pues no otra cosa significa tener decenas de miles de personas ociosas o con un contenido de tareas enormemente bajo que no justificará la existencia individualizada de muchas dotaciones en las Administraciones Públicas (pensemos no solo en los juristas-tramitadores, sino también en auxiliares, administrativos o técnicos de gestión). Y, en fin, desde un punto de vista humano, probablemente se genere un insalvable problema a medio plazo: ¿Qué hacer con esos efectivos sin (apenas) tareas?, ¿recolocarlos?, ¿dónde?, ¿formarlos?, ¿en qué?

Robots
Carles Ramió ha escrito recientemente un oportuno libro sobre Inteligencia artificial y Administración Pública (Catarata, 2019), subtitulado “Robots y humanos compartiendo el servicio público”. En una primera fase de desarrollo de la automatización e IA, así será; luego esa compartición se puede ver seriamente dañada (pero a esto mejor no ponerle fecha). El autor, para enfrentarse transitoriamente a tan importante reto, da una receta plenamente correcta: “Hay que tener una visión de prospectiva para evitar convocar puestos de trabajo de carácter cerrado que en el futuro puedan desaparecer por la robotización y la inteligencia artificial, y, en los casos en que los puestos vayan a ser necesarios en el futuro, definirlos muy bien cuantitativamente  e invertir en formación continua para evitar su obsolescencia” (p. 152).

Por su parte, José Ignacio Latorre, Catedrático Física Cuántica, ha escrito un estimulante e inquietante ensayo con el título de Ética para máquinas (Ariel, 2018). Sobre el impacto de la Inteligencia Artificial, este autor se autocalifica de “ecuánime”, pues ni se inclina por el pesimismo ni tampoco por el optimismo sin matices. Se situaría en el foco de análisis de otros ensayistas de ciencias sociales como el economista Alejandro Hidalgo (El empleo del futuro, 2018). A pesar de optar por esa visión moderadamente optimista, ninguno de estos autores puede esconder una realidad innegable: el empleo del futuro, también el “público”, sufrirá una transformación disruptiva de gran calado. Según Latorre, “el tránsito hacia la tecnificación masiva no estará exenta de dolor”. Todo apunta, como también señala este autor, a que la lucha futura se producirá entre generaciones. Por no mentar los problemas de brecha de género (como recoge acertadamente Hidalgo, solo un porcentaje mínimo de mujeres cursa hoy en día titulaciones STEM, y ello puede tener serias consecuencias futuras sobre su empleabilidad). Y todo esto no son datos menores.

El punto central por lo que a esta entrada importa es, sin embargo, otro: “Gran parte de las personas que pierden un puesto de trabajo debido a la tecnificación no son capaces de adecuarse a un nuevo mundo laboral. Ese problema afecta especialmente a los trabajadores de mayor edad, (quienes) forman una generación que no podrá adaptarse a la nueva economía impuesta por el uso ubicuo de las máquinas” (Latorre, 180-181). El problema emergerá en el sector público no tanto cuando se pierda el empleo, sino cuando desaparezcan las tareas para cuyo desempeño está preparado el funcionario. ¿Habrá espacio de reconversión?: en muchos casos no. Seamos sinceros.

¿Alguien en su sano juicio cree realmente que ese imparable proceso no tendrá impacto alguno sobre el empleo del sector público o sobre los innumerables empleos de tramitación o de gestión jurídico-administrativa? Si así fuera, que se lo vaya mirando. No es buena estrategia hacerse trampas en el solitario. Menos aún distraer el problema, hasta ocultarlo o pretender hacerlo invisible. Hay realidades que no se pueden tapar, por mucho que no pocos se empeñen. Tales olas u oleajes de transformación o disrupción acelerada llegarán, aunque sea tarde, pues no cabe duda que habrá resistencias internas sinfín. Y, si no se ponen medidas tempranas, graduales y racionales, sus efectos serán sencillamente devastadores. No solo para las estructuras o para los presupuestos públicos, también para las personas.

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