“Es fácil aventurar que si no se profundiza en las reformas –lo que implica que
partidos y sindicatos deberían renunciar a algunas cosas- se reforzará la
preferencia de los ciudadanos por los servicios privados y viviremos
probablemente a no mucho tardar una nueva ola de privatizaciones, avalada por
los electores”
(Miguel Sánchez Morón, “La Situación actual del empleo público”, El Cronista núm. 10, 2010)
Por Rafael Jiménez-Asensio. Estudiconsultoría. 29.8.2013. Si echamos un rápido vistazo a las reformas de la función pública que se han sucedido entre nosotros durante los últimos dos siglos, se podrá extraer fácilmente la conclusión que han sido pocas las grandes reformas de las estructuras de personal en nuestras administraciones públicas. Ello no debe extrañar, pues por lo común las reformas de la función pública son hechos excepcionales en cualquier país.
Salvando las limitadas reformas del siglo XIX, centradas
habitualmente en los empleos generales (cuerpos generales), así como las
reformas departamentales de principio del siglo XX, la primera reforma integral
(o con vocación de tal) se llevó a cabo por el Estatuto Maura de
1918.
Más tarde, con la
excepción de la reforma local de Primo de Rivera y de alguna reforma puntual en
el período republicano (Azaña y Chapaprieta), hubo que esperar hasta el
franquismo para que la reforma de los años 1963-1964 (Ley de Funcionarios
Civiles de la Administración del Estado) viera la luz. Para entonces, los males
que aquejaban a la función pública española ya estaban enquistados. Los cuerpos
de élite (básicamente, “cuerpos especiales”, a los que se añadían los Técnicos
de Administración Civil) habían colonizado amplios espacios de la Administración
Pública.
Los cuerpos generales tenían una presencia numérica escasa y no
conseguían hacer honor a su nombre (pues más que “generales” eran
“excepcionales”, ya que representaban entonces una considerable minoría). Las
retribuciones de la función pública eran parcas, pero las exigencias de trabajo
no fueron nunca excesivas. La garantía de inamovilidad se constituyó en la
ansiada singularidad de unos funcionarios frente al común de los mortales. Así,
no es de extrañar que un buen número de personas buscaran acomodo en las nóminas
de la Administración. Ser funcionario público siempre marcó una diferencia. Al
menos en la España no industrializada todos buscaban una nómina pública, aunque
luego esa “vocación” se extendió también por todas partes.
Patología
La función pública,
a pesar de los intentos renovadores (pronto olvidados) de la década de los
sesenta (clasificación de puestos de trabajo, diploma de directivos públicos,
etc.), seguía anclada en viejas estructuras corporativas y gradualmente se fue
generalizando el sistema de libre designación para la provisión de puestos de
responsabilidad o de confianza en la Administración Pública. La carrera
administrativa era prácticamente inexistente, pues al arrumbarse el sistema de
categorías no se fue capaz de incorporar un sistema objetivo que permitiera la
progresión profesional de los funcionarios públicos. La laboralización de la
función pública comenzaba a echar raíces evidentes, la contratación temporal y
los interinos ocupaban amplios ámbitos de la Administración (la función pública
“paralela”) y surgió asimismo con fuerza la figura “funcionarial” del personal
eventual, que se extenderá a partir de la implantación del régimen
constitucional. Una patología que fue gradualmente extendiendo sus
tentáculos.
La función pública
que se inaugura con la Constitución de 1978 era, por tanto, fiel heredera de un
modelo caduco, anclado culturalmente en la etapa decimonónica y con fuerte
impronta corporativa, pero desarrollado en los últimos decenios en unas
estructuras autoritarias de ejercicio del poder, en las que el funcionario era
un mero ejecutor y transmisor de órdenes jerárquicas, con escasa o nula
capacidad de iniciativa o propuesta, así como con una imagen social desvaída y
con muy escaso prestigio. La política desconfiaba de la función pública y la
ciudadanía también. No tenía valedores. Sólo los altos cuerpos de la
Administración del Estado, que siguieron compartiendo las mieles del poder,
mantenían un poder de influencia y un (relativo) prestigio social. El dato
“objetivo” de “haber ganado unas (más o menos duras) oposiciones” era el factor
de legitimidad fundamental de este colectivo. Y lo sigue siendo. Un país en que
lo importante es qué o quién eres, no qué haces ni cómo lo haces. Signo de
subdesarrollo.
La reforma de la
función pública de 1984 se revistió inicialmente de una impronta
“anticorporativa”. Sin embargo, los cuerpos de élite apenas si se vieron
afectados. Poco a poco los vientos reformistas fueron perdiendo fuelle. Y la
reforma que pretendía cambiarlo todo vio cómo paulatinamente se iba
desfigurando. La carrera administrativa sólo produjo inflación en las
estructuras altas de la Administración, la libre designación siguió campando a
sus anchas y el resto de elementos innovadores de esa propuesta se fueron
desinflando con el paso de los años. La Administración Pública mostraba una
evidente impotencia para reformar su función pública. Nada nuevo. Leer+
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