miércoles, 20 de septiembre de 2023

Sobre la derogación del delito de sedición: ¿es inconstitucional la falta de protección penal de la Constitución?

¿Era mala la protección penal de la Constitución antes de la LO 14/2022? Sí.

¿Es peor ahora, tras la eliminación del delito de sedición? Sí.

Por Juan Antonio Lascuraín Almacén de Derecho blog| La pregunta que me hago es la que me hicieron mis compañeros del Área de Derecho Constitucional de la Universidad Autónoma de Madrid para debatirla la semana pasada en el seminario “El Estado autonómico: perspectivas en desarrollo”. Tiene un presupuesto, que enseguida abordo, acerca de que la reciente supresión del delito de sedición (Ley Orgánica 14/2022) deja aún más inerme a una ya débil Constitución en relación con el que debería ser su principal medio de defensa, que es la amenaza penal. Y a partir de esta inquietud plantea una cuestión jurídica general del mayor interés: si la falta de defensa penal de un derecho fundamental o de otro bien constitucional supone la vulneración de tal bien o derecho y resulta por ello inconstitucional.

 La defectuosa protección penal de la Constitución

En el lío de los desórdenes públicos (ahora reforzados), la (desaparecida) sedición y la (tan incompleta) rebelión, me parece importante poner en claro cuáles son las preocupaciones sociales en cada caso, cuáles los bienes que protegen o se deberían proteger a través de estas figuras.

Está por un lado eso tan etéreo pero tan importante que es la paz pública, ese algo que simboliza tan bien el poder pasear por la calle sin riesgo a que vuelen objetos sobre tu cabeza o ardan contenedores a tu lado. Este debería ser el negociado de los delitos de desórdenes públicos.

Luego está la protección del ordenamiento jurídico (democrático, debe enfatizarse: el sistema de reglas con el que decidimos entre todos garantizar nuestras libertades): que las leyes se observen y que las resoluciones y sentencias se cumplan. De esto se deberían ocupar con sus diversos matices los delitos de atentado, de resistencia y de desobediencia grave a la autoridad y sus agentes, y de sedición, caracterizada por constituir un “alzamiento público y tumultuario”.

Lo gordo, el delito más grave, es la rebelión, que consistiría en atentar contra la vigencia esencial de la Constitución. Nuestro vigente artículo 472 define en seis puntos en qué consiste esa “esencialidad” y de un modo muy trasnochado limita la conducta típica al alzamiento público y violento.

En lo que afecta a este último bien jurídico, la Constitución en sí misma, el arsenal de defensa era ya insuficiente antes de la LO 14/2022, de la supresión de la sedición. La defensa penal de la Constitución hoy en día debe pensar menos en el tejerazo, en el golpe de Estado violento, y más o también en otras conductas que son las que han puesto en peligro grave nuestra Ley Fundamental en sus años de vigencia: el cuestionamiento grave de la Constitución mediante lo que quizás coincida con los que los portugueses llaman “actos de soberanía” como modalidad de rebelión y que abarcaría las declaraciones formales anticonstitucionales de las autoridades, o mediante las celebraciones de consultas ilegales de contenido esencialmente anticonstitucional. Como formas atenuadas de rebelión o con otra catalogación, la realidad española urge a la tipificación de estas conductas. Su ausencia pudo ser salvada en relación con el sedicente referéndum del 2017 en Cataluña a través del tipo de sedición, que al fin y al cabo contemplaba el alzamiento público y tumultuario para impedir fuera de las vías legales a la aplicación de las leyes, y la Constitución es una ley que prohibía tal conducta, o el cumplimiento de las resoluciones judiciales, y aquí había una prohibición de celebración por parte del Tribunal Superior de Justicia y del Tribunal Constitucional.

