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domingo, 22 de enero de 2023

¡AY DE LA ORGANIZACIÓN!

“La innovación organizativa, la revisión constante de sus estructuras (…) es la única garantía de una relativa y cierta continuidad, el único medio de vencer el primero y más grave de los fenómenos patológicos de las organizaciones humanas, la anquilosis institucional” (Eduardo García de Enterría, La Administración española, Alianza, 1972, p. 102)

Por Rafael Jiménez Asensio. La Mirada Institucional blog.-                      Las hipotecas del pasado

Hace más de dos siglos, ese oráculo de la Ciencia Política y de las instituciones públicas que son los Papeles del Federalista, recogió en diferentes pasajes y con redacciones diferenciadas una idea que aún resuena: no puede haber buen Gobierno sin buena Administración. Siempre la he repetido, y también ha sido reiteradamente replicada, por ser fino en los términos. Esa idea de Hamilton no se tradujo, sin embargo, en la realidad organizativa. La Administración Pública estadounidense, tras sus limitados inicios de las primeras décadas, derivó rápidamente hacia el populismo jacksoniano que, a partir de 1828, supuso la implantación del spoils system, que no se consiguió erradicar hasta bien entrado el siglo XX. Mientras tanto, la corrupción se extendió por el país. Como expuso Adolf Merkel, la Administración adoptó un “giro antropomórfico”, dado que, al margen de su dimensión orgánica, es una actividad ejecutada por personas. Y no seamos ingenuos, como también advirtió Emerson: las instituciones son una prolongación de las personas que las dirigen o que en ellas trabajan. Para bien o para mal.

Mientras los americanos del Norte caminaban por esos derroteros, en la Europa continental el sendero que se cogió fue otro. La Revolución francesa de 1789 arrumbó las instituciones del Antiguo Régimen. No hubo, en principio, continuidad, sino quiebra. Sin embargo, tal apreciación hay que tomarla con todas las cautelas, como inteligente escribió Alexis de Tocqueville en su magna (y tardía) obra El Antiguo Régimen y la Revolución. A juicio de este autor, algunas instituciones del Antiguo Régimen, entre los escombros institucionales provocados por la Revolución, seguían perviviendo, ya fuera de forma expresa o disimulada. La organización departamental del Ejecutivo fue una de ellas; pero también la impotencia que mostraron los revolucionarios franceses para articular una Administración que no bebiera, directa o indirectamente, de las prerrogativas heredadas del absolutismo monárquico.

Este proceso fue extraordinariamente estudiado por el profesor Eduardo García de Enterría en su conocida y temprana obra La Revolución francesa y la Administración contemporánea. No obstante, en esa depurada construcción conceptual bajo las premisas del difícil encaje de la Administración en la arquitectura de un mal entendido sistema de separación de poderes, subyacen algunos de los problemas aún no resueltos desde entonces, como son las prerrogativas exorbitantes que tal poder público ostenta como base del principio de autotutela, que encajan muy mal en un sistema constitucional democrático cuyo eje central es que el papel de la Administración está orientado al exclusivo servicio a la ciudadanía.

Lo relevante a nuestros efectos es que la organización básica del Antiguo Régimen sobrevivió en el Estado Liberal, reformulando sus presupuestos estructurales (de las Secretarías de Despacho del monarca absoluto a los Ministerios del régimen liberal), y llegó hasta nuestros días. Las estructuras departamentales de antaño eran muy limitadas, también cuantitativamente hablando; un proceso que sufrió notables alteraciones conforme las misiones del Estado fueron adentrándose en el intervencionismo económico y la regulación social. La complejidad actual del sector público nada tiene que ver con la situación existente en la España decimonónica; pero, en esa afirmación hay algo de engaño: el legado institucional es más pesado de lo que parece. La modernización del sector público, en muchos aspectos, sigue estando encadenada a soluciones organizativas periclitadas como es el funcionamiento departamental-ministerial, sectorial, funcional o divisional, cuando no mediante entidades instrumentales que se visten de personificación diferenciada, si bien reproducen a pequeña escala los vicios de la administración matriz. Lo mismo ocurre en el plano de la descentralización territorial, donde el isomorfismo de la Administración central ha terminado incidiendo fuertemente en las estructuras organizativas de las Comunidades Autónomas, con cambios más bien semánticos o puramente formales, e hipotecando su transformación.

