"Las prácticas de clientelismo, nepotismo, amiguísimo o la "canibalización" (corrupción) de la Administración Pública siguen estando más presentes de lo que podríamos presumir"
Controlar al poder no es vestir la "púrpura". Conlleva fuertes exigencias, tensiones y enfrentamientos más o menos explícitos con los gobernantes de turno.
Blog Estudiconsultoría. Rafael J-Asensio. No puede albergarse duda alguna en
torno a la transcendencia de la crisis institucional que estamos padeciendo. Si
no se resuelve adecuadamente, ni la crisis económica ni la crisis política
tendrán soluciones efectivas. Y la ciudadanía padecerá sus
consecuencias.
La idea-fuerza de esta
reflexión gira en torno a que esta crisis institucional se ha agudizado por el
adverso contexto económico-financiero, pero que sus raíces están profundamente
arraigadas en la sociedad española a través de dos elementos: 1) La ausencia de
cultura institucional, tanto en el ámbito político como en la sociedad civil; y
2) El pésimo funcionamiento del sistema de controles y de rendición de cuentas
existentes en nuestros sistemas institucionales públicos.
La convergencia de
estos dos elementos explica por qué en España no funcionan o mal funcionan las
instituciones. Es cierto que hay otros muchos factores que contribuyen a forjar
tan desolador diagnóstico.
Cabe mantener que
todavía hoy está arraigada en el tejido público-privado una suerte de "sociedad
del favor" (o de "socorros mutuos"). Aunque la sociedad actual dista mucho de
aquella del siglo XIX, sigue siendo cierto el diagnóstico que emitiera
Tocqueville referido a la Francia del momento: "había -decía este autor- mucha
gente habituada a vivir del Tesoro Público, más que de su propia industria".
Cierto es que esa "sociedad del favor" en el siglo XIX tenía una impronta
clientelar muy personalizada (los amigos políticos y el papel del cacique),
mientras que en la actualidad se han despersonalizado bastante este tipo de
relaciones mediante las espurias conexiones que se producen entre sector público
e intereses económico-financieros e industriales (tráfico de influencias y
corrupción). El profesor Varela Ortega lo ha expuesto crudamente en su reciente
libro "Los señores del poder".
Sin un control férreo del poder estamos perdidos
Sin embargo, las
prácticas de clientelismo, nepotismo, amiguísimo o la "canibalización"
(corrupción) de la Administración Pública siguen estando más presentes de lo que
podríamos presumir. No pondré ejemplos, pero se pueden traer a colación cientos.
Desgraciadamente, entra dentro de la naturaleza humana abusar del poder. Hume
calificaba a los hombres como auténticos "bribones". Y Montesquieu fue muy claro
al sentenciar que para garantizar a la libertad no hay otro medio que establecer
un sistema en el que el propio poder frene al poder. Sin un control férreo del
poder estamos perdidos.
Cualquier
observador externo que examine la arquitectura formal del sistema institucional
español concluirá fácilmente que nuestro modelo constitucional es perfectamente
homologable a cualquier otro existente en una democracia avanzada. Es más, se
quedará boquiabierto ante la proliferación de instrumentos e instituciones de
control del poder. No sólo tenemos un Poder Judicial y un Tribunal
Constitucional, sino que además disponemos de una inflación de instituciones y
órganos llamados a ejercer ese control del poder (tribunales de cuentas,
defensores del pueblo, consejos consultivos y asimilados, Consejo de Estado y
sus correspondientes autonómicos, una amplia batería de "administraciones
independientes" con funciones "reguladoras y de supervisión" e, incluso, "una
oficina antifraude" (lo cual ya nos dice mucho de por dónde sopla el viento por
esos pagos).
Sin embargo, toda
esa rica arquitectura institucional de control no funciona o tiene, cuando
menos, un rendimiento institucional bajo o muy bajo. Su papel principal no
escrito es no incordiar al poder político o, cuando sea imprescindible o
necesario, hacerlo tarde y a destiempo. Al poder nunca le ha interesado que las
instituciones de control funcionen. Pero eso ha sido así en todos los lugares
del mundo, no sólo aquí. La batalla del control del poder nunca ha sido amable,
es muy dura. Pero si se gana, la sociedad madura. Si no se lucha, el sistema se
descompone poco a poco. Además, ya se sabe, el tiempo político y el tiempo de
"control" (sea este judicial o de otro carácter) tienen relojes
distintos.
¿Cuáles son, por
tanto, las causas que sucintamente se pueden esbozar como determinantes de este
bajo o nulo rendimiento institucional de los sistemas de control en España? A mi
juicio, son principalmente dos. En primer lugar, nuestra tradición
constitucional ha sido débil y discontinua, aparte de heredera de un modelo en
el que la separación de poderes no ha existido en la práctica y, por
consiguiente, el sistema de frenos del poder ha estado siempre averiado. Por
contra, las tradiciones constitucionales de corte anglosajón (con prolongaciones
o incluso antecedentes en los países nórdicos y en Holanda) construyeron ya
desde el siglo XVII sistemas institucionales asentados en la idea constitucional
de equilibrio, de pesos y contrapesos (checks and balances), de rendición de
cuentas y, en fin, de límites o frenos al poder.