Ciertamente el tipo de sedición era muy tosco y preveía penas excesivas. Pero las críticas al actual asesinato con alevosía no se arreglan suprimiendo el asesinato; el nudo gordiano de la sedición no se deshace con un tajo de espada. Un levantamiento colectivo contra la aplicación de la Constitución puede tener un componente de expresión política que es en sí irreprochable y que, incluso en su exceso, no debe ser disuadido con penas excesivas si la frontera de su irregularidad es difusa. Y también puede tener un componente de desórdenes públicos que quedará abarcado por el correspondiente delito, existente antes y ahora. Lo que no abarca ese desvalor de acción de la movilización colectiva es su desvalor de resultado, que ahora ningún tipo penal desvalora y castiga, que es nada menos el cuestionamiento efectivo de la Constitución. Como suele teorizarse en materia de expresión, las incriminaciones de la expresión política no toleran la punición de la mera disidencia con el sistema pero sí los intentos de alteración ilegítima del mismo a través, por ejemplo, de la intimidación o la incitación a la violencia.

Hago un corolario de esta parte penal para lo que ahora me va a importar, que es la posible inconstitucionalidad de las lagunas penales. En relación con la defensa de la Constitución, lagunas penales las hay ahora, pero las había también antes de la LO 14/2022, relevantes aunque claramente menores. De hecho, no fueron objeto de incriminación las declaraciones o intentos de declaraciones de independencia que se produjeron de manera más o menos formal en el Parlamento de Cataluña.

 Los límites del legislador penal

La pregunta por la inconstitucionalidad de la supresión de la sedición puede sonar rara por dos razones. La primera consiste en que se refiera no a lo que hace el legislador sino a lo que no hace, a un posible supuesto de inconstitucionalidad por omisión. La segunda razón de la excepcionalidad de la pregunta es que esa pasividad sea penal, ámbito este el del contenido penal en el que tradicionalmente lo que nos ha preocupado a través de la proporcionalidad de la privación de libertad son los excesos del legislador y no su timidez punitiva. Dicho esto debe decirse también que existen precedentes de cuestionamiento constitucional de la despenalización: los de las SSTC 53/1985 y 44/2023, en materia de aborto consentido por la gestante, y el de la STC 215/1994 sobre la antigua cláusula de exención de pena en la esterilización de personas con ciertas discapacidades.

¿Cuáles son los límites constitucionales del legislador español para despenalizar? Debe insistirse en que esta pregunta es inusual, muy a la sombra de la pregunta habitual inversa de los límites para penalizar. Lo que tradicionalmente nos ha preocupado de la norma penal no es su función protectora (el déficit en la función protectora) sino lo que supone de restricción del honor y de la libertad de los ciudadanos. Lo que nos preocupa es el desdoro social y la cárcel, y esta preocupación es también una preocupación expresa o implícita del Constituyente que se termina plasmando fundamentalmente en los principio de legalidad, proporcionalidad y culpabilidad. En la interpretación de la Constitución nuestro Tribunal Constitucional ha sido bastante generoso en la derivación y definición es estos principios y bastante deferente con el legislador penal con su aplicación efectiva, por razones bien conocidas de la naturaleza abstracta o como mandatos de optimización de algunos de los postulados de esos principios, y por sensatas razones de política jurisdiccional. (Un resumen de esta jurisprudencia puede encontrarse en mi artículo ¿Restrictivo o deferente? El control de la ley penal por parte de Tribunal Constitucional , Indret, 2023.

La pregunta ahora no es esa, con respuesta ya bien trillada. La pregunta es por los límites del legislador no penal: rectius, del legislador penal que despenaliza lo que había o simplemente no penaliza. El foco desaparece de la pena y de su sentido aflictivo y se posa en la función protectora de la norma: en el bien que se protegía y ya no se protege (era jurídicopenal y ya no lo es), o en el bien que se pretende proteger penalmente (se añora que sea jurídicopenal). La pregunta es entonces si es inconstitucional no proteger penalmente un derecho fundamental u otro bien constitucional en virtud claro de su propia proclamación constitucional.

En fin, una cosa es penar, con sus límites; otra, despenalizar o no penar, con los suyos; y, por cierto, una tercera es amnistiar, en la que concurren nuevas perspectivas constitucionales. Pero, ya saben, ¿a quién le importa hoy la amnistía, esa antigualla que dejamos zanjada en 1977?

 Primera perspectiva de inconstitucionalidad: ¿principio de proporcionalidad inverso?