Las miserias del presente

Lo cuenta, citando a Alfred Chandler, Pascual Montañés Duato en su libro Inteligencia política (El poder creador en las organizaciones): la estructura debe seguir a la estrategia y no al revés. Este es el gran problema de las organizaciones públicas que se conforman como estructuras pétreas cuya modificación en sus fundamentos esenciales es prácticamente imposible. La práctica de la esclerosis y repetición, como diría Ross Douthat, es, en este ámbito, una constante casi inalterable. Los cambios de gobierno todo lo más alteran las estructuras más elevadas (ministerios, consejerías, departamentos), en las que se encajan las estructuras directivas superiores e intermedias, en una suerte de adaptación formal sin cambio sustancial. En el peor de los casos, cada vez más frecuentes, se multiplican los departamentos o áreas cuarteando las estructuras en un afán multiplicador de los panes y los peces, y creando enormes problemas de coordinación intergubernamental, solapamientos y costes de transacción elevadísimos como consecuencia de las negociaciones horizontales que se tienen que entablar para resolver un problema que antes era competencia de un departamento y ahora lo es de dos, tres o cuatro. A todo lo anterior se suma la multiplicación de estructuras directivas que ese proceso de divisionalización por arriba implica, pues en todo departamento, aunque esté casi vacío de competencias, se ha de justificar su existencia con un mínimo tejido estructural de órganos directivos, aparte de la reproducción mimética de las estructuras de back office que cualquier ministerio, consejería o área que se precie debe mantener.

En verdad, desde hace muchos años, hay un olvido, incluso un desprecio, de los aspectos organizativos por parte de la política, que solo descubre su necesidad y trascendencia instrumental cuando se trata de situar a sus clientes en las propias estructuras de la Administración y en sus entes del sector público. Ingenuamente, cuando no de forma necia, se pretende hacer política atribuyendo un carácter vicarial a la organización, desconociendo que las capacidades ejecutivas son la imprescindible palanca de un gobierno efectivo. Y la premisa de tales capacidades se encuentra precisamente en los tres pilares de una buena organización: estructuras, procesos y personas. Los tres ejes se retroalimentan, si falla uno contagia a los demás, si fallan dos la organización está en crisis y, cuando son los tres, la debacle está garantizada. Decía Luciano Vandelli, en su exquisito libro Alcaldes y mitos, que los nuevos regidores heredaban máquinas administrativas ineficientes y desmotivadas. En verdad, esa pesada herencia es la que, salvo contadas excepciones, recibe cualquier gobierno que hoy en día asume el poder. A pesar de que cada vez se habla más de buen gobierno, los tozudos hechos nos muestran que la calidad institucional está perdiendo enteros a marchas forzadas y, por tanto, también la confianza de la ciudadanía en lo público. Y de ello, entre otros motivos, tiene buena culpa el desinterés en el valor de las organizaciones como medio de solución de los complejos problemas a los que se enfrentan los poderes públicos actualmente.

Esas estructuras divisionales o ese falso modelo de articulación de un sector público institucional, castrado de autonomía funcional por el cordón umbilical de la política, ofrece sus peores versiones cuando de abordar cuestiones transversales se trata. Hoy en día, resolver los enormes desafíos del presente y del futuro con estructuras organizativas e institucionales obsoletas es una rémora, además de un fracaso garantizado. Los instrumentos ordinarios ya no dan más de sí. La Gobernanza pública exige estructuras organizativas adaptables, flexibles y ágiles, también abiertas y con un sistema efectivo de rendición de cuentas. La Ley 40/2015, se ha quedado vieja en apenas siete años. Es una ley construida con materiales del pasado y sin visión de futuro. Con estructuras de hormigón, cuando se requiere materiales con mucha mayor capacidad de adaptación a entornos muy volátiles y de marcada incertidumbre. Ni en esa ley ni en la mayor parte de las leyes autonómicas que copian sus recetas orgánicas, tampoco las que regulan las entidades locales, se han incorporado, salvo excepciones puntuales, estructuras administrativas que operen por misiones, proyectos o programas, y que convivan con los propios departamentos o actúen con miradas transversales.

Los retos están claros. Y una vez identificados, resulta obvio que están comenzando a romper las costuras de unas organizaciones que actúan más como camisa de fuerza que como prenda adaptada a los innumerables desafíos a los que se ha de hacer frente en los próximos años: cambio climático, envejecimiento de la población, desigualdad galopante, migraciones, revolución tecnológica, recuperación económica y gestión efectiva de los fondos europeos, Objetivos de Desarrollo Sostenible de la Agenda 2030, etc. Aun así, prácticamente ningún nivel de gobierno se está planteando en serio invertir de forma sostenida en la transformación de sus organizaciones. A ello coadyuva, mediante su estrategia reactiva de defensa de un statu quo insostenible, el tapón sindical en lo público, que ha terminado por dar la vuelta al orden lógico de los factores: el subsistema de recursos humanos hipoteca al sistema organizativo, atrofiando sus potencialidades y haciéndolo prácticamente inservible o muy inefectivo.

