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lunes, 17 de octubre de 2022

Crisis institucional y separación de poderes en un Estado "clientelar" de partidos

“El poder del político para designar al personal de los organismos públicos, si se emplea de una manera implacable, bastará a menudo por sí mismo para corromper dicha función supervisora” Schumpeter, Capitalismo, Socialismo y democracia, vol. II, Página Indómita, 2015)

Por Rafael Jiménez Asensio. La Mirada Institucional blog 

Degradación institucional y papel de los partidos

El deterioro institucional de las instituciones en España viene de lejos, aunque se haya agudizado recientemente por la confluencia, principalmente, de dos elementos: en primer lugar, la polarización política extrema que, rotos los escasos puentes existentes, ha conducido a insensatas políticas de bloqueo o de manifiesta incapacidad negociadora, pero también a una concepción cada vez más acentuada de que las instituciones son “un cortijo” propiedad del Gobierno de turno y del partido mayoritario de la oposición; y, en segundo lugar, paradójicamente, el cada vez más bajo sentido institucional de representantes, gobernantes y cargos institucionales, que extraídos, por lo común, de menguantes nóminas de militantes y de fieles, dependientes o “independientes”, de los partidos en liza, ha contribuido a que esas instituciones se desangren y pierdan altas dosis de credibilidad ciudadana.

Cuanto menos militancia y predicamento en la sociedad civil tienen los partidos, más cerrados y oligárquicos se están volviendo. Alejados cada vez más de la sociedad (Piero Ignazi, Partido y democracia, 2021), su continuidad existencial depende en última instancia de seguir viviendo enchufados a los presupuestos públicos y de disponer de un abanico de poltronas (representativas, institucionales o de cargos directivos en la administración y en su sector público) para repartir presupuesto entre los suyos y sus allegados. Ese parece ser el pegamento ideológico que da cohesión hoy en día a unos partidos que, como reconoció Peter Mair (Gobernando el vacío, 2015), viven adosados al Estado, y hacen del populismo y la demagogia sus señas actuales de identidad. Que nadie se sorprenda, por tanto, si la ciudadanía les vuelve la espalda y la antipolítica crece.

El intento de control de las instituciones por los partidos es una tendencia general, pero en España adquiere tintes descarados. Tampoco es de ahora, aunque ahora se advierta más, o muestre su rostro más feo. En este país, los problemas anudados a tal patología institucional se multiplican también por dos tipos de circunstancias: por un lado, en términos cuantitativos la ocupación partidista de las instituciones y administraciones públicas adquiere unas dimensiones estratosféricas, que son desconocidas en las democracias avanzadas de nuestro entorno; y, por otro, debido a nuestro pesado legado histórico y al secular desprecio por el papel las instituciones, la cultura institucional está en caída libre. El sentido institucional brilla por su ausencia. Apenas cotiza.

El principio de separación de poderes entre legitimidad democrática, corporativismo e imparcialidad

La carencia de cultura institucional implica que prácticamente por ningún líder ni fuerza política se advierta que el constitucionalismo es, en esencia, un límite al ejercicio del poder, y de que una pieza esencial del funcionamiento institucional de un sistema de separación de poderes radica en diseñar y aplicar de forma adecuada mecanismos efectivos de pesos y contrapesos como frenos del poder, pues tales límites o restricciones son –según reconoce Fukuyama- “una especie de póliza de seguros” del Estado Constitucional (El liberalismo y sus desencantados, 2022), que le diferencia de las autocracias, donde los límites institucionales al poder apenas existen.

Bien es cierto que la separación de poderes convive necesariamente con la legitimidad democrática. Sin embargo, fue antes el huevo que la gallina. Suman, no restan. La arquitectura institucional de pesos y contrapesos nació ante que el Estado democrático, como un diseño institucional encaminado a limitar el poder despótico. El fundamento exclusivo en la legitimidad democrática de los nombramiento de cargos o de personal directivo, sin enmarcarlo adecuadamente en la estructura institucional en la que opera, conduce inevitablemente a la politización de las instituciones y de su propio funcionamiento, supone la quiebra la continuidad institucional (siempre vicaria de la contingencia del poder político de turno) y traspasa el campo de batalla de la lucha política descarnada, tal como estamos viendo a menudo, a las instituciones de control, reguladoras o a la alta Administración. Todo se resume en el nocivo dilema de “si es uno de los nuestros”.

En un contexto de alta polarización, la incidencia de la política sobre las instituciones puede ser letal. Efectivamente, los poderes y su pretendida división y control se difuminan en el juego de mayorías/minorías o en el enfrentamiento de bloques, reduciendo la vida institucional a una prolongación de la dicotomía schmittiana entre “amigo/enemigo” político. O, dicho de otro modo, quien gana las elecciones se lleva todo (especialmente en aquellas instituciones que se renuevan al ritmo o en los plazos de cada mandato político), pero la legitimidad del sistema sangra sin parar. Así, sin contrapesos efectivos, la fuerza del poder (sea este de derechas o izquierdas), se transforma fácilmente, como describió magistralmente Montesquieu (siempre tan citado y pocas veces leído o comprendido), así como por el oráculo de Ciencia Política que fue El Federalista, en abuso flagrante, despotismo benigno (Tocqueville) o, inclusive, en pura tiranía. Donde no hay frenos institucionales, el poder tiende al abuso. Está en la naturaleza de las cosas.

Pero conviene advertir de inmediato que tampoco la separación de poderes se salvaguarda, ni muchísimo menos ahogándola en el corporativismo. El péndulo español de nuestra historia político-constitucional nos ha dado un largo período de liberalismo aparente o formal, junto a varias décadas de predominio corporativo. Somos hijos de ese perverso enfoque bipolar: politización/corporativismo. El saldo, es un fracaso rotundo del país en términos de estabilidad constitucional y gubernamental o administrativa. Por tanto, la despolitización de las instituciones no se garantiza con un mayor peso del corporativismo hasta el punto de hacerlo dominante (sea en el gobierno del Poder Judicial, sea en la alta Administración Pública o sea en cualesquiera otras instituciones permeables a tal patología), sino que se asienta en un justo equilibrio entre legitimidad democrática y articulación efectiva de un sistema de contrapesos,  que comporte no solo dotar de garantía orgánica de independencia o autonomía funcional a las estructuras institucionales, sino también proveerlas de perfiles personales en su composición que salvaguarden y hagan efectivos los principios de profesionalidad, imparcialidad e integridad en el desarrollo de sus atribuciones y en el funcionamiento de las instituciones como órganos de control, reguladores, de gobierno o de dirección pública. Todo ello adaptado al tipo y sentido de cada institución.

