El miedo a firmar y, por ende, a decidir, es una actitud que, si bien no está del todo acreditada y estudiada en España, tiene ya sus primeros antecedentes en Italia. Y, de hecho, si nos fijamos bien en muchos procedimientos de alta complejidad que se gestionan en nuestras Administraciones públicas, podemos observar que está extendiéndose en nuestras instituciones. Por ello, resulta necesario tomar medidas al respecto, para que no sea esta una causa más que influya en una burocracia que asfixia nuestros procedimientos administrativos y, por ello, la prestación de los servicios públicos.
Por Xavier Forcadell Esteller.- Acento Local blog. La burocracia administrativa de nuestros días —entendiéndose ahora esta como la lentitud exasperante en la resolución de los procedimientos públicos, inmersos muchas veces en unos laberínticos procesos internos y tardíos—, habiendo roto ya de forma abrupta todas las costuras decimonónicas de matriz clásica y weberiana, se ha convertido sin ninguna duda en una de las principales cuestiones a resolver por parte de los poderes públicos, por lo que a la mejora de la vida institucional se refiere. En efecto, si hace muchos años había un cierto margen de tolerancia por parte de la ciudadanía al respecto —incluso una comprensión resignada, tal y como el larranismo describía de forma casi cómica—, hoy el nivel de permeabilidad de esta situación por parte de los distintos operadores jurídicos —incluida toda la ciudadanía en unos u otros procedimientos— es muy pobre. De hecho, se ve como un lastre que dificulta enormemente una normalidad administrativa y propia del derecho al buen gobierno y a una buena administración, dos principios sustanciales que han de regir con mayúsculas la gestión de los asuntos públicos en el siglo XXI.
Eso
explica que no haya propuesta programática administrativa alguna que no ponga
este elemento en el vértice de los retos a conseguir. Y la propia ciudadanía,
de forma prácticamente generalizada, lo manifiesta también como una alta
preocupación. Y es que lidiar con procedimientos largos y desconocidos
—especialmente también por constantes novedades normativas—, con un lenguaje no
siempre fácil de seguir ni por los propios juristas, que tardan mucho en
resolverse y donde el silencio administrativo opera muchas veces de ordinario,
genera múltiples efectos negativos.
Lidiar
con procedimientos largos y desconocidos —especialmente también por constantes
novedades normativas—, con un lenguaje no siempre fácil de seguir ni por los
propios juristas, que tardan mucho en resolverse y donde el silencio
administrativo opera muchas veces de ordinario, genera múltiples efectos
negativos.
Resulta
evidente que haber llegado a este punto no es cosa de pocos años, ni de unas
normas concretas, ni de una simple dinámica puntual y singular. Encauzar el
camino de mejoría y acertar en el mismo es el gran éxito a buscar. De hecho, es
un fenómeno más fácil de teorizar —especialmente en los años del reinado
del power point para explicarlo todo— que de solucionar.
En
este contexto preciso hay que añadir otros ingredientes complejos que tienen
especial relevancia en los últimos tiempos, entre otros, la falta de la
diligencia debida en el impulso de muchos tramites; la atomización normativa
cambiante con la inseguridad jurídica que ello conlleva; la
desprofesionalización y la pérdida de talento que sufre cíclicamente la
Administración por unas causas u otras —especialmente ahora con las
jubilaciones masivas—…
Si
dejamos ahora la aproximación más o menos teórica y de diagnóstico, y bajamos
al detalle -cosa que resulta fácil si se conoce bien el funcionamiento interno
de la Administración-, se puede observar cómo además está apareciendo un
fenómeno más silente todavía que le añade más complicación. Se trata de un
fenómeno no demasiado conocido todavía, y por ello poco estudiado y citado,pero
que tiene paralelismos en nuestro entorno jurídico comparado y guarda conexión,
por parca que sea, con otras disciplinas, como la medicina. Me refiero a lo que
se puede llamar “burocracia defensiva”, o lo que en Italia han teorizado como
“el miedo a la firma”.
Se
trata de un fenómeno no demasiado conocido todavía, y por ello poco estudiado y
citado. Me
refiero a lo que se puede llamar “burocracia defensiva”, o lo que en Italia han
teorizado como “el miedo a la firma”.
