La UE tiene que reforzar y unir sus ejércitos para seguir
siendo un actor con peso político en el escenario global. Pero esto solo se
puede defender si se da un paso adelante en la integración europea
Revista de prensa. Por Jürgen Habermas. El País opinión.- No es que los principales responsables políticos nacionales
de Occidente —y, en un sentido más amplio, de los países del G-7— hayan estado siempre en perfecta sintonía
en sus perspectivas políticas; pero siempre compartieron ese común
entendimiento de fondo respecto a su pertenencia “al” Occidente bajo el
liderazgo de Estados Unidos. Este pilar político se ha desmoronado con la
reciente llegada al poder de Donald Trump y el consiguiente cambio de sistema
en EE UU, aun cuando formalmente el destino de la OTAN de momento siga siendo
una incógnita. Desde una perspectiva europea, esta ruptura de época tiene
consecuencias de gran calado, tanto para el desarrollo y posible final de
la guerra en Ucrania como para la necesidad, la
disposición y la capacidad de la Unión Europea de encontrar una respuesta que
nos salve ante esta nueva situación. De lo contrario, Europa también se verá
arrastrada por la vorágine producida por la superpotencia en declive.
La triste relación entre estos dos preocupantes temas se
debe a la incomprensible miopía de la política europea. Es difícil entender por
qué los líderes políticos europeos, especialmente los de la República Federal
de Alemania, no vieron venir o, al menos, por qué se hicieron los ciegos ante
una conmoción del sistema democrático que ya se venía gestando en Estados
Unidos desde hacía tiempo. Después de que el Gobierno estadounidense no hiciera
ningún intento de evitar mediante negociaciones el ataque ruso, que se había
visto venir con el despliegue de tropas, se hizo necesaria la ayuda militar
para preservar la existencia del Estado de Ucrania. Pero lo que resultó
incomprensible fue que los europeos, en la engañosa suposición de que la
alianza con Estados Unidos estaba intacta, se pusieran completamente en manos
del Gobierno ucranio, es decir, que sin sentar objetivos propios y sin
orientación propia se prestaran a apoyar incondicionalmente la estrategia
bélica ucrania.
Un error político tanto o más imperdonable todavía fue que
la República Federal de Alemania, confiando ciegamente en la “unidad de
Occidente”, eludiera una y otra vez el desafío, ya evidente desde hacía tiempo,
de reforzar la capacidad de acción internacional de la Unión Europea. Por eso
resulta angustiante la limitada perspectiva desde la que se debate el inusual
esfuerzo en curso por rearmar al ejército alemán en un clima de acalorada
crispación contra Rusia. Esto reaviva viejos prejuicios. Porque con este rearme, planificado a largo plazo, de lo que se trata
no es directamente del destino de Ucrania, que en este momento es
particularmente incierto y que causa una preocupación más que justificada, ni
tampoco de un posible o imaginario peligro actual para los países de la OTAN
proveniente de Rusia. El objetivo general de este rearme es más bien la
autoafirmación existencial de una Unión Europea a la que Estados Unidos
posiblemente va a dejar de proteger en una situación geopolítica
que se ha vuelto impredecible.
La extravagante actuación y el desconcertante discurso del reelegido presidente
Donald Trump durante la toma de posesión de su cargo fueron un golpe de efecto
que hizo añicos las últimas falsas ilusiones sobre la estabilidad de la
potencia líder que es Estados Unidos, incluso en países como Alemania o en la
vecina Polonia. Mientras que al menos Michelle Obama fue lo suficientemente
inteligente como para no exponerse al espectáculo de este evento
fantasmagórico, los expresidentes asistentes tuvieron que soportar impávidos
los insultos. La evocación fantasiosa de una nueva edad de oro y los ademanes
narcisistas del orador causaban en un telespectador desprevenido, acostumbrado
a las ceremonias de investidura de anteriores jefes de Gobierno, la impresión
de estar asistiendo a la exposición clínica de un caso psicopatológico. Pero el
estruendoso aplauso de la sala y el asentimiento expectante de Musk y los demás
magnates de Silicon Valley no dejaron lugar a dudas sobre la
determinación del círculo interno de Trump de llevar a cabo la remodelación
institucional del Estado según el plan de acción de la Heritage Foundation, conocido desde hacía tiempo. Como
siempre, una cosa son los objetivos políticos y otra su realización. Los
ejemplos europeos, como la Hungría de Orbán o el régimen de Kaczyński en Polonia, ahora depuesto, solo se parecen
a los planes de Trump en lo que respecta a la restricción estatista del
ordenamiento jurídico.