En efecto, no es lo mismo proveer de nombramientos para el Tribunal Constitucional, el CGPJ, la CNMC u otras autoridades independientes o para la alta Administración Pública; pues el rol institucional de cada órgano en el esquema de división de poderes y de control del poder es muy distinto, por lo que el peso de la discrecionalidad política (asentada en el principio de legitimidad democrática) juega en el marco de los contrapesos de la limitación del poder y, por tanto, debería ser decreciente conforme el papel de las instituciones fuera, por ejemplo, predominantemente de control y regulador, donde esas garantías deberían ser máximas; o consistiera en funciones de Gobierno de un poder del Estado (como es el Consejo General del Poder Judicial), donde esas garantías deberían ser también muy reforzadas con la finalidad de evitar la politización de la justicia, su dependencia del poder político y, por consiguiente, la puesta en duda de su  actuación imparcial, atributo sobre el que se asienta la confianza ciudadana en ese poder del Estado; o, en fin,  en la provisión de cargos directivos en la alta Administración, donde tales garantías deben estar presentes también, pudiendo estar combinadas (si bien no necesariamente) con un razonable margen de discrecionalidad, que solo debería desplegarse una vez acreditados tales perfiles profesionales (competencias) ante una autoridad independiente de nombramientos (como es el caso de la CRESAP, en Portugal) por quienes aspiran a esos niveles de responsabilidad. En España estamos a años luz de tales experiencias y algunos intentos (salvo en el mundo de la cultura) se han saldado con estrepitosos fracasos por el pésimo diseño procedimental y el manoseo político indecente (RTVE). Si el mérito no funciona y la designación pura política se impone, la captura de las instituciones por los partidos es un hecho inevitable, salvo que se rescate del baúl de la historia el mecanismo de elección por sorteo (Bernard Manin).

España como paradigma de un Estado clientelar de partidos

Lo cierto es que difícilmente puede actuar como contrapeso del poder (y, por tanto, de forma imparcial, profesional e íntegra) quienes amigo del Gobierno o de los partidos que le han promovido y que en no pocos casos ha sido colocado en las instituciones de control para actuar como correa de transmisión del partido que le propuso. Como expuso Pierre Rosanvallon en el que es probablemente el mejor libro para comprender el papel de los órganos de control en un sistema constitucional (La legitimidad democrática, 2010), “la imparcialidad es una cualidad y no un estatus”. Sin instituciones de control independientes e imparciales, pero sobre todo sin personas que las compongan que actúen bajo las premisas de la profesionalidad, imparcialidad, reflexividad e integridad, el sistema constitucional se aproximará cada vez más a una oligarquía constitucional; un régimen que echó raíces profundas en España y que denunció Joaquín Costa hace más de 120 años. ¿Ha cambiado algo desde entonces? No lo parece. España sigue anclada en ese oscuro pasado en el que, tal como se dijo, “el caciquismo (hoy clientelismo) no es (solo) un vicio del Gobierno; es una enfermedad del Estado (y de la sociedad)” (Altamira, Buylla, Posada y Sela; “Observaciones” al informe de Costa sobre Oligarquía y caciquismo como la forma actual de Gobierno en España: urgencia y modo de cambiarla II, Guara, 1982, pp. 81-82).

Tampoco parece de recibo que se pretendan utilizar las instituciones de control del poder, pervirtiendo su naturaleza y función, como medio de hacer oposición política partidista por vías paralelas cuando no se dispone de la mayoría, ya sea para bloquear esta (vetocracia), o ya sea en prevención de que el poder se pueda perder a corto o medio plazo con la finalidad de hacer la vida política más incómoda al gobernante de turno. Esa estrategia política chusca con efectos instantáneos o diferidos (practicada por doquier), comporta empujar a las instituciones al barro político. Por consiguiente, a la destrucción de su legitimidad institucional y condenarlas al desprecio ciudadano.

España no tiene ni ha tenido tradición democrática liberal en la aplicación efectiva del principio de separación de poderes. Y esa cultura no se adquiere en pocos años ni siquiera en pocas décadas, sino que se asienta con el gradual, equilibrado y correcto ejercicio del poder en el marco de los límites de la política institucional. Incumplir procedimientos daña seria y profundamente la credibilidad e imagen institucional; pero ofrecer un constante espectáculo de “reparto de cromos” entre el cártel de los partidos (Katz) también afecta gravemente a la confianza ciudadana y erosiona la democracia.

El hecho evidente es que España, con las profundas raíces de un histórico caciquismo hoy día mutado en clientelismo voraz, representa en estos momentos el vivo paradigma de lo que se puede calificar sin ambages como un Estado clientelar de partidos. El manoseo institucional, más o menos grosero, ha formado parte de la política española desde los primeros pasos del Estado Liberal y se ha practicado con empeño creciente desde 1978 a nuestros días, momento en el que el deterioro institucional amenaza ruina. La clave diferencial radica en que antes, por lo común, los nombramientos recaían sobre personas de cierto prestigio académico o profesional, mientras que en los últimos tiempos se buscan perfiles vicarios, fieles o férreos guardianes de la política del partido que se traslada sin rubor a esos espacios institucionales como prolongación de la política partidista. Hablar en este contexto de separación de poderes y de confianza ciudadana en sus instituciones, es una mera ficción de burdos ilusionistas políticos, en los que ya pocos creen. Y no es buena noticia, precisamente. Tampoco para ellos.

lunes, 6 de junio de 2022

La consagración del Caciquismo

 «Mientras inauguramos instituciones de dudoso valor, destruimos en silencio las de probada eficacia»

Por Benito Arruñada. The Objective.- Solemos tratar de la separación de poderes del estado centrándonos en sus niveles superiores (Gobierno, Parlamento y Justicia), como la Justicia y el CGPJ. Sin embargo, la separación de poderes es un requisito para el buen funcionamiento de la democracia en todos los ámbitos del sector público, desde las cumbres del estado al más modesto de sus ayuntamientos.

Históricamente, se ha demostrado fundamental un cierto grado de separación de poderes de carácter administrativo, tanto para aportar conocimientos a los entes de menor tamaño como para contener su corrupción. Por ejemplo, los empleados municipales eran una pieza clave para manipular las elecciones durante la Restauración. Conviene por ello que cada ayuntamiento cuente con uno o varios funcionarios de carrera que no dependan del alcalde o de la corporación, sino que sean miembros de un cuerpo nacional. No resulta extraño, pues, que, como bien ha descrito el profesor Sosa Wagner, la consolidación durante la segunda parte del siglo XX de los cuerpos nacionales de secretarios, interventores y tesoreros municipales haya sido una de las claves que hizo posible reducir el caciquismo.

Estos funcionarios son el elemento esencial del conocimiento y la separación de poderes en el ámbito municipal. A menudo, concejales y alcaldes saben poco de las leyes que rigen el gobierno municipal, y no es raro que sucumban a la arbitrariedad, como ilustran multitud de casos. Secretarios, interventores y tesoreros aportan los conocimientos necesarios y, dado que ni su puesto ni su carrera dependen de las corporaciones a las que sirven, su actuación favorece que las decisiones municipales sean imparciales, y respeten los derechos de los ciudadanos y las minorías. Entre sus muchas funciones, figuran las de controlar el urbanismo, vigilar las salidas y entradas de activos del patrimonio municipal, asegurar que los contratos respeten las leyes, y fiscalizar gastos, pagos y subvenciones.

Estos funcionarios han de superar unas oposiciones libres y un curso selectivo, lo que asegura su capacitación técnica; y se integran en un cuerpo nacional, lo que contribuye a su independencia respecto a los poderes fácticos locales, y los convierte potencialmente en un contrapoder a los alcaldes, que están a menudo rodeados de empleados en exceso obedientes.

