lunes, 9 de junio de 2025

Rafael Jiménez Asensio: Política y periodismo en España

"Triunfan los charlatanes; cuanto más necios charlatanes, mejor triunfan, y nuestro desdén por ellos no puede impedir que todos los días les gratifiquemos con elogios, siendo artífices de su reputación al par que amenguamos la nuestra”                        (Manuel Ciges Aparicio, 1907)

Por Rafael Jiménez Asensio. Ensayo y política blog.- - La pésima atmósfera política existente hoy en España es, sin duda, responsabilidad de los partidos políticos y de sus llamados líderes, así como de sus innumerables perros de presa que no saben más que contaminar, con sus intolerables exabruptos repetidos por doquier, el aire de necesaria convivencia en este país y lo hacen irrespirable. Pero una parte importante de ese deterioro del clima político la tienen también aquellos profesionales que, con mensajes sectarios y alineados en las respectivas trincheras políticas, así como con olvido absoluto de los criterios de independencia y objetividad que forma(ba)n parte de su código deontológico de la profesión, se encuadran dentro de esa lata, variopinta y magma actividad que se conoce como periodismo.

Hoy día en este país si alguien quiere tener información más o menos precisa de lo que sucede, debe leer al menos ocho o diez diarios, sintonizar cuatro o cinco cadenas televisivas y otras tantas cadenas radiofónicas, además de visitar diferentes redes sociales y pescar allí lo que crea conveniente. Pero no solo eso, tiene que ser capaz de cribar una información desproporcionada, sabiendo separar el rábano de las hojas e identificar, siempre que sea posible, cuál es el relato más razonable y fiable, lo que muchas veces no es ni siquiera fácil de extraer. Con lo cual, los propios medios juegan hoy como un factor de desaliento en la obtención de información y, peor aún, en la formación de la opinión que la ciudadanía pueda hacerse de lo que en su entorno político pasa. Casi es mejor no leer nada ni escuchar ni ver medio alguno, ni menos aún pretender esa información pública solo a través de las redes. Mas las cámaras eco ya no están solo en las redes, también han impregnado el actuar de todos y cada uno de los medios.

Los medios y también ese género de periodistas que se encuadran dentro de la categoría de freelance para salir, respectivamente, de los ahogos financieros y de la precariedad que siempre asoma en esa profesión, han de alinearse, sí o sí, con una tendencia ideológica más o menos marcada. Son multitud los periodistas (afortunadamente no son todos) que tienen marcado en su firma, cara o voz el sesgo ideológicamente sectario que practican (y sobre todo en sus discursos y en sus mensajes, en la conducción de programas o en sus intervenciones en esas, por lo común, infames tertulias o en esas mesas “de debate” televisivas, a veces generosamente amplias para dar alpiste a cuantos más mejor). Más grave aún es que a esos periodistas (especialmente en medios públicos; pero no solo) el poder gubernamental de turno (u otros poderes fácticos ) les envían sutilmente los mensajes y los relatos que han de exponer urbi et orbe, convirtiéndose, así, en siervos del poder por un plato de garbanzos o, en casos extremos, por auténticos banquetes con honorarios desproporcionados, que al menos en los medios públicos todos pagamos. Nadie es tan estúpido de no saber que los medios y los periodistas que los integran tienen una línea editorial o una adscripción ideológica más o menos explícita. Siempre lo ha sido así, más en España, donde la prensa independiente fue y es una expresión prácticamente desconocida. Pero hay formas y formas de hacer las cosas. Y no van por el mejor camino.

Mas ese periodismo de trinchera siempre se ha practicado en este país, a pesar de su convulsa historia. En verdad, estudiar la huella ideológica del periodismo en España exige remontarse a finales del siglo XIX y principios del XX, cuando nacen las primeras empresas periodísticas de prensa escrita que lograron por vez primera grandes tiradas. Hasta entonces, la inmensa mayoría de periódicos o semanarios eran voceros de un partido y con una difusión reducida (el elevado analfabetismo en España no daba para más). Las empresas periodísticas disfrazaron esa dependencia, pero en el fondo tampoco podían ocultar su comunión con una u otra tendencia ideológica. Luego estaban los «fondos de reptiles». El capital tampoco es neutro, menos aún cuando concentra el accionariado en determinadas manos. Luego vinieron los medios radiofónicos y décadas después la televisión pública, que inundó los hogares y fue vehículo de pretendida conformación de la opinión pública durante el franquismo. Y así lo fue hasta el tardofranquismo y la transición. En ese momento, la continuidad en el control de la televisión pública se constituyó como el objetivo prioritario del poder de turno, también en democracia. Pero los medios ganaron, en principio, con la libertad de información y expresión inaugurada tras décadas de silencio. Aparecieron años después las televisiones privadas, con cuentagotas y repartidas asimismo por criterios políticos, que compitieron con las televisiones públicas (también unos canales autonómicos que fueron emergiendo conforme el Estado de las Autonomías se desarrollaba), que todas ellas eran controladas, con mayor o menor descaro, por el poder de turno (públicas) o por grupos de comunicación empresarial de sello ideológico (privadas). Nada nuevo. Así, cuando cambiaba el color político de cada gobierno, en las televisiones y emisoras públicas desaparecían (y desaparecen) no pocas caras y voces que eran (y son) sustituidas con premura por otras afines. El periodista monaguillo del poder (o de la oposición) se impuso, y hoy día goza (según vemos constantemente) de una salud envidiable. Bien es cierto que ese monopolio informativo se ha visto quebrado por la emergencia y poderío de las redes sociales, pero cuyo resultado final es mucho más pobre y peligroso que el de sus precedentes.