Una primera posibilidad de inconstitucionalidad de la poca pena o de la falta de pena en la protección de un bien sería la de recurrir a la aplicación de una especie de control global de proporcionalidad del legislador que demandara de él mayores restricciones de bienes y derechos constitucionales si con ello se obtienen mayores beneficios de bienes y derechos constitucionales. Partiría de la existencia de una especie de principio constitucional de proporcionalidad global e inverso que gobernaría la actividad del legislador a partir de los valores constitucionales y que no repararía solo el control de las normas restrictivas de bienes y derechos constitucionales en cuento a tal restricción.

Piénsese en los siguientes ejemplos. Puede ser que la norma penal funcione parcialmente (pongamos que la pena 4 consiga una protección 6: más 2) pero que un ligero incremento de pena la haga funcionar relevantemente mejor (una pena 5 nos lleva a una protección 9: más 4). O que la norma no funcione razonablemente y que sí lo haría con una pena mayor (la pena leve 3 deparaba una pobre protección 4, un suspenso, cuando una pena no tan leve de 5 depararía una protección 8). En el caso de la no penalización la falta de sanción hace que el coste sea 0 y el beneficio protector 0, cuando una pena, por ejemplo 3, nos llevaría a un más 3: a un beneficio de 6.

Espero que estas notas matemáticas tan naifs no hayan mareado al lector. Sirvan para mostrar que nuestro sistema constitucional no funciona así ni debe hacerlo. No existe esa especie de agobiante mandato de optimización constitucional para el legislador a partir de unos complejos cálculos de oportunidad que, por cierto, solo él está legitimado para hacer. No tenemos a un legislador democrático atado de manos por un proyecto ya prefigurado en cierto modo por el Constituyente. La Constitución dejaría de ser un marco para la pluralidad para convertirse en algo así como una hoja de ruta.

La exigencia de proporcionalidad es una excepción solo para lo esencial, la restricción de derechos fundamentales. De hecho, cuando se dice que una norma penal es inconstitucional por desproporcionada se está haciendo una elipsis para decir algo mucho más concreto: que la pena de prisión supone un sacrificio innecesario o excesivo del derecho a la libertad personal.

Por ello: no es aplicable el principio de proporcionalidad a la despenalización, porque por definición no hay limitación alguna de derechos fundamentales. No cabe entender que una norma penal es desproporcionada no porque se pase en la represión, porque castigue demasiado, sino porque se quede corta: porque no proteja un determinado bien, o no lo proteja suficientemente. El principio, como principio constitucional y en su aplicación al Derecho Penal, se concibe y se estructura como un freno a la voracidad punitiva del Estado en lo que la pena tiene de restricción de derechos fundamentales y no como un acicate a su inapetencia.

 Segunda perspectiva de inconstitucionalidad: ¿se vulnera un bien o un derecho por no protegerlo?

Una segunda vía para fundar la inconstitucionalidad de una despenalización rezaría así: la falta de protección estatal de un derecho fundamental o de un bien constitucional constituye una lesión de ese derecho o bien; si esa protección adecuada requiere la intervención penal, su ausencia sería inconstitucional. Visto desde la teoría de los derechos fundamentales: formaría parte del contenido del derecho fundamental la protección del Estado frente a vulneraciones de terceros, y la protección penal si es necesaria. Los derechos tendrían así un contenido de “prestación normativa”, en terminología alexyana. Este planteamiento no es ajeno a las inquietudes del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que sin aún la necesaria sistematicidad y teorización y frente por ejemplo a la jurisprudencia de la Corte Suprema de los Estados Unidos, manifiesta una tendencia clara a afirmar que del Convenio se derivan para los Estados obligaciones de protección de los derechos frente a agresiones de terceros, y que se ha enfrentado a la cuestión de la protección penal en casos como la falta de pena para el homicidio imprudente en la actividad médica, la baja sanción de los delitos de explotación laboral o el condicionamiento de la persecución penal de la violencia de género a la denuncia de la víctima. Para el conocimiento de esta jurisprudencia recomiendo el excelente análisis de Carmen Tomás – Valiente “Deberes positivos del Estado y Derecho penal en la jurisprudencia del TEDH”, Indret, 2023.