Los tímidos destellos frente al futuro

En un año de multiplicación de procesos electorales y conformación, en muchos casos, de nuevos gobiernos o continuidad renovada de los anteriores, cabría presumir que los problemas organizativos (recuerden aquello de que la estructura sigue a la estrategia) deberían gozar de un cierto protagonismo. No creo equivocarme si digo que, por desgracia, ese deseo se verá en buena medida frustrado. Peor para quienes asuman las riendas de ese nuevo mandato castrando las transformaciones organizativas, pronto advertirán su impotencia en la aplicación de sus políticas (si es que las tienen, pues como advertía el ya clásico libro de Sí Ministro, una concepción pervertida de la política consiste en el siguiente axioma: “Lo único seguro es no hacer nunca nada”). Y la retórica o los proyectos de venta de humo a granel, se consumen en breve tiempo. Cabría, por tanto, animar a los responsables públicos a poner en valor sus organizaciones (y, por consiguiente, a iniciar procesos de transformación) si es que quieren realmente hacer frente a los retos mediatos e inmediatos con mínimas garantías de éxito. En cualquier caso, y como apunte final, cabe poner de relieve que algo, aunque sea muy poco y con escaso eco o resultados, se mueve. Veamos, telegráficamente, algunos ejemplos.

En un libro ya comentado y citado en diferentes entradas de este Blog, Mariana Mazzucato identifica con precisión que uno de los ámbitos en los que se puede adoptar una estrategia de misiones es, sin duda, en la puesta en acción de los ODS de la Agenda 2030. Estos desafíos, de enorme magnitud, comportan la necesidad de llevar a cabo desde la política no solo cambios regulatorios, sino también conductuales y organizativos. En efecto, para las estructuras gubernamentales ello requiere que se “trabaje fuera de sus silos habituales”, como son los tradicionales ministerios, departamentos o áreas. Por ejemplo, en el ámbito local el Ayuntamiento de Valencia lleva tiempo impulsando una política transversal de Misión climática, lo cual es avanzar en la buena línea y, por tanto, debe resaltarse. Tomen nota.

Otro ejemplo, con potencial elevado, si bien mucho más limitado en sus resultados, es la gestión de fondos europeos, que podía haber sido un campo ideal para la gestión transversal, pero que el modelo de Gobernanza diseñado en el Real Decreto-ley 36/2020, redujo a su proyección departamental, empobreciendo sus enormes posibilidades. Aun así, las exigencias del contexto obligaron a adoptar soluciones organizativas ad hoc (luego trasladadas también a muchas CCAA) como son las unidades administrativas provisionales (esto es, para la gestión de un proyecto temporal, cuya ejecución se despliega durante varios ejercicios presupuestarios). Reducido el ensayo a una estructura departamental administrativa inferior y sumergido en el pantano de la gestión de los RRHH y de unas relaciones de puestos de trabajo de enorme rigidez (aunque se creen los puestos provisionales o de vigencia temporal), sus limitados efectos parecen obvios. Algunas CCAA optaron por introducir un nivel estructural de órganos directivos, con mayor peso que las limitadas unidades administrativas, al prever la creación de estructuras directivas temporales, si bien con diseños normativos que, en algunos casos, admitían una porosidad política muy elevada con incorporaciones de personal externo, lo que ha pervertido su funcionalidad. La propia AGE, con precedentes en la figura de los altos comisionados, ha terminado por darse cuenta de las limitaciones de su modelo legal, y ya comenzó a partir de 2022 a crear estructuras departamentales de Comisionado con el rango de Subsecretaría y Oficinas Técnicas dependientes de ellas, con el nivel jerárquico de Direcciones o Subdirecciones Generales para la gestión de determinados PERTE, como han sido los casos de algunos Ministerios. Se ha optado así por creación de órganos directivos provisionales o de proyectos, lo que alumbra una novedad evidente en el ámbito de las estructuras organizativas de la AGE, aunque ello no se haya hecho por Ley, sino por reales decretos de estructura, basándose en figuras recogidas en la Ley 40/2015, que –como se ha dicho- no previó estas situaciones. Si se consolida esta tendencia, la multiplicación de altos cargos y órganos directivos será notable.