Su posición se ha deteriorado desde que la Ley de régimen local de 1985 minó sus bases organizativas al otorgar excesiva discrecionalidad a alcaldes y corporaciones. La sucesión de malas prácticas ha incluido el cubrir vacantes con interinos elegidos mediante concursos manipulados, no sacar a concurso esas plazas vacantes cubiertas por interinos o incluso coaccionar al funcionario de carrera que osaba cubrirlas, todo ello unido a la negativa de los dos grandes partidos que han gobernado desde 1982 a convocar plazas de oposición en número suficiente para cubrir todas las vacantes.

De forma subrepticia, el Gobierno está ahora dando la puntilla a este contrapeso de la discrecionalidad municipal. En la Ley de Presupuestos Generales del Estado ya escondió una disposición final por la que transfirió al País Vasco las competencias relativas a estos funcionarios. Ahora, la oferta de empleo público que pretende estabilizar el empleo temporal en la Administración General del Estado, oferta 807 plazas de funcionarios locales con habilitación de carácter nacional para los interinos que las han venido ocupando durante los últimos años. No han de superar una oposición, sino que, amén de una prueba teórica que apenas sirve de excusa legal, les bastará con acreditar su experiencia, adquirida ésta en muchos casos tras un nombramiento sujeto a escaso control. Además, no sólo acceden a la carrera, sino que entran de forma automática en sus escalones más altos; y lo hacen, de hecho, por mera fidelidad a quienes los contrataron.

Da idea de la economía política detrás de estas reformas el hecho de que sólo cinco diputados se opusieron a la aprobación de la Ley 20/21 que da pie a estas medidas, ley que se nos presenta con un objetivo tan benigno como el de «reducir la temporalidad en el empleo público». Votaron a su favor los partidos que apoyan al Gobierno, pero también contó con la abstención del PP, Vox y Ciudadanos; y ninguno de los partidos y órganos legitimados para instar recurso de inconstitucionalidad lo ha hecho, pese a las dudas sustanciales que dicha ley suscita a este respecto.

Da toda la impresión de que, a la hora de la verdad, a ningún partido le interesa defender la independencia de los funcionarios; quizá porque la mayoría de los ciudadanos y de los creadores de opinión no percibe la gravedad del asunto. Por tanto, no son los políticos los únicos responsables. El regeneracionismo patrio parlotea mucho sobre la necesidad de dotarnos de nuevas y costosas instituciones de dudosa eficacia, como los reguladores independientes. Sin embargo, permanece en silencio ante la demolición de instituciones de coste mínimo y eficacia probada, como es la separación de poderes que proporciona el cuerpo nacional de secretarios municipales. Observe que este cuerpo fue creado en 1924 por el Estatuto Municipal de Calvo Sotelo, pero sólo se consolida, lentamente, tras las leyes de 1935 y 1945. Contiene así esta historia dos lecciones capitales: se tarda un siglo en crear una institución funcional, pero bastan unos pocos años para desmantelarla. Sobre todo, cuando la intelligentsia, en vez de atender a la realidad, persigue fuegos fatuos.

lunes, 2 de mayo de 2022

LA “GRAN TRANSFORMACIÓN” DE LA BUROCRACIA EN ESPAÑA

«Es la vieja y triste canción de la ineptitud de nuestra burocracia» Stephan Zweig, Diarios, El Acantilado, 2021, p. 125.

Por Rafael Jiménez Asensio. La Mirada Institucional blog.- Preliminar. Habrá quien tenga la impresión de que, tras quince años de zozobra y cuando aún la criatura no ha pasado de la adolescencia, la institución del empleo público creada en 2007 para regocijo de laboralistas y confusión de administrativistas, ha terminado convirtiéndose con el paso del tiempo en una institución endogámica, inútil, inservible e ineficiente (peor aún, inefectiva); que se sostiene sólo porque papá Estado, mamá Comunidad Autónoma, el primo Ayuntamiento o la tita Diputación, son quienes le amparan. Lo público le viene por su enchufe presupuestario, por poco más. Los costes que semejante estructura comporta son cada día más elevados para los paupérrimos resultados que ofrece: la burocracia pública, cada vez con mayor intensidad, se retroalimenta a sí misma y se muestra también día a día más autocomplaciente (se ensalza a sí misma). Y el gran pagano, el de verdad, es -como siempre- la ciudadanía.

También habrá quienes resalten las marcadas diferencias existentes (un dualismo ya insostenible) entre el sector público y privado, que no han hecho sino acrecentarse en estos últimos años, siempre a favor de un inmóvil sector público que mira los toros desde la barrera y ve cómo sus plantillas crecen al igual que sus retribuciones, y cómo sus costes presupuestarios abren brecha amplia a su favor en relación con el empleo privado, este último con su cada vez más marcada precariedad (por mucho que se empeñe la reforma laboral en pretender borrar lo evidente). En fin, hay quienes incluso dicen que es el sector privado el que paga en buena parte el banquete de lo público, objetando que cada vez tiene más actores sentados en su mesa con colmillos finos y voracidad insaciable, en muchos casos (por no decir todos) con vocación de convertirse en comensales eternos del comedero público que fue y sigue siendo la Administración, por emplear una expresión típica de Galdós.   

Es verdad que, como decía también genialmente Benito Pérez Galdós, la olla presupuestaria da de comer a todos. No importa ni el endeudamiento, ni qué se haga o se deje de hacer en (y con) los puestos de trabajo, ni otras zarandajas. El cocido presupuestario, elaborado ahora -objetan los más maliciosos- por estos gourmets de la política populista tan de moda entre nosotros, da para todos y para todo. Ya vendrá la Unión Europea (Banco Central Europeo) a avalar el banquete. Y la factura no será pequeña. El problema, como anuncian economistas de renombrado crédito, en un tono siempre alarmista, es que se está dejando al país en ruinas: sin futuro. Pero otros objetan: mientras haya crédito, hay vida.  El problema vendrá cuando se cierre el grifo.

Los “avances extraordinarios” de la burocracia: del Siglo XIX a nuestros días. Todos querían y (de nuevo) todos quieren ser cargos y empleados públicos.

A pesar de tales juicios lapidarios, algunos de los cuales incluso he suscrito a veces, en esta entrada he decidido (habrá quien se sorprenda) ponerme positivo, y comparar los enormes y extraordinarios avances que se han producido en la función pública española actual (mejor dicho, en ese engendro mestizo que se llama empleo público) frente a la existente en el siglo XIX. Si se mira el panorama con ojos de modernidad, parece en efecto que en muchas cosas hemos mejorado como país frente al magistral y decadente cuadro que dibujó el autor canario de la burocracia decimonónica. Pero si se mira con calma, poco ha cambiado. Más bien nada. El decorado, y poco más. 

