lunes, 20 de febrero de 2023

TRANSICIÓN DIGITAL, ADMINISTRACIÓN PÚBLICA Y CIUDADANÍA (*)

«Que el futuro sea digital; pero, ante todo, que sea un futuro humano»

(Shoshana Zuboff, El capitalismo de la vigilancia, Paidós, 2020, p. 690).

 Por Rafael Jiménez asensio. La Mirada Institucional blog.- La digitalización de la sociedad es, sin duda, imparable. Y, como es obvio, tal proceso impacta sobre las Administraciones Públicas, así como, especialmente, sobre las relaciones entre los poderes públicos y la ciudadanía. La preocupación por esta cuestión es creciente, también por lo que implica de hipotética afectación a los derechos individuales en sus constantes e inevitables relaciones con las Administraciones Públicas.

Nadie duda, en efecto, que la digitalización ha de ser inclusiva. Tampoco admite duda alguna que, en la transición digital y en la mejora de la prestación de los servicios públicos que tal estrategia comporta, es donde la legitimidad de los poderes públicos se juegan buena parte del crédito de confianza de la ciudadanía. En términos de legitimidad democrática, resulta inaceptable que la prestación de servicios y la atención a la ciudadanía empeoren con la digitalización. Y algo de esto está pasando hoy en día. Cabe preguntarse por qué y, asimismo, cuáles son los remedios para mitigar esas patologías, que están muy extendidas.

De todos es conocido cómo la pandemia no solo supuso una innegable aceleración de la digitalización, sino que, por lo que ahora interesa, implicó una tendencia marcada hacia el encastillamiento de las Administraciones Públicas que, mediante las barreras de unas frías y anónimas pantallas, obligaron de forma fáctica (a pesar del evidente derecho de opción reconocido en las disposiciones legales vigentes) a que, salvo excepciones muy puntuales, los ciudadanos no obligados normativamente se tuvieran que relacionar también de forma exclusiva por medios telemáticos con las organizaciones públicas. El escandaloso abuso de la cita previa, ahora tan aireado, no es más que la punta del iceberg. Llevamos tres años de descenso a los infiernos; es llamativo cómo la crisis Covid19, una situación absolutamente excepcional, implicó, sin embrago, cambios de tendencia estructurales (o con intentos de convertirse en tales) en el (mal) funcionamiento de buena parte del sector público español y de sus estructuras burocráticas. Todo esto con el silencio cómplice de una política gubernamental que frente estas cuestiones aparentemente instrumentales, pero que forman parte del ADN existencial del sector público, apenas les ha prestado atención alguna.

Se olvida con frecuencia que fue precisamente la pandemia la que aceleró una implantación excepcional y un tanto caótica de una modalidad de prestación de la actividad profesional en el empleo público como era el teletrabajo, que hasta entonces dormitaba (casi) inaplicado con la puntual excepción (tomada con cuentagotas) de la conciliación entre la vida laboral y familiar. Fruto de ese contexto, comenzó un reverdecer del teletrabajo en el sector público, animado por un mala e improvisada regulación normativa que convertía en estructural lo que hasta entonces se había configurado como excepcional, por el empuje sindical y el favor de quienes lo habían disfrutado y lo querían seguir haciendo; a lo que se unió una gestión caótica de la puesta en marcha del teletrabajo desde el punto de vista organizativo, olvidando algunas cuestiones clave: qué servicios se deben mantener siempre abiertos presencialmente, qué tareas y con qué intensidad pueden ser objeto de teletrabajo, qué objetivos se deben cumplir en el trabajo a distancia, qué medios de supervisión y control existen y qué modalidad de evaluación del cumplimiento de las tareas se desarrollará y con qué efectos. De todo esto se pasó olímpicamente. Primó el derecho de los empleados (mal regulado y peor aplicado) frente a los intereses públicos, esto es, ante los innegociables derechos de la ciudadanía.

No cabe duda que esas tendencias de (mal) funcionamiento organizativo de los servicios públicos que arrancan de hacer frente a una situación excepcional, fueron modulando, sin apenas darnos cuenta, una Administración pública que descubrió en la digitalización y en la atención telemática, la solución definitiva a muchos de sus pretendidos problemas. En suma, ese cóctel de situaciones de excepcionalidad estructural-organizativa y de (mala) gestión de personas como intensa resaca de la pandemia, ha generado un deterioro paulatino del funcionamiento de las organizaciones y de los servicios públicos en claro detrimento de los derechos de la ciudadanía. La inevitable interacción entre normas, estructuras, procesos y personas en lo que a resultados de la gestión pública afecta, se advierte aquí con toda su plenitud. La digitalización ha de comportar, tal como se decía más arriba, mejoras sustantivas en la calidad de prestación de los servicios públicos. No se puede desagregar la digitalización como proceso y abordar aisladamente medidas como si no tuvieran relación entre ellas, pues cualquier decisión puntual afecta directamente al corazón y al propio bombeo de sangre al sistema organizativo en su conjunto y a sus resultados.

Pero para lograr ese objetivo debe existir una plena armonía entre los cuatro polos de la transformación digital del sector público, como son: a) la tecnología e información; b) los procesos; c) la organización y gestión de personas; y d) la ciudadanía. No basta que las Administraciones Públicas inviertan mucho en recursos tecnológicos si estos no mejoran la efectividad de la gestión, tampoco obligan a la organización a adoptar medidas de transformación y apenas impactan sobre las tareas y rediseño de los puestos de trabajo. No me cansaré de reiterarlo, la finalidad última de la digitalización no puede ser otra que prestar mejores servicios a la ciudadanía y fortalecer la atención (también complementariamente presencial) y de acompañamiento efectivo a las personas con limitadas competencias digitales o déficit de recursos tecnológicos en el complejo proceso de transición digital. Al fin y a la postre es la última razón existencial de lo público y de la propia política.