Las primeras medidas del nuevo presidente se han centrado en
la electoralmente efectiva deportación de inmigrantes ilegales que, en muchos
casos, llevaban décadas viviendo en el país. A esto le siguió el cierre, problemático
desde una perspectiva jurídica, de importantes programas de ayuda
internacional. No es casualidad que estas primeras intervenciones en el aparato
administrativo federal, en gran medida ilegales, estén dirigidas por Elon Musk,
nombrado comisario “de eficiencia”, quien, tras adquirir Twitter, ya había
“saneado” esta organización con un estilo similar. Estas medidas iniciales
evidencian el objetivo político de mayor alcance, consistente en un desmantelamiento radical de la Administración estatal, y
apuntan a una política económica libertaria. Pero esta caracterización se queda
corta, ya que es de esperar que el adelgazamiento del Estado, a largo
plazo, siga seguramente de la mano de un cambio a una tecnocracia gestionada
digitalmente.
En Silicon Valley llevan tiempo con este sueño libertario de
abolición de la política: esta debe ser reconducida a un modo de gestión
empresarial dirigida por nuevas tecnologías. Aún no está nada claro cómo estas
ideas de largo alcance van a poder ser compaginadas con el estilo de actuación
de Trump, con una política de decisiones arbitrarias sorprendentes y
desvinculada de las normas establecidas. No solo resulta desconcertante el
estilo del dealmaker, de carácter imprevisible, que actúa por interés
nacional a corto plazo. Como en el caso de la fantasía obscena de agente
inmobiliario sobre la reconstrucción de la desolada Franja de Gaza, es la
irracionalidad de esta persona, cuya imprevisibilidad probablemente sea
intencionada, la que podría chocar con los planes a largo plazo del
vicepresidente o de sus nuevos amigos tecnócratas.
El nuevo tipo autoritario de la era digital no tiene nada
que ver con el fascismo histórico
Lo más difícil de predecir es la implementación política del
cambio de régimen planeado y puesto en marcha, que, manteniendo a nivel formal
una constitución de facto vaciada de contenido, ha de conducir a una
nueva forma de dominación tecnocrática y autoritaria. Dado que los
problemas que requieren regulación política son cada vez más complejos, un
régimen de este tipo respondería a la creciente necesidad de una población
despolitizada y aliviada de decisiones políticas trascendentales de disponer de
un sistema que funcione por sí mismo. La ciencia política ya lleva tiempo
reflejando esta tendencia en su terminología, al hablar de democracias
“reguladoras” de forma eufemística. En estos casos, basta la mera celebración
formal de elecciones democráticas, con independencia del grado de participación
real de votantes informados en un proceso de formación de opinión. Este nuevo
tipo de dominación no tiene ninguna similitud con el fascismo histórico. En
Estados Unidos no se ven tropas uniformadas, sino una vida normal, salvo un
reducido grupo de hordas alborotadoras como las que asaltaron el Capitolio hace cuatro años animadas
por su presidente y que después sus miembros fueron indultados del delito de
alta traición. Aún son criterios sociales y culturales más o menos inequívocos
los que dividen a la población en dos bandos políticos prácticamente iguales.
Los procesos judiciales por las flagrantes violaciones de la Constitución por
parte del Gobierno todavía se encuentran en los tribunales de primera
instancia. La prensa aún no está uniformada, aunque, en parte, se haya adaptado
a las nuevas circunstancias. Se están gestando aún las primeras resistencias en
las universidades y en otros ámbitos culturales. Pero no hay duda de que este
Gobierno actúa con rapidez.