Durante el sistema político isabelino, el sexenio (no tan) democrático o en los tiempos bobos del turno político de la Restauración, quienes dirigían la burocracia, los representantes políticos, no cobraban. Lo cual trae a la memoria el agudo comentario de Talleyrand a Luis XVIII: “¿No cobrarán nada? Entonces nos saldrán más caros” (citado por C. Romero Salvador, Caciques, y caciquismo en España (1834-2020), Catarata, 2021, p. 95); no advirtió, sin embargo, el político francés que quien utilizaba el poder -como buen cacique- para colocar a sus amigos políticos, lo seguiría haciendo cobrara o no de las arcas públicas, esta vez con sus clientes políticos. La transmutación del caciquismo en clientelismo político ha sido otra de las grandes noticias “transformadoras” de la Administración española. Un gran paso hacia la modernidad. Ahora ya cobran todos, representantes políticos, cargos ejecutivos, asesores y el resto de adláteres que viven con el hocico metido en la olla presupuestaria, muchos (los que se adosan a la nómina del empleo público o van cambiando de destinos públicos, pues para todo sirven) ya para siempre. Un gran paso adelante. Además, desde entonces, se han multiplicado por decenas de miles las vocaciones políticas y no digamos nada las funcionariales, pues no hay mejor inversión que tener la nómina garantizada a fin de mes; privilegio que, salvando políticos, sindicalistas, empleados públicos y jubilados, nadie más tiene en este país. No es poca garantía en época de incertidumbre y de tanta volatilidad como la que nos ha tocado vivir.

Quien no sepa el frío que hace fuera de los muros del sector público, no tiene ni puñetera idea de lo que es este país y sus gentes. Vive, sea como interino o estable acomodado, en otra España, la pública, no la real. Tampoco cabe extrañarse de que pierda, así, el sentido de la realidad o el pulso de la calle. A los despachos administrativos y escaños parlamentarios solo llega el eco de sus cuatro paredes. El fenómeno de la atracción por lo público, típicamente mesetario, ha conocido tal eclosión, que hasta en territorios donde la salida funcionarial nunca fue bien acogida, como eran los casos de Cataluña y Euskadi, las vocaciones funcionariales o por desempeñar actividades públicas, sin embargo, se han multiplicado por decenas de miles en estos últimos años (tampoco es menor que, fruto de lo anterior, el pulso emprendedor vaya perdiendo fuerza en estos territorios frente a una concepción cada vez más burocrático-mesocrática de vivir de las instituciones; en el peor de los casos subvencionados). Ahora, son legión los graduados que también quieren enchufarse al presupuesto público. Cuando hay que renovar más de un millón de empleados del sector público en esta década, los empujones para entrar serán sonoros. Más cuando acceder al empleo público (siquiera sea como interino o funcionario) se ha puesto a veces tan barato. Y si se tienen los consabidos y omnipresentes “enchufes” más todavía.  Aun así, el talento más relevante (el de verdad) se resiste a esa llamada a la vida cómoda y estable que la Administración ofrece, pues el trabajo público (sea en la condición que fuere) no es en ningún caso estimulante (de hecho, cada vez lo es menos), los accesos por la puerta de atrás o laterales, la organización obsoleta (ya insostenible) y la promoción profesional depende siempre de afinidades, padrinos o contactos políticos. Los demás, a picar piedra. O a dotarse de un manual de supervivencia, cuando no a seguir la máxima de Epicuro: vivir escondidos.

El salto cualitativo: ir y estar en el trabajo como exigencia para ser retribuido. La revolución del teletrabajo y el acceso “de puertas abiertas” al empleo público.  

Otro gran paso adelante frente a la burocracia decimonónica ha sido que a los funcionarios ya no se les paga por la credencial o nombramiento, sin obligarles siempre como antaño a frecuentar las covachuelas u oficinas públicas, sino que, desde la gran conquista de la inamovilidad, se les exige que asistan a su puesto de trabajo, al menos a que estén de cuerpo presente, aunque sea de mente ausente. Por lo que hagan allí, siempre que no rompan los estándares de convivencia básicos de las oficinas públicas, no se les incentiva ni se les castiga. Lo importante es ir y estar, lo adjetivo hacer. Nadie conjuga el verbo evaluar. Y no me extraña, es una manía de los países nórdicos, los que vienen del frío. Aquí, mientras tanto, calentitos. Complicaciones las mínimas. 

Pero los cambios son acelerados. Y, en muchos casos, ya no hace falta ni siquiera ir al trabajo, aunque se presume que sí estar; lo de hacer sigue como siempre, esperando mejores momentos. En efecto, un nuevo avance en la función pública ha sido la eclosión a partir de 2020 del teletrabajo, fruto de la pandemia. Este hecho supone una alteración sustantiva de los cimientos conceptuales de la función pública. El funcionario se despersonifica, se hace virtual, un ser anónimo (una dirección electrónica y poco más), desconocido, que cobra la nómina de una Administración que le protege y ya no tiene que atender pacientemente a pesados ciudadanos con sus largas listas de quejas y lamentos. ¡Qué paz espiritual! ¡Qué dibujaría Forges ante este escenario! Tendría que reinventarse. Ya nada es como era, ni el vuelva usted mañana, ni la ventanilla con el funcionario déspota o mareante, ahora la Administración es un fortín físico-electrónico que solo accede quien tiene competencias digitales o consigue hora y día a través de la denostada y extendida cita previa, el resto que se busque la vida, como debe ser en una democracia digital. El despotismo digital es una nueva forma de abuso del poder.

Además, con el teletrabajo ya no hay que ir (o ir lo menos posible) a la oficina y aguantar al tirano jefe ni al impertinente funcionario a quien no se puede ver ni en pintura. ¡Y hay tanto que hablar cuando se está! Han pasado tantas cosas en estos días o semanas de ausencia, que las horas de oficina se quedan cortas. Se puede cuidar de los mayores, llevar a los niños al colegio, hacer con ellos los deberes, y tantas tareas sociales para las que se ha diseñado, entre otras cosas tan fantásticas (como reducir el cambio climático), el teletrabajo en el empleo público. ¡Doble descanso! En casa se puede hacer de todo, incluso cinta o bicicleta estática en horas de trabajo, como me reconocía un alto funcionario no hace mucho. Todo ello, eso sí, responsablemente, con el teléfono al lado e, incluso, leyendo u ojeando un informe. Mal entendido y peor aplicado, el teletrabajo puede llegar a convertir los días de asuntos propios en una categoría inservible. Habrá que crear otra de días de asuntos de trabajo, cada vez más anecdóticos. Los viernes ya están casi amortizados en el calendario funcionarial, y si son de teletrabajo mucho más. La jornada de cuatro días se impone de facto. Otro avance.

¡Cómo ha mejorado la función pública!, eso sí sin llegar a aquellos tiempos bobos decimonónicos en que ni siquiera era necesario en algunos casos acudir al despacho; aunque ahora con el teletrabajo puede incluso retornarse a aquellos tiempos idílicos,  bien es verdad que en este trabajo telemático te pueden llegar a fiscalizar dónde estás y, en el mejor de los casos, qué estás haciendo con tu tiempo (pero para eso se necesitan, además de herramientas tecnológicas, objetivos, seguimiento y evaluación, amén de directivos; tres tareas insólitas y una exigencia institucional estrambótica en las administraciones públicas de este país, que siempre se han alineado mejor con el ejército de Pancho Villa). La cuestión clave, y lo sabe bien el empleado público más tarugo, es tener el ordenador encendido. La presunción de que en ese contexto se labora, se da por sentada; es la presencialidad telemática, auténtica modalidad de teletrabajo en el sector público. En fin, en este marco de la gran revolución organizativa telemática (“el puesto de trabajo de nueva generación”, en rimbombantes palabras de la Agenda Digital España 2025 y del eufórico e inaplicado Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia) siguen trabajando las mismas personas que lo hacían presencialmente ahora de forma telemática, aunque en algunos casos todavía más; pues quienes presencialmente lo hacían poco, mal o nada, tienen ahora el escenario ideal para disfrutar de su oronda condición de empleados-pensionistas a distancia a cuenta de los siempre inagotables presupuestos públicos y de los tontos de capirote que siguen pencando.