Fracasar en este modelo holístico de digitalización implica ahondar la fractura de falta de legitimidad y desconfianza que hoy en día impregna a las relaciones de la ciudadanía con el sector público, que cada día es mas honda. El descrédito de lo público no solo ha tocado a las puertas de la Administración, sino que ha entrado hasta sus últimos despachos y mesas de trabajo. Hay una percepción cada vez más generalizada de que las Administraciones Públicas maltratan a la ciudadanía, especialmente por un abandono irresponsable de la política gubernamental frente a este tipo de cuestiones, pero también por un marcado déficit organizativo y una pésima concepción sobre cómo implantar un proceso de digitalización, que cada vez será más disruptivo, y que orilla frecuentemente a los colectivos más vulnerables por razones de edad, económicas, sociales, de discapacidad o de género. Pero asimismo ese desdén termina afectando a buena parte de una ciudadanía, sobre todo a aquella que encuentra un sinfín de barreras digitales en sus relaciones telemáticas con un sector público fracturado en miles de sedes electrónicas (oficinas virtuales) a las que se debe acceder en muchos casos tras la lectura y análisis de otros tantos centenares de manuales de instrucciones, a veces con estructura y explicaciones tortuosas. La agilidad telemática de la gestión administrativa desplaza su tanto de culpa a una ciudadanía que debe perder parte de su tiempo y dinero en ese empeño. Cargas administrativas intolerables en la era de la pretendida simplificación. Cualquier ciudadano español se relaciona al menos con tres niveles de gobierno (municipal, autonómico y central), pero también con innumerables departamentos o silos, por no hablar de estructuras administrativas inferiores. Cualquier nueva gestión telemática (ayudas o subvenciones, asistencia sanitaria, becas, trámite de pensiones de jubilación, trámites tributarios, inscripciones o solicitudes de cualquier tipo, demanda de información o un larguísimo etcétera) implica habitualmente darse de bruces con una realidad digital adversa, que puede generar ansiedad, frustración, cabreo o incluso pérdida de derechos, en ciertos casos existenciales o de primera importancia.

En fin, la digitalización del sector público y sus impactos sobre la ciudadanía es un proceso que está abierto desde hace años. Tras una larga serie de estrategias diseñadas por la Unión Europea y replicadas en nuestro entorno inmediato con mejor o peor fortuna, lo que sí parece cierto es que la aceleración de la revolución tecnológica en marcha es una realidad incontestable. Y lo realmente importante de este proceso es que esa disrupción tecnológica afecta directamente a las Administraciones Públicas y a sus relaciones con la ciudadanía; y que solo puede afrontarse con un mínimo éxito (o con una minimización de las secuelas, que no terminen siendo heridas abiertas de difícil resolución) mediante una transición digital ordenada y planificada que requiere no solo inversiones y medidas de incentivación crecientes, sino también un cambio radical en el modo y manera de entender esas relaciones entre Administración y ciudadanía en la era digital, pero especialmente en sus estaciones de tránsito, que serán (ya son) muchas y complejas. No basta, aunque sean necesarios, con programas de cuantiosas inversiones en infraestructuras tecnológicas del sector público reflejados en el PRTR y en su futura Adenda, sino se presta también atención a las acciones y medidas de transición digital que deben acompañarlos. Un aspecto que la política y la administración están descuidando de forma clamorosa, quizás como consecuencia de esa carrera enloquecida hacia no se sabe dónde que olvida lo fundamental del reto tecnológico que el sector público tiene entre manos: mejorar la existencia de toda la ciudadanía a través de una digitalización inclusiva que no sea un mero eslogan político y que articule y arbitre un conjunto escalonado de acciones y medidas (al fin y a la postre una auténtica estrategia de transición digital) en todas las Administraciones públicas y niveles de gobierno. La UE tiene marcado el objetivo de que en 2030 el 80 por ciento de la población disponga de competencias digitales básicas, lo que en principio avalaría unas relaciones fluidas con el sector público por medios electrónicos (siempre que tales competencias digitales y se actualicen permanentemente ante una disrupción cada día más acelerada). El problema es qué pasa mientras tanto. Y aun así, en la mejor de las hipótesis, en 2030 aún quedará una bolsa de un 20 por ciento de descolgados digitales, que en España será presumiblemente mayor, sino se adoptan medidas enérgicas de corrección. Gobernar cabalmente esa transición es la única vía.

En este 2023, cargado de citas ante las urnas, podremos comprobar si los programas electorales se hacen eco de tales cuestiones tan prosaicas y sí, lo que es mucho más importante, las nuevas estructuras gubernamentales se toman finalmente en serio esta idea: sin transición digital efectiva y ordenada en el sector público, la vida de una parte importante de la ciudadanía (lo vienen anunciando muchas voces expertas) podría empeorar en los años venideros, ya que se pueden generar bolsas cada vez más amplias de exclusión digital, antesala de una mayor erosión de nuestra institución servicial por excelencia: la Administración Pública y las personas que en ella prestan sus servicios.

(*) El presente texto, ayuno (a fin de facilitar su ágil lectura) de referencias normativas, bibliográficas y de documentación, resume a grandes rasgos alguna de las ideas que se desarrollan con mucha mayor extensión en la ponencia presentada en el Seminario sobre Administración Digital celebrado en el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales en octubre de 2022. Agradezco al citado organismo y, asimismo, al director del Seminario, Manuel Medina Guerrero, la amable invitación cursada para participar en esa actividad, y también en el libro digital que próximamente será publicado sobre tal materia por el CEPC, donde se desarrolla lo aquí expuesto.

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