Este giro era previsible desde hacía tiempo. A principios de
los años noventa, con el programa de George H. W. Bush, Estados Unidos se
encontraba sin duda en el cénit de una superpotencia: era perfectamente
plausible que Occidente pudiera entonces impulsar el régimen de los derechos
humanos en todo el mundo. El fin de la Guerra Fría había hecho albergar
esperanzas en el florecimiento duradero de una sociedad mundial pacificada. En
aquella época surgieron nuevos sistemas democráticos en muchos lugares del
mundo. Las intervenciones humanitarias eran un tema importante, aunque los
intentos exitosos no llegaran a consolidar su éxito a largo plazo. En 1998 se
aprobó el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional. La guerra de Kosovo había desencadenado los debates que
llevaron al reconocimiento de la “responsibility to protect” [la
responsabilidad para proteger]. Pero esta perspectiva idealista cambió a
principios del nuevo siglo con la investidura de Gobierno de George W. Bush,
que había accedido al poder gracias a una dudosa sentencia del Tribunal Supremo contra Al Gore [sobre
el recuento de los votos en Florida]. Y con los atentados terroristas del 11 de
septiembre, la posterior declaración de la “guerra contra el terror”, con controvertidas restricciones
de los derechos fundamentales y un aumento de los controles en todo el país, el
clima político de Estados Unidos cambió radicalmente. Este tenso clima fue el
telón de fondo de la agresiva toma de posición contra el “eje del mal” y de la invasión de Irak violando el derecho
internacional, de la autorización de prácticas de tortura, del establecimiento
de Guantánamo y, en general, del intento de una movilización agresiva de
Occidente.
No, una vez destruidas, las instituciones no se pueden
restaurar sin más
Después de que Bush fuera reelegido a pesar de todo, este
primer mandato pudo percibirse como el punto de inflexión que más tarde resultó
ser. Desde entonces, hay voces que hablan del declive de la superpotencia.
La elección de Barack Obama, el primer presidente negro,
aclamado a escala nacional e internacional, no supuso el cambio esperado.
Durante su mandato se impuso también la práctica, cuestionable desde el punto
de vista del derecho internacional, de ejecutar a personas consideradas
“enemigas” en cualquier lugar del mundo mediante drones teledirigidos. Y, a más
tardar, la victoria en 2016 de un tipo errático como Donald Trump, que en su
momento todavía provocó protestas, tendría que haber puesto de manifiesto la
fractura político-cultural del electorado, que obviamente tenía causas
socioeconómicas más profundas.
Esta elección, a esas alturas, tendría que haber centrado la
atención de los europeos en la convulsión de las instituciones políticas en
Estados Unidos. Y es que la infiltración plebiscitaria del Partido Republicano,
iniciada a finales de los años noventa, había acabado por hundir un sistema
bipartidista estable. Hoy en día se ve que instituciones como esta, en largo
proceso de descomposición, no pueden ser restauradas en el transcurso de una
legislatura, incluso si la propuesta de Trump volviera a fracasar en las
próximas elecciones. No menos alarmante es la politización del Tribunal Supremo, que, por ejemplo,
absolvió a Trump, justo antes de su reelección, en un caso cometido durante su
primer mandato, alegando que los presidentes no pueden ser procesados a
posteriori por un delito cometido durante el ejercicio de su cargo. Este
veredicto abre las puertas a la política sin consideraciones y errática de
Trump en la actualidad.
Será necesario que pase el tiempo para que los historiadores
puedan emitir un juicio sobre las interpretaciones encontradas de los
antecedentes y de la posible evitabilidad de la invasión rusa de Ucrania. Sea
cual sea el veredicto, la situación política después del 23 de febrero de 2022
era inequívoca: con la ayuda de EE UU, Europa tenía que acudir en ayuda de la
Ucrania atacada con la suficiente rapidez para preservar su existencia como
Estado. Pero en lugar de agitar banderas y gritar consignas de guerra y de
aspirar a la victoria sobre una potencia nuclear como Rusia, habría
sido más apropiado reflexionar de forma realista sobre los riesgos de una
guerra prolongada. Faltó la consideración crítica del peligro de una ruptura
con el sistema económico mundial existente y con una sociedad global hasta
entonces más o menos equilibrada. También en interés propio, se debería haber
intentado lo antes posible entablar negociaciones con esta potencia imperial
irracional y desde hace mucho en declive que es Rusia para alcanzar un acuerdo
aceptable para Ucrania, pero esta vez garantizado por Occidente. Ya el primer
día de la invasión rusa, la consideración sobria de la fecha de las próximas
elecciones presidenciales estadounidenses debería haber convencido a los europeos
de la fragilidad de la ya tambaleante Alianza Atlántica.