Lo que el teletrabajo mal entendido y peor aplicado puede generar son tensiones más fuertes aún de desatención ciudadana, cada vez más presentes en una Administración ausente que está olvidando su adjetivo y cada vez se vuelve más endogámica o se cuece en su propia salsa. La atención ciudadana (y sin pasarse) se deja para sectores como la sanidad, la policía, los servicios sociales, la educación, etc. La burocracia está para más altos fines, tales como regular, planificar, coordinar, ejecutar, evaluar; salvo que inmersa en sus propias patologías mire (como hay casos) contantemente a su propio ombligo. Y, en tales circunstancias, devaste el sentido de los verbos dedicándose a planificar y ejecutar… sus puentes, permisos y vacaciones. No cabe duda que el teletrabajo, tal como se está entendiendo y aplicando, puede convertirse en otra gran transformación que nos devuelva, paradójicamente, a tiempos pretéritos. 

Pero el cénit del desarrollo del empleo público del siglo XXI frente al siglo XIX lo hemos conocido recientemente. En el siglo XIX obtenían credencial de funcionarios los amigos políticos, daba igual incluso la formación que tuvieran, que luego serían removidos (cesantes) de sus puestos por los cambios de ministros o de gobiernos. Mesonero Romanos o Gil de Zárate, lo describieron con acerada pluma. Tras no pocas penurias y décadas de ineficiencia (cuando no de corrupción) de tales menesterosos de levita se obtuvo la garantía de inamovilidad del funcionario, previa superación de los correspondientes procesos selectivos (aquí llamado con la horrible expresión de oposiciones), que siguen siendo casi igual que entonces. Cierto que, cuando el paso a la inamovilidad se dio, algunos candidatos a cesantes se incrustaron en las nóminas funcionariales.

Sin embargo, el gran paso dado por esta España transformadora es que, para ingresar en la función pública, siempre que hayas sido interino o personal laboral temporal, ya no es necesario acreditar nada. Se quejaba antaño, un reconocido catedrático, que en las nuevas oposiciones a cátedras universitarias solo se exigía rebuznar ante el tribunal para sacar la plaza, pues -siguiendo ese paralelismo- el gran avance es que ese rebuzne -que supera esa estúpida exigencia weberiana del saber especializado de la burocracia o esa pretensión vana de evaluar el desempeño- aplicado ahora a centenares de miles de plazas puede derivar en unas onomatopeyas cacofónicas ensordecedoras. Además, serán tales personas las que nutrirán ad aeternum las nóminas de los bajos, medios y altos funcionarios de no pocas Administraciones Públicas para las próximas décadas, y las llamadas a dirigirlas en el siglo XXI. Un avance desconocido en este mundo globalizado.  Habrá quien venga a tomar nota desde los países más remotos y primitivos del mundo actual: no encontrarán parangón. Es la nueva concepción hispánica de retención del (inexistente) talento en el sector público. Innovando, que es gerundio.   

Frente al denostado siglo XIX, el gran salto adelante (insólito en el panorama comparado europeo y universal) del actual sistema burocrático «transformador» ha sido, sin duda, garantizar que esas personas a las que se abrirán de par en par las puertas de la Administración (para que entren todas) ya no podrán ser nunca cesadas y tendrán un oficio retribuido (hagan lo que hagan, no hagan nada o no tengan nada que hacer) durante el resto de sus días. La inamovilidad ya no se conseguirá solo por el acceso mediante pruebas competitivas, se llega a ella igualmente entrando por la puerta de atrás o por la puerta de servicio. ¡Cuánto nos ha costado descubrir la piedra filosofal de la nueva función pública! No cabe duda que este hubiese sido el gran sueño de la legión de cesantes que vivieron míseramente durante largos periodos del siglo XIX en España. Otro avance incalculable. Una auténtica transformación revolucionaria, por la que sus promotores (tienen nombres y apellidos, así como siglas políticas, por cierto, muchas) pasarán a los anales de la Historia de la Administración como mentes preclaras donde las haya, que llevaron el barco administrativo hacia su total desguace. Todo un honor.

¡Cuánto avance!, ¡qué progreso! Y no me refiero a la feminización de la función pública, que es un hecho, aún pendiente en la alta Administración, pero no hay término de comparación con el siglo XIX, por eso aquí se ha orillado. En lo demás, según se ha visto, cómo se nota la singularidad en este caso hispánica y no ibérica (pues Portugal es un país mucho más serio que el nuestro, también en estas lides), ¡qué pasos tan firmes ha dado España en estos últimos tiempos! Con esos mimbres estamos ya en condiciones de transformar el país para que -como dijo un reconocido asesor presidencial, que en paz política descanse- ya no lo conozca ni la madre que le parió. Pobre ingenuo. No sabía de lo que hablaba. Siempre hemos sido diferentes. Y para desgracia de nuestros hijos y nietos, todo apunta a que lo seguiremos siendo.  

lunes, 2 de diciembre de 2019

Rafael Jiménez Asensio: Caciquismo digital

"El caciquismo, en la política, no es una enfermedad determinada, sino una predisposición a tenerla” (Conde de Romanones, Breviario de política experimental, Madrid, 1974, p. 101)

Por Rafael Jiménez Asensio. Hay Derecho blog.- España es un país avanzado. Mucho antes de que la revolución digital emergiera, aquí el dedo político tenía una centralidad innegable. Mientras que en otros lugares la política, como decía Weber, se hacía con la cabeza y no con otras partes del cuerpo, entre nosotros mandaba el dedo índice que dirigía su destino hacia la persona elegida. Digital viene de dedo. Un nombramiento a dedo es una designación discrecional, en la que quien designa decide sobre la persona en la que recae ese nombramiento, independientemente de requisitos tan obtusos y antiguos como la capacidad, el mérito o la profesionalidad, por no hablar de la integridad, que no hacen sino complicar las cosas.

Tales requisitos, todo lo más, se pueden valorar o no, pero tal valoración se hace, cuando se hace que apenas nunca se hace,  siempre a criterio e interés exclusivo de quien mueve el dedo y designa el destino que debe ocupar la persona señalada. Nombro a quien quiero, pues mi “dedo es democrático”, alegaba torpemente un Alcalde hace años, como recogió Francisco Longo en un sugerente artículo. Pues trasládenlo a los miles de nombramientos políticos que tienen lugar en este país. Y déjense de tonterías como las que hacen esos bárbaros del Norte que no saben de nuestros expeditivos métodos y recurren a concursos abiertos y competitivos o a medios objetivos de contrastar las cualidades y trayectoria personal (hearingsefectivos y no nominales, como los que por aquí se hacen) de aquellas personas que serán designadas.