La pregunta ahora es si está bien orientada esta apreciación. Por de pronto debe decirse que hacer equivaler la falta estatal de protección de un derecho o bien a su vulneración por parte del Estado es mucho decir. Esta reflexión nos resulta bastante cercana a los penalistas, que nos hemos esforzado en precisar los estrictos requisitos que hacen que excepcionalmente se pueda imputar un resultado a una omisión.

Y es que en efecto, una cosa es la lesión activa de un bien o un derecho por parte del Estado; otra, equivalente, es su vulneración omisiva, cuyos presupuestos habrá que aclarar; una tercera, menos disvaliosa, es la no evitación de su lesión; e incluso una cuarta, no necesariamente una subespecie de la anterior, es su falta de protección, la insuficiente prevención de las conductas lesivas del mismo.

Yo creo que, en rigor, en el buen rigor que debe acompañar la comprensión de los derechos fundamentales, el Estado solo lesiona los derechos fundamentales en los dos primeros casos, por mucho que las otras situaciones le sitúen como mal Estado, poco respetuoso o comprometido con el vigor de tales derechos. El Estado lesiona la vida si aplica la pena de muerte o de otro modo ordena que sus agentes priven de la vida a un ciudadano. Y también si lo permite normativamente o por vía de hecho, por su posición de garantía respecto a sus agentes. Mucho más discutible y discutido es si el Estado, la policía, está en posición de garantía respecto a los delitos de los particulares, de modo que pueda imputarse el resultado de muerte, por ejemplo, al agente de policía de servicio y armado que contempla impasible como un sujeto mata a otro.

Me parece que la teoría de las posiciones de garantía sirve para explicar por qué respecto a determinados delitos sí es lícito considerar que la pasividad estatal en su persecución, sea por vía normativa, procesal o fáctica, equivale a la vulneración del derecho o bien dañado por el delito. Se trata de agresiones a determinados bienes, caracterizadas por su extraordinaria gravedad y por la dificultad de su detección, y sobre todo, a los efectos de esta reflexión, porque se originan en el propio aparato estatal. Esto es lo que sucede por ejemplo con la pasividad judicial en la persecución de los delitos de tortura, de la que se afirma que constituye ya una vulneración del derecho a no padecerla – en España, una infracción del art. 15 de la Constitución – (aunque nuestra jurisprudencia constitucional sigue viéndola como un mero atentado al derecho a la tutela judicial, siquiera en un escalón de gravedad más elevado). Repárese en que aquí la posición de garantía del Estado sirve no solo para imputarle una lesión ya irrogada por sus agentes, sino para atribuirle la lesión del derecho por la falta de prevención de su lesión que supone su falta de persecución judicial, lo que abre la puerta a un razonamiento análogo para este tipo de delitos en relación con la falta de una necesaria prevención penal.

En cualquier caso, en general, fuera de estos supuestos, debe insistirse en que más lejos del resultado está el Estado que sin más no impide a través de sus agentes una lesión de un bien jurídico de tercero y aún más el Estado que con su política penal no previene eficazmente la comisión de atentados contra tal bien jurídico. A mi juicio, este Estado que no protege la vida, o la integridad física, o el patrimonio, es un mal Estado, un Estado incumplidor de sus funciones – de las funciones que le asigna la Constitución – y, en su caso, de sus compromisos internacionales, pero no es tanto como un Estado vulnerador de la vida, de la integridad física o del patrimonio.

Seguro que el lector se está preguntando por qué soy algo rácano, restrictivo, con el concepto de vulneración omisiva de derechos fundamentales. Porque considero que si todo es derecho fundamental, nada es derecho fundamental. Se banaliza el concepto. Algo de esto se discutió en su día con la titularidad de derechos fundamentales por parte de las personas jurídicas. Y porque creo que si consideramos a algo como contenido de un derecho fundamental, permitimos que se desplieguen en su defensa todos los recursos jurídicos que con razón hemos reservado para el sostenimiento de lo más esencial de nuestro ordenamiento y que conviene no dilapidar.