Para un individuo medianamente ilustrado de mi generación,
el triunfalismo autocomplaciente sobre la unidad de Occidente y sobre el
resurgimiento de la capacidad de actuación de la OTAN, ya dada por muerta,
resultaba fantasmagórico. Igualmente desconcertante era la insensibilidad
pública ante el estallido de violencia militar en Europa. Parecía haber
desaparecido toda sensibilidad hacia la violencia disuasoria de las guerras y
hacia el hecho de que las guerras surgen con facilidad, pero son difíciles de
acabar.
Tanto mayor es el espanto en la actualidad al ver cómo el
congraciamiento sin principios de Trump con Putin divide a Occidente y pone en
tela de juicio el fundamento normativo, invocado con razón, de la ayuda a
Ucrania. Aunque los aliados, burlados, puedan seguir justificando su
intervención con buenas razones de derecho internacional, ahora, abatidos, ven
cómo su éxito depende de la cruda política de poder de Trump. Esto ya lo
mostraron los pocos días que Estados Unidos interrumpió su apoyo logístico en el frente de
Kursk. Así, Inglaterra y Francia tuvieron que abstenerse a regañadientes en
el Consejo de Seguridad ante una moción sobre Ucrania que Estados Unidos había
acordado conjuntamente con Rusia y China. Mientras Francia subraya la necesidad
de que la Unión Europea solo puede independizarse de Estados Unidos en materia
de política de seguridad con la ampliación de su paraguas nuclear a todos los
Estados miembros, el primer ministro británico, Keir Starmer, reafirma ante Ucrania
la promesa de ayuda, que se ha vuelto más tímida, con una coalición de 30
Estados más o menos dispuestos a apoyar. Por cierto, parece que,
cuando se habla de esta “coalición de voluntarios”, a nadie le molesta que se
adopte un nombre que George W. Bush introdujo para su guerra al margen del
derecho internacional. Resulta desconcertante que la Unión Europea no
represente ningún papel político de peso en las negociaciones sobre un posible
alto el fuego. Son Estados Unidos y Rusia y, en el mejor de los casos
Inglaterra y Francia, los que están negociando sobre y con la propia Ucrania.
¿Sigue EE UU siendo un superpoder? Parece que Trump tiene
sus dudas
En cualquier caso, el cambio de rumbo de Estados Unidos con
respecto a Rusia, sea cual sea su resultado, no es más que un giro sorprendente
en una nueva situación geopolítica que se venía gestando desde hace tiempo y
que se ha agudizado con el conflicto de Ucrania. Con independencia del éxito
que tenga, parece que, con su acercamiento a Putin, Trump admite que, a pesar
de su superioridad económica, Estados Unidos ha perdido la hegemonía mundial y,
en cualquier caso, ha renunciado a la pretensión política de ser una potencia
hegemónica. La guerra de Ucrania no ha hecho más que acelerar la
reconfiguración de las fuerzas geopolíticas: el innegable ascenso global de
China y los éxitos a largo plazo del ambicioso proyecto de la Ruta de la Seda
de un Gobierno chino con una estrategia inteligente, las ambiciosas
pretensiones de la India, su rival, y, por último, las crecientes ambiciones
políticas mundiales de potencias medianas como Brasil, Sudáfrica, Arabia Saudí
y otros países. La región del Sudeste Asiático está experimentando cambios
similares. No es casualidad que la publicación de obras sobre el reordenamiento
de un mundo multipolar haya aumentado de manera notable en la última década.
Este cambio en la situación geopolítica, solo agravado por la división de
Occidente, sitúa el actual rearme de la República Federal de Alemania en una
perspectiva muy diferente a la que sugieren las especulaciones sobre una
amenaza actual de Rusia hacia la UE.