Tráfico de influencias
Nunca tuvimos consciencia de lo avanzados que éramos. Nos adelantamos en siglos a la revolución digital. Moviendo el dedo político no hay quien nos supere. Nuestros mayores progresos siempre han sido en temas físicos o deportivos. No se conoce país en Europa occidental o en las democracias avanzadas del mundo que alcance nuestras cotas de nombramientos políticos “digitales”. Y ahora que pega fuerte la revolución tecnológica, los  “dedos democráticos” cogen más brío. Se multiplican.  Lo cubren todo, no solo los cargos políticos por excelencia (parlamentarios, ministros, consejeros, alcaldes, concejales, etc.), sino también los niveles directivos de cualquier estructura de gobierno (Estado, CCAA, gobiernos insulares, forales, locales), del denso y extenso sector público institucional (con miles de entidades, muchas de ellas autenticas cuevas de Alí Babá), así como los innumerables órganos constitucionales o estatutarios, “administraciones independientes”, organismos reguladores, órganos de control, etc. Y cuando eso se acaba, giramos la puerta y les abrimos de par en par la entrada en el sector privado que, sorpresas que da la vida, les acoge con los brazos abiertos. ¿Por qué será si con nada, salvo con sus “influencias”, pueden traficar? Adivinen ustedes mismos.

Quien reparte esas sinecuras y coloca a cada cual en su respectivo pesebre son los partidos gobernantes. Como las canteras de los partidos políticos no suelen dar mucho de sí, plagadas como están hoy en día, salvo excepciones cada día más singulares, de una mediocridad alarmante, cuando no de mera ignorancia supina o de palmeros y aduladores sin criterio, si hay que designar “digitalmente” por la política a alguien para tales menesteres públicos o de “responsabilidad”, siempre que no haya un militante con medias luces al que situar de “alto cargo” o de cargo público se busca en los aledaños del patio contiguo a la política; esto es, familiares, compañeros de pupitre, amigos políticos o “simpatizantes”, cuando no académicos, intelectuales, periodistas, jueces o funcionarios en busca enfermiza todos ellos de algo de púrpura que dé sentido a su pobre existencia personal y profesional. Son legión, así que no hay problema de cantera. La política siempre ha sido un atajo para llenar el morral y fortalecer vanidades castradas. Así que las vocaciones para “mandar”o para ocupar cargos públicos son innumerables por estos pagos. Este es un país de personal con largos currículos, verdaderos o inventados, que tanto da. Todo el mundo sirve para todo, aunque nada tenga que ver para lo que ha sido designado o vaya a serlo. La capacidad ha sido aquí siempre subjetiva.

Cuarenta años después de aprobada la Constitución vigente, España tiene un sistema democrático puramente aparente hipotecado por un caciquismo digital que lo representan orgánicamente los partidos políticos, con el que nutren a sus clientelas próximas o mediatas. Una vez nombrado, si eres militante debes obedecer a la jerarquía del partido y si no plegarte a los designios del partido que te nombró o duras menos en el cargo que un cigarro de hachís a la puerta de un colegio. La multiplicación de partidos ha hecho que la demanda de poltronas se dispare. Y los dedos “democráticos” se vuelven inquietos, buscando a quién señalar. Miran y remiran, cuchichean, piden consejo de quien nada sabe del asunto y señalan finalmente a su títere objetivo. Muchos son los que se ponen a tiro. Pocos los elegidos. Los menos, quienes huyen o se ausentan de tal trasiego indecente y obsceno; aunque empiezan a aparecer aquellos que reniegan a participar en tan burdo y siniestro juego, que da bastante menos lustre del que aparenta y que ya es un oficio maldito condenado por la opinión pública. Empeño se ha puesto para lograr esa “reputación”.

Además, los gobiernos de coalición multiplican, sin excepción, los cargos a repartir y las propias demandas: quien no aspira a un ministerio o consejería, lo hace a una dirección general o puesto de asesor. Quien en política no cogepoltrona en la que asentar sus reales,está condenado a vivir en el patio trasero de la política o a calentar escaño. La política se ha convertido en un corral, con muchos gallos de pelea y un botín que, para tranquilidad de todos, no para de crecer. Sin tocar poder, los partidos pierden su esencia de máquinas repartidoras de cargos y carguillos. Y no les queda nada, porque de creencias ideológicas andan todos muy justitos. El partido sin poder no tienen atractivo, tampoco para sindicatos o “empresarios” (aquellos del capitalismo clientelar o de amiguetes, que también abundan), que viven a la sombra de los frutos que la política gubernamental arbitrariamente les reparta.

Los partidos, además, son cada vez más oligárquicos y cesaristas. Si Michels levantara la cabeza se aterraría de lo acertadas que fueron sus previsiones. La ley del pequeño número, de la que hablara Weber(lo que nosotros llamaríamos “la camarilla”), es la que domina y controla la cúpula de cualquier estructura de partido. En algún caso se queda en mesa camilla de familia y añadidos. Lo demás no existe, es coreografía para llenar forzadamente los espacios cada vez más reducidos de los mítines electorales. La democracia de los partidos se ha convertido en democracia de aclamación, o en pura mentira. Lo de las votaciones a la búlgara se ha quedado obsoleto; ahora priman los resultados de consultas a los militantes “a la española (o catalana)”. Es la novedad universal. La vida política interna de los partidos es, por lo común, inexistente. De una pobreza deliberativa que raya la insignificancia. A pesar de su debilidad interna endémica, los partidos gobernantes siguen siendo los dueños y señores de la máquina caciquil en la que han transformado al Estado en todos sus niveles de gobierno. De sus redes de clientelismo no escapa nadie. Quien controla el poder, sean partidos nacionales, regionales, nacionalistas o independentistas, de izquierdas o derechas, reparte las prebendas entre los suyos y sus amigos políticos, con el criterio exclusivo del nombramiento “digital”. Siempre tan moderno. A la última.

Caciquismo partidista
Pero lo más llamativo y grave es que ese nuevo caciquismo en su versión partidista anega el sistema institucional en su conjunto, y ciega cualquier esperanza por lejana que sea de construir un sistema de separación de poderes basado efectivamente en el principio delchecksand balances. Y si el poder carece de frenos, o estos no actúan de forma adecuada, la democracia como sistema institucional padece muchos enteros hasta el punto de convertirse en puramente formal o de fachada. Se produce así una llamada constante y permanente al electorado para que valide mayorías gubernamentales que, una vez formadas, harán del “dedo” una de sus políticas centrales (¿se habla de algo que no sea reparto de cargos últimamente?). Quien es colocado en tales instituciones de control o supervisión, procura no incomodar al poder gubernamental (hoy por mi y mañana por ti). Los controles se vuelven laxos o se aplazan sine die, y aquí no pasa nada o se aparenta que nada pasa. Solo lo más grave, muchas veces por accidente casual, sale a la luz. Siempre que haya una denuncia circunstancial y la justicia (la baja o media) se mueva, pues por las alturas el proceso de designación está también preñado por la política, siquiera sea mediada por ese desgraciado órgano en su diseño institucional que es el CGPJ.

