domingo, 29 de septiembre de 2013

¿ Por qué no funcionan las instituciones en España ?

"Las prácticas de clientelismo, nepotismo, amiguísimo o la "canibalización" (corrupción) de la Administración Pública siguen estando más presentes de lo que podríamos presumir"
 
Controlar al poder no es vestir la "púrpura". Conlleva fuertes exigencias, tensiones y enfrentamientos más o menos explícitos con los gobernantes de turno.
 
Blog Estudiconsultoría. Rafael J-Asensio. No puede albergarse duda alguna en torno a la transcendencia de la crisis institucional que estamos padeciendo. Si no se resuelve adecuadamente, ni la crisis económica ni la crisis  política tendrán soluciones efectivas. Y la ciudadanía padecerá sus consecuencias.

La idea-fuerza de esta reflexión gira en torno a que esta crisis institucional se ha agudizado  por el adverso contexto económico-financiero, pero que sus raíces están profundamente arraigadas en la sociedad española a través de dos elementos: 1) La ausencia de cultura institucional, tanto en el ámbito político como en la sociedad civil; y 2) El pésimo funcionamiento del sistema de controles y de rendición de cuentas existentes en nuestros sistemas institucionales públicos.

La convergencia de estos dos elementos explica por qué en España no funcionan o mal funcionan las instituciones. Es cierto que hay otros muchos factores que contribuyen a forjar tan desolador diagnóstico.

Cabe mantener que todavía hoy está arraigada en el tejido público-privado una suerte de "sociedad del favor" (o de "socorros mutuos"). Aunque la sociedad actual dista mucho de aquella del siglo XIX, sigue siendo cierto el diagnóstico que emitiera Tocqueville referido a la Francia del momento: "había -decía este autor- mucha gente habituada a vivir del Tesoro Público, más que de su propia industria". Cierto es que esa "sociedad del favor" en el siglo XIX tenía una impronta clientelar muy personalizada (los amigos políticos y el papel del cacique), mientras que en la actualidad se han despersonalizado bastante este tipo de relaciones mediante las espurias conexiones que se producen entre sector público e intereses económico-financieros e industriales (tráfico de influencias y corrupción). El profesor Varela Ortega lo ha expuesto crudamente en su reciente libro "Los señores del poder".

Sin un control férreo del poder estamos perdidos

Sin embargo, las prácticas de clientelismo, nepotismo, amiguísimo o la "canibalización" (corrupción) de la Administración Pública siguen estando más presentes de lo que podríamos presumir. No pondré ejemplos, pero se pueden traer a colación cientos. Desgraciadamente, entra dentro de la naturaleza humana abusar del poder. Hume calificaba a los hombres como auténticos "bribones". Y Montesquieu fue muy claro al sentenciar que para garantizar a la libertad no hay otro medio que establecer un sistema en el que el propio poder frene al poder. Sin un control férreo del poder estamos perdidos.

Cualquier observador externo que examine la arquitectura formal del sistema institucional español concluirá fácilmente que nuestro modelo constitucional es perfectamente homologable a cualquier otro existente en una democracia avanzada. Es más, se quedará boquiabierto ante la proliferación de instrumentos e instituciones de control del poder. No sólo tenemos un Poder Judicial y un Tribunal Constitucional, sino que además disponemos de una inflación de instituciones y órganos llamados a ejercer ese control del poder (tribunales de cuentas, defensores del pueblo, consejos consultivos y asimilados, Consejo de Estado y sus correspondientes autonómicos, una amplia batería de "administraciones independientes" con funciones "reguladoras y de supervisión" e, incluso, "una oficina antifraude" (lo cual ya nos dice mucho de por dónde sopla el viento por esos pagos).

Sin embargo, toda esa rica arquitectura institucional de control no funciona o tiene, cuando menos, un rendimiento institucional bajo o muy bajo. Su papel principal no escrito es no incordiar al poder político o, cuando sea imprescindible o necesario, hacerlo tarde y a destiempo. Al poder nunca le ha interesado que las instituciones de control funcionen. Pero eso ha sido así en todos los lugares del mundo, no sólo aquí. La batalla del control del poder nunca ha sido amable, es muy dura. Pero si se gana, la sociedad madura. Si no se lucha, el sistema se descompone poco a poco. Además, ya se sabe, el tiempo político y el tiempo de "control" (sea este judicial o de otro carácter) tienen relojes distintos.

¿Cuáles son, por tanto, las causas que sucintamente se pueden esbozar como determinantes de este bajo o nulo rendimiento institucional de los sistemas de control en España? A mi juicio, son principalmente dos. En primer lugar, nuestra tradición constitucional ha sido débil y discontinua, aparte de heredera de un modelo en el que la separación de poderes no ha existido en la práctica y, por consiguiente, el sistema de frenos del poder ha estado siempre averiado. Por contra, las tradiciones constitucionales de corte anglosajón (con prolongaciones o incluso antecedentes en los países nórdicos y en Holanda) construyeron ya desde el siglo XVII sistemas institucionales asentados en la idea constitucional de equilibrio, de pesos y contrapesos (checks and balances), de rendición de cuentas y, en fin, de límites o frenos al poder.