Entre esos recursos estaría el recurso o la cuestión de inconstitucionalidad frente a las omisiones de protección penal del legislador, que, como irónicamente ha comentado George P. Fletcher en relación con el Tribunal de Estrasburgo, cargan a esta jurisdicción revisora con la notable tarea “de supervisar y reescribir los códigos penales de todos los Estados miembros”. Y, como ha subrayado con perspicacia Klaus Günther, invertiríamos la lógica de los derechos fundamentales: de servir de escudo al individuo frente a los potenciales abusos de la mayoría pasarían a ser derechos de protección de la sociedad, de la mayoría, frente a una minoría de individuos peligrosos.

Desprotección penal

Mi pregunta era la de si la desprotección penal de un derecho fundamental o bien constitucional podía conducir a la inconstitucionalidad de la norma que proceda a tal despenalización. Hasta ahora me había centrado en el asunto de la desprotección normativa. Reparo ahora en el adjetivo “penal”.

Exigir que la protección de un bien sea penal tiene dos problemas. El primero es que conforme al principio de proporcionalidad el recurso a la pena está condicionado a la inexistencia de remedios eficaces de menor intensidad coactiva. No se puede decir sin más que un bien es tan importante que exija protección penal. No la exigirá si podemos solventar tal protección por otros medios. En tal sentido me parece desafortunada la afirmación del Tribunal Constitucional en la primera sentencia del aborto relativa a que “esta protección que la Constitución dispensa al nasciturus implica para el Estado […] la [obligación] de establecer un sistema legal para la defensa de la vida que suponga una protección efectiva de la misma y que, dado el carácter fundamental de la vida, incluya también, como última garantía, las normas penales” (STC 53/1985, FJ 7). Precisamente en este ámbito del aborto consentido por la gestante un argumento clásico contra su punición, al menos en ciertos casos, es el de su inutilidad preventiva frente a otras estrategias no penales.

El segundo problema es también un problema bien conocido en sede de proporcionalidad penal. Tratándose el de la protección penal de un juicio tan complejo que implica ponderar los males de la pena y la virtud preventiva de otras políticas no penales, ¿quién está legitimado para hacer ese juicio que no sea el legislador democrático? Según el Tribunal Constitucional, conforme a su doctrina de proporcionalidad penal, solo le estaría permitido una especie de juicio de coherencia interna del legislador, de evidente falta de uniformidad penal: solo si es notoria la necesidad del recurso penal a la vista de otras decisiones del propio legislador.

¿Solo para leyes despenalizadoras?

La inconstitucionalidad de una omisión de protección penal nos reserva alguna incomodidad sistémica añadida.

La primera es que su afirmación por parte del Tribunal Constitucional solo podría hacerse en los casos en los que el legislador “deshace” (despenaliza) y no cuando “no hace” (no pena). En los casos en los que afirmara la inconstitucionalidad de la norma de despenalización, su anulación y la resurrección de la norma penal protectora, tendría como resultado final la vigencia de una ley – la que penaba y ahora vuelve a penar – sin legislador: una ley que nadie quiere, que ya nadie sostiene, que se quedó sin padrino (consecuencia que también puede suceder con la anulación de otro tipo de leyes que derogaban normas anteriores).

Ciertamente, si se entendiera que la falta de protección penal de un derecho fundamental constituye una lesión del mismo, podría llegar a darse un amparo declarativo junto con la desestimación práctica de la demanda frente a la absolución judicial dictada por el principio de legalidad (como sucedió en el caso de punición discriminatoria respecto a los hijos extramatrimoniales de la STC 67/1998). Este tipo de amparo generaría no poca incomodidad inconstitucional, pues la consecuencia de una omisión constitucional es la acción. El Tribunal Constitucional no se estaría limitando a tachar del BOE la obra de un legislador que ha actuado al margen de la CE (disculpen la expresión vulgar: que ha meado fuera del tiesto) sino que en realidad estaría nada menos que ordenando al legislador democrático que se pusiera a trabajar y que lo hiciera en un determinado sentido (si seguimos con el desagradable símil anterior, le obliga a hacer una flujometría).

Conclusión 

Termino tratando de contestar a la pregunta que titula mi intervención. Y comienzo con su preludio puramente penal.

¿Era mala la protección penal de la Constitución antes de la LO 14/2022? Sí.

¿Es peor ahora, tras la eliminación del delito de sedición? Sí.

¿Era inconstitucional el defectuoso panorama protector anterior? No.

¿Lo es ahora? No.

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