Mientras tanto la vida sigue en este país en donde el mérito y la competencia o profesionalidad cedió hace siglos el paso al amiguismo de clientela, antes gestionado por los viejos caciques y hoy en día por los partidos. Y en ello seguimos doscientos años después. Pero siempre tan ingeniosos, hemos revestido al viejo caciquismo. Lo hemos actualizado, en plena era de digitalización. Como decía Byung-Chul Han, “la cultura digital hace que el hombre se atrofie”. Pues bien, la patología política de los nombramientos a dedo producen el mismo efecto querido, pero esta vez sobre las instituciones. Las convierte en cáscaras sin vida, que apenas nada producen a favor de la sociedad (o, en todo caso, mucho menos de lo que podrían dar), pero que siguen dando frutos a quienes de ellas viven. Siempre tan modernos.

Otro post de interés. Por Sergio Jiménez. Analítica Pública web: Los 4 tipos de servicios públicos proactivos

miércoles, 5 de diciembre de 2018

Alternancia de poder y alta Administración

Tras casi cuarenta años de poder monocolor, en la Junta de Andalucía no se ha hecho el menor esfuerzo por profesionalizar las estructuras de la administración autonómica

Por Rafael Jiménez Asensio- Vozpopuli.com .-  Aunque tengo muestras de evidente fatiga al repetir siempre lo mismo sin que nada escuchen quienes debieran ser receptores primarios del mensaje (los responsables políticos), hay algo que la evidencia empírica no deja de mostrar con toda crueldad: los cambios de gobierno en España, siempre que conlleven alternancia política, tanto en el ámbito de la Administración General del Estado como de las Comunidades Autónomas (así como en buena parte de las entidades locales, en menor escala cuantitativa), implican, por lo común, la remoción de centenares o miles de puestos directivos (altos cargos) o de libre designación, dejando ahora de lado al personal eventual. No me interesa entrar en detalles, pues no es lugar para hacerlo.

Palacio de San Telmo, sede del gobierno andaluz
Nadie, absolutamente nadie, ha cambiado estas reglas del juego (solo se han matizado en la Administración del Estado y para determinados puestos directivos, pero el libre nombramiento sigue siendo la norma). Además, “la bolsa de spoils system” se incrementa con la libre disposición no exenta de cierto tono de grosería cuando se designa a personas sin competencia alguna acreditada para proveer (a veces por amiguismo y otras por fidelidad política) innumerables cargos directivos en el sector público institucional (especialmente, en empresas públicas, la cueva de Alí Babá, como suelo repetir). El botín político de quien llega al gobierno es muy jugoso en términos de reparto del poder y hay que “dar de comer” a sus respectivas huestes o clientelas, que todos los partidos las tienen. Así ha sido siempre en España, desde el viejo caciquismo al “nuevo” clientelismo político. Si antes, en palabras del Conde de Romanones, “el caciquismo tenía las raíces muy hondas” (Breviario de política experimental, Madrid, 1974, p. 101), lo mismo cabe afirmar en estos momentos del clientelismo. “Maraña espesa”, en palabras de tan particular cacique. Fachada remozada.

"El problema afecta al resto de administraciones, y ni la vieja ni la nueva política están dando muestras efectivas de cambio en esta materia"

Todo esto es harto conocido. Falta por concretar el número exacto del drama que implica la politización intensiva y extensiva de nuestro sector público en su conjunto, pero ya les adelanto que, intuitivamente, por los escasos datos que hoy en día tengo computados, esa cifra puede alcanzar a decenas de miles de puestos en los que estarían los niveles directivos (altos cargos y asimilados) y los de la alta función pública o del empleo público en su conjunto (esto es, los puestos de libre nombramiento y de libre designación, por tanto de libre remoción o cese).

No cabe duda que esas escalofriantes cifras nos sitúan a la cabeza de la Unión Europea en cuanto a politización (o si prefieren, de “discrecionalidad en la provisión”) de las estructuras  de la alta Administración. Y ello no es sino muestra del intenso subdesarrollo institucional de nuestro sector público en relación con la situación existente en el resto de las democracias europeas avanzadas. Incluso Portugal tiene actualmente un sistema de reclutamiento de la alta dirección pública (Directores Generales, Subdirectores y directivos de empresas públicas, aunque en este último caso solo se emite un informe sobre su posible idoneidad) basado en competencias profesionales y no en el “dedo democrático” (la sempiterna confianza política). Y seguimos sin aprender nada.

Botín de partido
Además, fruto de la cada vez mayor fragmentación del tablero político español (estatal y autonómico) la remociones de tales niveles de responsabilidad serán a partir de ahora la moneda corriente. Una auténtica noria, como en su día escribí. Y no hay organización pública que se precie que pueda funcionar con tan evanescentes criterios donde la discrecionalidad es la guía y la profesionalidad la anécdota. Además, en ese cambiante contexto (al que deberemos acostumbrarnos) la continuidad de las políticas públicas se verá rota constantemente y la memoria de las organizaciones velada por la pérdida (verdadera sangría) de un conocimiento directivo de quita y pon.

No aventuraré quién gobernará la Junta de Andalucía, algo que se solventará en las próximas semanas. Pero si quien llega a gobernar esa institución es un partido o una coalición de partidos en la que no está integrado el actual partido gobernante, la remoción de centenares de altos cargos o de directivos del sector público andaluz, así como de algunos o muchos de los (cifra aproximada) dos mil puestos de libre designación (funcionarios A1 son más de mil quinientos), parece que será una medida inmediata. Tras casi cuarenta años en el poder de una misma formación política, la Junta de Andalucía no ha cambiado ni un ápice el sistema de provisión de los puestos directivos en línea de profesionalizar esas estructuras, algo que hubiese puesto al abrigo a la alta Administración del vendaval político y de los apetitos de poder. Y entonces vendrán los lamentos.

"Estamos a la cabeza de la UE en cuanto a politización (o si prefieren, de ‘discrecionalidad en la provisión’) de las estructuras de la alta Administración"

De producirse la hipótesis anterior, se aireará en los medios “la purga” de los ceses en cadena. Pero no nos llamemos a engaño. Ese es el perverso sistema que todas las Administraciones Públicas, auspiciadas por una política clientelista y de nula visión estratégica o comparada, han construido. Un sistema de confianza política en la provisión de puestos directivos en la alta Administración. El sistema da réditos políticos inmediatos y (mal) funciona siempre que haya continuidad en el poder. Pero el modelo se hunde por completo cuando los cambios de gobierno (incluso a veces de personas) llegan, más aún si en estos funciona la ley del péndulo. En esas circunstancias, la Administración Pública comienza una vez más, como el tejido de Penélope, a escribir en una hoja en blanco. Tejer y destejer es nuestro sino. Tiempo perdido.