Más novedoso, y hasta ahora apenas divulgado, es el modelo de Gobernanza por proyectos que alumbra la Ley 4/2022 de la Comunidad Autónoma de Extremadura, en su aplicación exclusiva al ámbito ejecutivo autonómico. Aunque enmarcado en un proceso de racionalización y simplificación de la actividad de intervención administrativa, el modelo organizativo diseñado, que tiene un carácter innovador y que –como bien expone su preámbulo- se alinea con las necesidades de adaptación de unas estructuras departamentales tradicionales que ofrecen limitaciones evidentes para dar respuesta a los desafíos constantes de la transversalidad, la gobernanza por proyectos tiene vocación de ser extendida no solo al ámbito regulado por la Ley, sino allá donde las necesidades de la Administración lo exijan. Este enfoque es un acierto, aunque sus soluciones organizativas sigan limitadas a la concepción de unidades administrativas temporales y no a órganos administrativos temporales, si bien se puedan crear en uso de las potestades de autoorganización. El test de sus resultados dependerá de dos factores muy imbricados entre sí: el primero es la voluntad política sostenida de aplicar un modelo organizativo y funcional que gire sobre la idea de misión o proyecto, que deberá rebajar la siempre presente voracidad departamental de control de su campo de poder; y el segundo, sin duda, reside en la capacidad que muestre el subsistema de recursos humanos, cargado de instrumentos de gestión de enorme rigidez (como son las propias relaciones de puestos de trabajo y un denso sistema normativo plagado de “garantías” hacia los empleados públicos y de olvido de los fines de la organización) para ir abriendo las puertas a la flexibilidad en la asignación de las personas a las necesidades contingentes de la Administración y a sus nuevos retos. Alguna pista se da en la citada Ley. La clave estará en cómo superar las resistencias al cambio o cómo vencer lo que Renate Mayntz denominó el “poder de autoconservación de la Administración”. No será un viaje fácil; pero solo intentarlo debe ser motivo de aplauso.

Hace más de tres décadas Michel Crozier ya advertía en una obra menor (Cómo reformar al Estado) lo siguiente: “Una idea simplista preferiría que la descentralización fuera suficiente para asegurar una buena administración”. El gran ensayista francés negaba que ello fuera así en la mayor parte de los casos. Para reforzar ese buen gobierno proponía como remedio el “indispensable afán de reforma de la cúpula del Estado”. Sin embargo, ante la inacción de cualquier reforma estructural desde la AGE, que debiera servir de espejo, no queda otra que, si las Administraciones territoriales buscan mejorar su efectividad, promuevan, con sus propias herramientas, tales reformas estructurales e institucionales. Veremos qué nos depara el 2023 y la próxima legislatura o mandato en este importante asunto: anquilosis o adaptación. No otro es el dilema.

ALGUNAS OTRAS CONTRIBUCIONES SOBRE ASPECTOS ORGANIZATIVOS DEL SECTOR PÚBLICO:

«Desafíos organizativos derivados de la gestión de los fondos europeos del Plan de Recuperación. Administración por proyectos versus Administración divisional» REVISTA VASCA DE GESTIÓN DE PERSONAS Y ORGANIZACIONES PÚBLICAS NÚMERO 22, 2022 RVOP 22 RJA

«Organización administrativa y gestión por proyectos (El caso de las unidades administrativas temporales y estructuras similares de gestión de proyectos financiados con fondos europeos)» LA ADMINISTRACIÓN AL DÍA/INAP 2021 inap_lad_1512075

jueves, 30 de abril de 2020

Jiménez Asensio: La (compleja) reforma de la Administración: Cuatro miradas clásicas

"El reformador no regula, crea las condiciones que permitirán el cambio; es decir, el nuevo orden de las cosas” (Michel Crozier, À contre-courrant. Mémoires, Fayard, 2004, p. 50)

Por Rafael Jiménez Asensio. La Mirada Institucional blog.- Los libros de Administración y Función Pública ocupan una parte de mi biblioteca profesional. Acopio de muchas décadas dedicado, entre otras cosas, a esos menesteres, Algunas veces, cuando he de preparar un artículo, conferencia o intervención, como es el caso, retorno a esas estanterías. Y siempre reparo en algunas monografías que, por distintas circunstancias, no abría desde hace años (a veces décadas). Como mañana mismo tengo dos intervenciones puntuales en sendas videoconferencias (o Webinars tan de moda en estas semanas de confinamiento), he “perdido” el tiempo reabriendo algunas obras que hacía tiempo no visitaba.