Efectivamente,
en los últimos tiempos está generalizándose un contexto en el que en la vida
pública las ya clásicas responsabilidades administrativas —todo sea dicho de
paso, más citadas que aplicadas en las últimas décadas— se ven acompañadas de
nuevas y desacomplejadas responsabilidades penales y contables. Se podría decir
que, en cierto modo, estas siempre han estado presentes en nuestro ordenamiento
jurídico, y que resulta de toda lógica jurídica afirmar que han sido aprobadas
para reaccionar ante ilícitos penales y/o responsabilidades contables. Y es
cierto. Pero no lo es menos que esta irrupción en la vida administrativa se
produce en muchos casos no por hechos de alta complejidad y fuera de toda duda
razonable, sino por una aplicación, muchas veces desde el desconocimiento, del
funcionamiento de la Administración pública y del derecho administrativo, o por
un uso de la norma penal a sabiendas del impacto social que ello conlleva (los
registros policiales producidos en algunos Gobiernos locales donde previamente
se ha filtrado dicha actuación a los medios de comunicación para que lleguen a
tiempo y capten el momento preciso de las detenciones en su salida de los
consistorios, con instrucciones penales largas y tertuliadas que se archivan
sin más años después, pueden ser un claro ejemplo de lo que estamos diciendo).
Como diría Beccaria, en estos casos, tristemente, la pena es ya el mismo
proceso.
Si a
ello le añadimos modificaciones por modas del Código Penal, con la inseguridad
que generan -el de la malversación impropia es un caso bien paradigmático de
ello-, o que determinados tipos penales claramente castigan más la acción que
la omisión - “el que informe”, “el que actúe”…, tenemos ingredientes sólidos
para que al empleado público con responsabilidades decisorias y/o
interpretativas cada vez le cueste más asumir decisiones difíciles y, por
extensión, al gobernante ejecutivo (“yo, sin el informe favorable del técnico,
por más equivocado que pueda estar este a la hora de emitirlo, no resuelvo
nada; yo no me la juego por nada”, es una afirmación que cada día gana más
enteros en la vida pública). A ello, nuevas herramientas para completar
sistemas institucionales de integridad tendrán que prestar especial atención si
quieren cumplir sus finalidades de forma óptima —aquí, por ejemplo, la
aportación de información falsa en el marco de una denuncia anónima vía canal
de alertas es un tema a tener en cuenta—, ya que una generalización en esta
cuestión puede incidir en estas actitudes defensivas entre administradores y
gobernantes.
Este
fenómeno tiene, pues, algún paralelismo más arraigado ya con la medicina
defensiva, campo del que podemos aprender: el miedo del facultativo a
diagnosticar más allá de lo más elemental, a apartarse del protocolo
establecido…
Por
todo ello, creo que es un tema al que hay que prestar la debida atención. En
algunos foros se comenta que la Administración puede llegar a colapsar por la
falta de relevos generacionales, por la falta de digitalización…, pero creo
firmemente que el fenómeno que estoy describiendo puede en algunos casos llevar
a cierta parálisis en materias concretas: urbanismo, contratación pública…,
mucho antes de lo que pensamos. Y, para ello, hay elementos preventivos, sin
duda, pero hay que ver cómo se puede afrontar dicha situación con una
estrategia clara y, entonces, aplicar la medicina precisa. Con
todo, normas que amparen el derecho al error cuando no medie culpa ni
negligencia grave; una mejor calidad normativa y la evaluación ex post de
las normas; más tecnificación interna de las plantillas; la irrupción de la
inteligencia artificial; más formación especializada por parte de los electos;
una buena dirección pública profesional… son todos elementos que podrían
ayudar.
En
algunos foros se comenta que la Administración puede llegar a colapsar por la
falta de relevos generacionales, por la falta de digitalización…, pero creo
firmemente que el fenómeno que estoy describiendo puede en algunos casos llevar
a cierta parálisis en materias concretas: urbanismo, contratación pública…,
mucho antes de lo que pensamos.
Para profundizar en las cuestiones planteadas y encontrar la bibliografía empleada en este post, vid.: Forcadell Esteller, X. (2025). El buen gobierno local y el derecho a una buena administración como antídotos contra la administración defensiva (y el miedo a la firma). Algunas aproximaciones prácticas. Anuario del Buen Gobierno y de la Calidad de la Regulación 2024, pp. 115-146. Disponible en https://gobiernolocal.org/anuario-del-buen-gobierno-y-de-la-calidad-de-la-regulacion-2024/.
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