En mi opinión, el clima anímico en Alemania, impulsado
también por una formación de opinión política unilateral, se ha dejado
arrastrar al remolino de una hostilidad recíproca frente a la agresión. Por
supuesto, la última resolución del Parlamento alemán cesante es también una
señal inequívoca de determinación para no permitir que Ucrania sea víctima de
un acuerdo adoptado sin su consentimiento. Pero el rearme alemán, planificado a
más largo plazo, persigue sobre todo otro objetivo: los países miembros de la
Unión Europea deben reforzar y unir sus fuerzas militares, porque de lo
contrario dejarán de contar políticamente en un mundo en proceso de cambio
geopolítico y en desintegración. Solo siendo una Unión con capacidad de
actuación política autónoma los países europeos podrán hacer valer de forma
efectiva su peso económico global común en defensa de sus convicciones
normativas y de sus intereses.
Desde Merkel, Alemania ha castigado con ignorancia los
esfuerzos de Francia
En este contexto, se plantea una cuestión de la que nadie ha
hablado hasta ahora: ¿puede la UE ser percibida a escala global como un factor
de poder militar independiente mientras que cada uno de sus Estados miembros
pueda decidir soberanamente, en última instancia, sobre la estructura y el uso
de sus fuerzas armadas? Solo con capacidad de acción colectiva, también en lo
que respecta al uso de la fuerza militar, ganará independencia geopolítica.
Esto, por supuesto, plantea una tarea del todo nueva para el Gobierno alemán.
En efecto, tendrá que superar un umbral político de la integración europea que
el Gobierno alemán bajo Schäuble y Merkel siempre insistió en evitar, por no
hablar de la ignorancia y la pasividad del Gobierno de coalición tripartito en
materia europea. ¡Y todo ello en el contexto de los esfuerzos que Francia,
nuestro vecino, lleva realizando desde hace muchos años!
Por razones históricas comprensibles, los Estados miembros
nuevos y no tan nuevos del este y noreste de la Unión Europea que más reclaman
la fortaleza militar son precisamente los menos dispuestos a ello. Por lo
tanto, en este caso también, la cooperación más estrecha que los
tratados de la Unión permiten a las partes dispuestas de entre sus miembros
tendrá que partir más bien de los países del núcleo histórico de la UE. Una
enorme tarea en la que Friedrich Merz podría crecer de forma inesperada,
precisamente porque la confianza de la población en su capacidad de liderazgo
no es que sea abrumadora.
Pero la ola de rearme está provocando reacciones muy
diferentes. Y no solo de los de siempre, que celebran el nacionalismo, ya
superado históricamente, como si fuera una virtud atemporal, sino también de
los políticos que quieren reanimar a una juventud, que con buenas razones ya es
posheroica, recuperando el servicio militar obligatorio. Y esto en países que,
por buenas razones, casi todos hace tiempo que abolieron o suspendieron el
servicio militar obligatorio. En esta abolición del servicio militar
obligatorio se refleja un proceso de aprendizaje con el trasfondo de la
historia universal, a saber, la convicción, nacida en los campos de batalla y
en los sótanos de la Segunda Guerra Mundial, de que ese ejercicio asesino de la
violencia es inhumano, aunque, sin duda, esta solución última de los conflictos
internacionales, desde el punto de vista político, sin duda solo pueda ser
abolida paso a paso. Me asusta ver desde qué sectores, de manera irreflexiva o
incluso expresamente con el objetivo de reavivar una mentalidad militar que se
creía superada con razón, se está apoyando al Gobierno alemán, que ahora se
dispone a llevar a cabo un rearme sin precedentes del país.
Las razones políticas que he mencionado para justificar el
fortalecimiento de una fuerza militar disuasoria común de la Unión Europea solo
las puedo defender bajo la reserva de que se dé un paso adelante en la
integración europea. Para justificar esta reserva debería bastar la idea con la
que se fundó y se construyó la antigua República Federal de Alemania: ¿qué
sería de una Europa en cuyo centro el Estado más poblado y con mayor poder
económico se convirtiera además en una potencia militar muy superior a
todos sus vecinos, sin estar integrado de forma obligatoria por el derecho
constitucional en una política exterior y de defensa europea común sujeta a
decisiones mayoritarias?