Lo terrible de todo ello es que quienes lleguen, si es que llegan, harán lo mismo. Este es el pesado legado de nuestra historia decimonónica que aún se arrastra en pleno siglo XXI: la alta Administración Pública se concibe como un botín del partido o partidos que gobiernan. No se equivoquen, esto no pasa solo en Andalucía, pues el cáncer tiene metástasis por todos y cada uno de los rincones de la geografía gubernamental y administrativa española. De esa cultura teñida de clientelismo nadie se libra: ningún color político y ningún territorio. Lo grave del asunto es que no se advierte realmente que se quieran cambiar esas deplorables y viejas reglas del juego. Ni la vieja ni la nueva política están dando muestras efectivas de cambio en esta materia. España mientras no resuelva realmente este problema no será un país serio ni moderno. Las políticas de reforma sobre la alta Administración, aparte de proposiciones que duermen el sueño de los (in)justos, ni siquiera asoman por ningún sitio. Panorama desolador, siento decirlo.    

martes, 5 de septiembre de 2017

Carles Ramió: Clientelismo sin culpables

"Las administraciones más nuevas (administraciones autonómicas totalmente nuevas y las administraciones locales que requirieron una  refundación total después del franquismo) y presumiblemente más innovadoras muestran signos evidentes de pulsiones de carácter clientelar"

Carles Ramió.  Blog EsPúblico.-  La forma natural de organización social es mediante redes de familiares y amigos que responden a lógicas de reciprocidad. Es decir, todas las sociedades poseen el germen del clientelismo. Durante siglos las administraciones públicas no han podido escapar de la lógica clientelar y en España no se logró un modelo más o menos meritocrático hasta la segunda década del siglo XX. 

Nuevo e interesante libro de @CarlesRamió sobre gestión pública
Pero durante los últimos cuarenta años el modelo clientelar ha reverdecido tanto en las Comunidades Autónomas como en la Administración local. Hay dos preguntas que rápidamente nos planteamos: ¿cómo es verosímil que administraciones totalmente nuevas o reinventadas hayan caído en el clientelismo? ¿Cómo es posible que una democracia moderna se comporte igual que la precaria democracia de una parte del siglo XIX? Hay dos respuestas para ello.

Ineficiencia del modelo burocrático
Primera, la Administración pública española desencantada con la ineficiencia  del modelo burocrático ha ido introduciendo, durante las dos últimas décadas, lógicas de carácter gerencial emulando el funcionamiento de las empresas privadas. La fricción y lucha por la influencia entre ambos modelos ha generado fracturas y fisuras que han facilitado que emerja el magma presente bajo las dos placas tectónicas conceptuales que intentaban taparlo: irrumpe el magma clientelar con una gran fuerza. Es en la gestión de recursos humanos donde más se puede apreciar  la confusión que genera tener dos modelos de referencia y cómo este caos favorece el reverdecimiento no deseado del modelo clientelar.

 Por ejemplo, cuando se detecta la necesidad de incorporar a un nuevo funcionario en la Administración pública el proceso burocrático de selección puede demorarse más de dos años. Este proceso es sencillamente inasumible en el marco de una gestión pública moderna, contingente, eficaz y eficiente. El político de turno se desespera ante esta ineficiencia de manual. Y como su referente alternativo es el modelo gerencial busca como disyuntiva a la burocracia el protocolo de selección de carácter empresarial que asegura una gran celeridad. El problema es que en el mundo empresarial los sistemas sofisticados y seguros de selección son la excepción y lo más usual son sistemas de reclutamiento artesanales y precarios. Por ejemplo, domina en las empresas la espuria técnica de “dar voces” al entorno más inmediato para detectar el perfil profesional más adecuado que se requiere. Nuestra hipótesis es que buena parte de los empleados públicos han accedido mediante este rudimentario sistema. En absoluto mal intencionado y en absoluto clientelar en principio. Pero el problema es que no se han seguido los principios públicos de igualdad, capacidad y mérito y el proceso ha sido  aparentemente aleatorio. Pero solo supuestamente ya que cuando se utiliza la técnica de selección de “dar voces” el problema es que este sistema de comunicación tan artesanal solo llega a unos círculos sociales muy determinados que suelen coincidir con unas simpatías políticas también concurrentes.  El resultado agregado de estos procesos empresariales de selección, como alternativa al modelo burocrático, es que se ha reinstaurado un sistema clientelar de carácter social y político. No ha habido una intención clientelar delibrada pero el efecto ha sido un neoclientelismo.

Segunda, otra manera de explicar el regreso del modelo clientelar en España tiene una relación directa con la tesis de Fukuyama sobre como en los países se han producido dos procesos: por una parte, el proceso de modernización de sus instituciones públicas. Y, por otra parte, el proceso de democratización. El orden de los factores afecta y altera los resultados en materia de ordenación y gestión de los recursos humanos. Hay países (Fukuyama alude al caso de Alemania) que históricamente primero han modernizado sus administraciones públicas durante el siglo XIX y principios del XX y luego se han democratizado. El resultado es que estos países son más impermeables al clientelismo ya que al modernizarse primero han logrado un blindaje institucional que ha favorecido que el sistema de partidos no se atreviera, en su favor partidista, a turbar o extorsionar las reglas del juego institucional.  Como contraejemplos, en los que ha sucedido justo lo contrario, este autor cita a Italia y Grecia como países que no lograron modernizar sus administraciones públicas antes de su democratización. En estos casos fue el sistema democrático, el sistema de partidos, el que tuvo que asumir la tarea de la modernización institucional. En estas situaciones los países poseen un modelo con importantes ingredientes clientelares. 

Los partidos políticos
Los partidos políticos, de manera natural, dejan espacios de discrecionalidad que favorecen a sus intereses partidistas y logran influir en el diseño y funcionamiento interno de la Administración pública.  En España se produce una situación que a muchos observadores puede sorprender: la administración más antigua, la Administración General del Estado, es la que muestra menos signos de carácter clientelar. En cambio, las administraciones más nuevas (administraciones autonómicas totalmente nuevas y las administraciones locales que requirieron una  refundación total después del franquismo) y presumiblemente más innovadoras muestran signos evidentes de pulsiones de carácter clientelar. Si atendemos a la tesis anterior esta paradójica situación es fácilmente comprensible. La Administración General del Estado experimentó un proceso de modernización lenta pero incremental  que permitió que estuviera relativamente consolidada e institucionalizada cuando se democratizó el país. 

Los dos grandes partidos que se han alternado en el gobierno no se atrevieron a cambiar estas reglas del juego. En cambio, las administraciones autonómicas primero fueron democráticas y tuvieron que ser los partidos políticos en el gobierno sus principales agentes de institucionalización y modernización y no pudieron evitar (igual que en Italia y Grecia) dejar espacios de discrecionalidad que han fomentado el modelo clientelar. Con las administraciones locales ha sucedido lo mismo ya que los partidos políticos tuvieron que asumir la tarea de su refundación ante su evidente falta de musculatura institucional. Esta teoría es tan determinista e insalvable que los mismos partidos y líderes políticos respetaron la institucionalidad en el caso del Estado y generaron un modelo semiclientelar en las administraciones autonómicas y locales.

Esas dos respuestas son  útiles para demostrar que las pulsiones clientelares presentes en nuestro tejido institucional no han sido por mala fe ni por una pésima cultura política. Han sido, a nuestro entender, el resultado de procesos naturales inevitables. Esta feliz circunstancia permite hacer un diagnóstico sin culpabilizar a nadie y, por ello, es mucho más fácil reconocer la situación y diseñar una potente estrategia para superar estas deficiencias. Una vez conocido el problema ahora sí que la sociedad no podría aceptar que no se buscaran las soluciones.

Otro post de interés: Blog de Víctor Almonacid. Vuelva usted mañana