Nada de esto surgió
entre nosotros. En cambio, otros países de tradición constitucional continental
(y con un pasado político a veces tan tormentoso o más que el nuestro) fueron
evolucionando o lo han ido haciendo en las últimas décadas hacia sistemas
institucionales en los que los mecanismo de control (Tribunales
Constitucionales, Poder Judicial, organismos reguladores o financieros)
funcionan razonablemente o de forma bastante adecuada (Alemania, Austria,
Francia, Bélgica). En nuestro caso (al igual que sucede en otros países del sur
de Europa) la situación es bien distinta.
En efecto, no cabe
duda que en este país las instituciones de control ejercen sus funciones con
muchas dificultades, con no pocas trabas, con rendimientos bajos, mirando en no
pocas ocasiones "para otro lado", con escasa tensión, lo que convierte al
sistema de controles y a la rendición de cuentas en un mero decorado, rayando a
veces en el puro esperpento. Las claves de ese mal funcionamiento están,
asimismo, en dos datos: por un lado, en las personas (inadecuaciones flagrantes
de los perfiles competenciales de quienes se encargan de esos cometidos); y, por
otro, en la grosera captura - como ha denunciado recientemente César Molinas-
que los partidos políticos han hecho de tales instituciones de control a través
del nombramiento de fieles o "amigos políticos". Es cierto que hay más causas.
Pero esas son las dos más importantes. Se resumen en una: falta absoluta de
cultura y sentido institucional de quienes ejercen el poder o desarrollan
funciones de control.
Una de las claves
está, efectivamente, en las personas. Guizot ya predijo que las instituciones
funcionan (o no) en virtud de las personas. Popper afirmó rotundamente que las
instituciones eran como fortalezas, tenían que estar bien construidas, pero
además "abastecidas de gente apropiada". Las nuestras no lo están. Siento ser
tan categórico en el juicio.
Lo cierto es que,
tal como decía, el sistema institucional derivado de la Constitución de 1978 no
es excesivamente deficiente en el plano formal. Nuestras instituciones, salvo
aspectos puntuales, son, tal como decía, perfectamente equiparables a las de
cualquier sistema constitucional democrático avanzado. Aunque, no cabe ocultar,
que la ingeniería constitucional puede mejorarse notablemente en algunos casos
(Senado, Consejo General del Poder Judicial, sistema autonómico). Pero quien
piense que con una reforma constitucional de mayor o menor profundidad se habrá
resuelto la crisis institucional se equivoca de palmo a palmo.
La tesis que
mantengo (y que desarrollaré en otro lugar) es que el funcionamiento del sistema
institucional español (o autonómico) no mejorará apenas nada con un mero cambio
constitucional o con reformas estatutarias, por muy profundos que sean estos
procesos. Si no hay una radical renovación moral de la sociedad española y, en
particular, de las personas que desarrollan su actividad en las estructuras (hoy
por hoy impermeables) de los partidos políticos o en los diferentes puestos de
responsabilidad pública, poco o nada avanzaremos. Tampoco daremos pasos hacia
delante si no somos capaces de implantar y generalizar de una vez por todas una
cultura institucional que se aleje de esa concepción cutre del favor, de la
cínica ocupación partidocrática de las instituciones de control y de situar en
tales órganos a fieles, leales o incluso a incompetentes manifiestos. La
insaciable voracidad de los partidos políticos está manifestando una ausencia de
sentido institucional clamoroso. No hay, como decía Heclo, pensamiento
institucional.
La falta de ejemplaridad
La agenda que
tenemos por delante es sencillamente abrumadora. Pero no disponemos de muchas
(por no decir ninguna) opciones alternativas. Controlar al poder no es vestir la
"púrpura". Conlleva fuertes exigencias, tensiones y enfrentamientos más o menos
explícitos con los gobernantes de turno. Aquí, por el contrario, desempeñar
cargos públicos en instituciones de control siempre ha sido visto como una
prebenda fruto del favor o cono resultado de una afortunada combinación. La
ejemplaridad, como recordaba Javier Gomá, solo se predica actuando. Hay que
presionar a la política, a las instituciones y a quienes ejercen puestos de
control a que no sólo digan (o intenten convencernos) que son honrados, honestos
y profesionales, sino además que lo sean de verdad y además lo parezcan.
Exijamos autenticidad y veracidad. La mentira o las medias verdades deben estar
erradicadas del espacio público. La ciudadanía tiene que multiplicar los test
de escrutinio y ser implacable ante cualquier mínimo relajo o infracción de las
responsabilidades públicas.
Si no lo hacemos,
caerá sobre nosotros aquella sentencia que, Compte-Sponville, extraía de mito de
Cronos: "La degeneración política, como el envejecimiento individual, son el
signo de un mundo que Dios ha abandonado a su propia suerte".
En nuestras manos, y no en las de otro, está evitarlo. Texto PDF
En nuestras manos, y no en las de otro, está evitarlo. Texto PDF
Del mismo autor: "Crisis, instituciones y partidos políticos" pdf
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