Es importante resaltar que las profesiones de periodista y político tienen innumerables diferencias entre sí, pero también no pocos elementos comunes. El periodismo, ya desde los tiempos fundacionales y más en esta era de disrupción tecnológica y de dominio de las redes sociales, es una actividad profesional altamente precaria, aunque haya un selecto club de profesionales que están en el top de los ingresos y cuyos lazos con el poder político de turno o con la oposición que espera sustituirle, son evidentes. Los medios subsisten por subvenciones o apoyo empresarial determinado. No son, por lo común, negocios rentables, menos aún la prensa escrita y los medios radiofónicos. La política, por su parte, es una actividad de la que viven hoy en día decenas de miles de personas, que quieren seguir pastando del poder y de los presupuestos durante toda su vida; por tanto, tiene también un punto de precariedad o de incertidumbre vital, lo que hace que esos políticos profesionales sean peones de una estrategia partidista o de un líder, pues para estar en política toda la vida hay que ser un equilibrista consumado, amén de tener principios muy laxos. De todo lo anterior, es fácil colegir que el medio o el periodista independiente (ambos, por desgracia, se dan con cuentagotas) tienen serias dificultades, al menos en este país, de sobrevivir en ese mundo cainita de fuego cruzado. Si los medios quieren abrevar en el pozo ciego de las subvenciones públicas (sin ellas no se sostienen) o el periodista freelance busca alpiste presupuestario o magros honorarios por participar en esas tertulias detestables de medios públicos o privados, saben que si quieren sobrevivir (garantizar su existencia) tienen, por lo común, que tomar partido. O dejar evidentes cuáles son sus credenciales políticas. Quien se queda en medio, está muerto civilmente. O ya se encargarán de enterrarlos las redes sociales. Y, por ende, los propios medios.

¿Ha sido siempre así? Probablemente, sí. Al menos, en parte. Pero la aguda polarización política con ese maniqueísmo estúpido que divide a la población y también a los periodistas en “buenos o malos”, “fachas o comunistas”, y lindezas por el estilo, es un testimonio vivo de la pobreza que la (inexistente) deliberación pública ha alcanzado en España. Y esa penuria absoluta del discurso político la abonan, en primer lugar, unos políticos de una mediocridad pasmosa, con innumerables charlatanes sin oficio (aunque con evidentes beneficios personales) y con no pocos de sus integrantes con una moralidad cada vez más discutible, cuando no frikis de la chapuza o del esperpento; pero también una gran responsabilidad sobre ese (mal) estado de cosas la tiene un periodismo en su mayor parte sectario hasta el infinito, que concibe la información como la lucha schmittiana entre amigo y enemigo (contagiado por la propia política), y cuyos voceros son, insistimos, monaguillos del poder o de la oposición, que han olvidado casi por completo lo que es un periodismo independiente y objetivo, envileciéndose hasta lo infinito y, peor aún, alimentando la brecha de una artificial sociedad española dividida radicalmente en dos bandos ya irreconciliables. Eso y jugar con fuego, es todo uno

El derrumbamiento institucional de España, que no es fruto de un día ni exclusivamente de un color ni de un líder político, aunque ahora adquiera tintes muy serios, es en buena medida también responsabilidad de ese tipo de periodismo que se ha impuesto, al parecer de forma irreversible, en este país. Ese maridaje entre política y periodismo, tan transitado entre nosotros nunca fue portador de buenas noticias. El desprestigio absoluto de una política endogámica y clientelar, que vive de espaldas a la ciudadanía, está arrastrando tras de sí el cada vez menor crédito del periodismo.

Y concluyo. La cita que abre este artículo es una reflexión que el entonces director de un medio republicano hace en voz alta al joven periodista que se inicia en el oficio. Pone de relieve ese turbio maridaje entre periodismo y política, y la fuerte dependencia de aquel hacia esta. Pero más duro aún es el consejo cínico que ese director del medio le da al meritorio: “Amigo, no pierda el tiempo en devaneos, que la juventud no vuelve; corrómpase pronto a toda prisa, o prepárese al sacrificio necio de aplaudir a todos y ser despreciado por ellos”. Ergo, tome partido, pues la independencia y la objetividad no le llevarán a ningún sitio. Si no va por ese atajo, no podrá vivir del periodismo. Letal mensaje de esta sugerente novela que, afortunadamente, tiene otro desenlace.

Una breve adenda: el autor de esta novela, Manuel Ciges Aparicio, que forma parte de una trilogía autobiográfica que tuvo mucho eco en su tiempo, fue periodista, escritor de la hoy olvidada “segunda corona” de la Generación del 98 y político republicano. En la Segunda República militó en el partido liderado por Azaña, y fue nombrado en 1936 por el Gobierno del Frente Popular Gobernador Civil de Ávila, tras cesar en el mismo cargo en Lugo y previamente en Santander. Y allí, cuando apenas llevaba unos días (fue nombrado a principios del mes de julio de 1936), se encontró con la sublevación militar contra la República. Fue inmediatamente fusilado por los insurrectos. Final personal trágico en una España de horror, que esperamos nunca vuelva, a pesar de que no pocos se empeñen consciente o inconscientemente en que sea lo contrario.

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