" La Universidad pública es un deportivo que conduce por el casco antiguo de la ciudad, mientras la Universidad privada es un utilitario que circula por una autopista" (Xavier Marcet)
Por Antonio Arias. Fiscalización.es blog.- He asistido a cientos de conferencias en seminarios profesionales. Con frecuencia, los oradores utilizan símiles, alegorías o metáforas para destacar ante el auditorio alguna característica semioculta del objeto de la ponencia. Se trata de imágenes o acontecimientos simbólicos que aportan en su sencillez una visión más clara de la idea, abstracta o compleja, que se quiere transmitir. También permite reírnos de nosotros mismos.
Recordé una comparación escuchada hace años a Xavier Marcet, consultor en transformación de organizaciones: la Universidad pública es un deportivo que conduce por el casco antiguo de la ciudad, mientras la Universidad privada es un utilitario que circula por una autopista. La explicación tiene su lógica; es cruda y simple, para cumplir su función reflexiva. Las Instituciones públicas tienen sustanciales precauciones de transparencia y concurrencia, que no poseen los centros privados. Eso les permite tomar decisiones en una semana que pueden necesitar años en el ámbito público, plagado de garantías. Aunque se han intentado reformas legislativas durante los últimos años para facilitar la gestión de la investigación científica y tecnológica, muchas limitaciones procedimentales son ineludibles. La forma de gobierno, la función pública y -sobre todo- la contratación administrativa imponen sus rígidas reglas, que son esos alegóricos adoquines peatonales. Da igual que tengas financiación suficiente en el motor si llegas tarde. Es lo que hay. Muchas quejas de la burocracia, pero nadie abre la mano.
Durante siglos la carrera académica se construyó alrededor de una personalidad que hacía crecer a sus apadrinados, en lo que se llamaba su “escuela”. Para evitar las frecuentes acusaciones de endogamia surgieron contrapesos, pues no era infrecuente adivinar que alguna cátedra convocada sería para alguno de sus miembros. Hace 25 años, cuando trabajaba en la Universidad de Salamanca, era popular la siguiente (auto)crítica: el Papa Juan Pablo II decide jubilarse (como ocurriría años después a Benedicto XVI) y tras unos meses de recogimiento decide aumentar su actividad llamando a la Universidad (se supone que Pontificia) para ofrecer sus servicios como profesor de teología. En conversación con el Decano, al que recuerda su trayectoria e infalibilidad, recibe un portazo porque ya tienen a un joven prometedor con contrato y le quieren consolidar. Es lo que hay.
Costó muchos años de disciplina que los centros y departamentos entrasen por el aro (menuda comparación) de los procedimientos, pensados para otras Administraciones, no para la Universitas, como histórica casa común de alumnos y profesores. Esto introduce otra divertida imagen, escuchada al insigne catedrático de la UPC, Solé Parellada, sobre la agresión exterior. En el oeste americano, la caravana atraviesa feliz el desierto. De pronto se escucha el ruido y los gritos de los indios que atacan. Las carretas se disponen en un círculo protector como hemos visto en tantos westerns. La defensa exige la colaboración de todos. Un herido de flecha es cuidado por la mujer rubia que rompe sus enaguas para cortar la hemorragia. Dos vaqueros que parecían irreconciliables deben ahora cooperar en la defensa. Hasta unos niños acercan la munición al más anciano que carga y reparte los rifles. Tras repeler varios ataques, cesa el combate. Los indios se van y la caravana continúa, siempre hacia el oeste.
Quien trabaje en el mundo académico reconocerá algunas figuras del cuento precedente. El ataque externo, quizás desde el ámbito político institucional, cohesionaba la universidad y las rivalidades internas, aunque intuyo que ese escudo ya no es tan claro como hace décadas, donde el cierre de filas era automático. Me temo que esa actitud de “sálvese quien pueda” está generalizada en cualquier colectivo o corporación y se debe a la terrible fragmentación social que nos asola. Todos nos creemos con derecho a discrepar, con derecho a lapidar a quien se mueve, pero sin valor para sumarnos a iniciativas de grupo. Aunque eso … es otra historia. (Publicado en La Nueva España-Oviedo)
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