Nada de esto surgió entre nosotros. En cambio, otros países de tradición constitucional continental (y con un pasado político a veces tan tormentoso o más que el nuestro) fueron evolucionando o lo han ido haciendo en las últimas décadas hacia sistemas institucionales en los que los mecanismo de control (Tribunales Constitucionales, Poder Judicial, organismos reguladores o financieros) funcionan razonablemente o de forma bastante adecuada (Alemania, Austria, Francia, Bélgica). En nuestro caso (al igual que sucede en otros países del sur de Europa) la situación es bien distinta.

En efecto, no cabe duda que en este país las instituciones de control ejercen sus funciones con muchas dificultades, con no pocas trabas, con rendimientos bajos, mirando en no pocas ocasiones "para otro lado", con escasa tensión, lo que convierte al sistema de controles y a la rendición de cuentas en un mero decorado, rayando a veces en el puro esperpento. Las claves de ese mal funcionamiento están, asimismo, en dos datos: por un lado, en las personas (inadecuaciones flagrantes de los perfiles competenciales de quienes se encargan de esos cometidos); y, por otro, en la grosera captura - como ha denunciado recientemente César Molinas- que los partidos políticos han hecho de tales instituciones de control a través del nombramiento de fieles o "amigos políticos". Es cierto que hay más causas. Pero esas son las dos más importantes. Se resumen en una: falta absoluta de cultura y sentido institucional de quienes ejercen el poder o desarrollan funciones de control.

Una de las claves está, efectivamente, en las personas. Guizot ya predijo que las instituciones funcionan (o no)  en virtud de las personas. Popper afirmó rotundamente que las instituciones eran como fortalezas, tenían que estar bien construidas, pero además "abastecidas de gente apropiada". Las nuestras no lo están. Siento ser tan categórico en el juicio.

Lo cierto es que, tal como decía, el sistema institucional derivado de la Constitución de 1978 no es excesivamente deficiente en el plano formal. Nuestras instituciones, salvo aspectos puntuales, son, tal como decía, perfectamente equiparables a las de cualquier sistema constitucional democrático avanzado. Aunque, no cabe ocultar, que la ingeniería constitucional puede mejorarse notablemente en algunos casos (Senado, Consejo General del Poder Judicial, sistema autonómico). Pero quien piense que con una reforma  constitucional de mayor o menor profundidad se habrá resuelto la crisis institucional se equivoca de palmo a palmo.

La tesis que mantengo (y que desarrollaré en otro lugar) es que el funcionamiento del sistema institucional español (o autonómico) no mejorará apenas nada con un mero cambio constitucional o con reformas estatutarias, por muy profundos que sean estos procesos. Si no hay una radical renovación moral de la sociedad española y, en particular, de las personas que desarrollan su actividad en las estructuras (hoy por hoy impermeables) de los partidos políticos o en los diferentes puestos de responsabilidad pública, poco o nada avanzaremos. Tampoco daremos pasos hacia delante si no somos capaces de implantar y generalizar de una vez por todas  una cultura institucional que se aleje de esa concepción cutre del favor, de la cínica ocupación partidocrática de las instituciones de control y de situar en tales órganos a fieles, leales o incluso a incompetentes manifiestos. La insaciable voracidad de los partidos políticos está manifestando una ausencia de sentido institucional clamoroso. No hay, como decía Heclo, pensamiento institucional.

La falta de ejemplaridad
La agenda que tenemos por delante es sencillamente abrumadora. Pero no disponemos de muchas (por no decir ninguna) opciones alternativas. Controlar al poder no es vestir la "púrpura". Conlleva fuertes exigencias, tensiones y enfrentamientos más o menos explícitos con los gobernantes de turno. Aquí, por el contrario, desempeñar cargos públicos en instituciones de control siempre ha sido visto como una prebenda fruto del favor o cono resultado de una afortunada combinación. La ejemplaridad, como recordaba Javier Gomá, solo se predica actuando. Hay que presionar a la política, a las instituciones y a quienes ejercen puestos de control a que no sólo digan (o intenten convencernos) que son honrados, honestos y profesionales, sino además que lo sean de verdad y además lo parezcan. Exijamos autenticidad y veracidad. La mentira o las medias verdades deben estar erradicadas del espacio público.  La ciudadanía tiene que multiplicar los test de escrutinio y ser implacable ante cualquier mínimo relajo o infracción de las responsabilidades públicas.

Si no lo hacemos, caerá sobre nosotros aquella sentencia que, Compte-Sponville, extraía de mito de Cronos: "La degeneración política, como el envejecimiento individual, son el signo de un mundo que Dios ha abandonado a su propia suerte".
 
En nuestras manos, y no en las de otro, está evitarlo. Texto PDF

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