La organización del desgobierno (Ariel, 1984) de Alejandro Nieto es un clásico. El capítulo 5 de esta obra, dedicado a los funcionarios, sigue siendo de obligada consulta. No es, como dice el autor, la cuestión administrativa, sino una de sus cuestiones (o problemas). Y lo sigue siendo. Ya entonces decía su autor que habían perdido consideración social, que la legitimación de las oposiciones (en las que basaban su superioridad) había desaparecido. Mejor que no mire ahora. También afirmaba que los mayores atractivos que tenía hacerse funcionario eran el empleo estable y “la tolerancia en el servicio” (o el bajo nivel de exigencia). Hay más atractivos, al menos hoy en día. Pero ya son bastantes. Sobre todo si se mira al precipicio privado. Lo más relevante es que “el funcionario ya tiene resuelta su vida para siempre” (algo que puede resultar obsceno en estas circunstancias), y viven “atrincherados en sus privilegios y en la confianza de que, hagan lo que hagan, nada puede pasarles”. En ese microclima cultural, “las actitudes parasitarias se van extendiendo como un cáncer”, sobre todo cuando se llega al convencimiento de que el trabajo y el rendimiento son factores absolutamente intrascendentes en la carrera funcionarial”. Como bien decía el autor, “marginado el mérito, lo único que cuentan son las maniobras: políticas, sindicales, corporativas y aun simplemente individuales”. Así, “las oficinas públicas son un hervidero de conspiraciones”. Con la mirada siempre en la evolución histórica, y un perfecto análisis de la situación del momento, el profesor Nieto pone el foco en el punto exacto de los problemas, por mucho que su mirada a veces sea desgarradora y crítica hasta el extremo. El problema de aquella función pública de 1984 era su naturaleza invertebrada. Casi cuarenta años después, los problemas se han ido enquistando e, incluso, multiplicando. Bien es cierto que ya entonces el autor situaba a aquellos funcionarios individuales y responsables (“con sentido del deber”) como la pieza maestra que hacía sobrevivir esa caduca estructura burocrática. Igual que hoy en día. Y clamaba por la reforma, como seguimos haciendo ahora, con el mismo resultado: nadie se da por enterado. Estamos donde estábamos, con mucha más modernidad aparente (administración digital, gobierno abierto, transparencia, etc.). Miento: si soy honesto, debo decir que estamos peor. Por el tiempo transcurrido y la impotencia (EBEP, incluido) manifiesta de reformar nada.

También publicado en 1980 he repescado de mi biblioteca una breve obra que no abría desde hace décadas. Se trata de una magnífica entrevista que Redento Mori hace a Sabino Cassese, en un libro que lleva por título Servitori dello Stato (editado por Zanichelli, Bolonia). En esas páginas se habla mucho de la reforma administrativa y del papel de la política y de los funcionarios públicos en ella (entonces se estaba impulsando en Italia la reforma Giannini). A la pregunta de quiénes puede ser agentes del cambio o de la transformación administrativa, el profesor Cassese comienza citando a los propios empleados públicos, a los que –subraya- es necesario “interesarles al máximo en lo que hacen y cómo podrían cambiar la Administración Pública, estimulándoles para obtener mejores resultados”. Introduce luego al Parlamento como actor del cambio, sobre todo legislativo. Pero aquí es donde la reforma puede torcerse, puesto que en el Parlamento se sientan los partidos. Y, tal como indica el entrevistado, “los partidos no están interesados realmente en la reforma administrativa, porque ésta, en realidad, no les da rédito político” (inmediato). A pesar de que una reforma de la Administración es muy relevante políticamente, los partidos no la visualizan, porque consideran que es una cosa neutra. La solución estriba en hacerles ver que esa “reforma (debe ser) positiva y no un simple instrumento. Por tanto, que añada valor a la política y supere la secular “ineficiencia del aparato administrativo” italiano (también del nuestro). Además, Cassese, como agudo analista, sitúa el problema de la burocracia en su entorno sociológico: los empleados públicos son clase media (hoy en día en descomposición) y tienen percepción de su rol. Su trascendencia económica es importantísima (más aún en una situación de crisis tan devastadora como la que actualmente nos encontramos): “el primer servicio que la administración pública ofrece a la sociedad es ser un empleador intensivo”. Pero, cumplido ese papel, desatiende el resto: no gestiona adecuadamente el personal y hay un bajo nivel de disciplina interna. Además, la burocracia italiana de entonces, por su propia función vicarial, permanecía cerrada en su propio cascarón. Lecciones importantes que conviene recordar en estos momentos, sobre todo la escasa (o nula) percepción política de la necesidad de reformar la Administración. Cuarenta años después sigue siendo así entre nosotros. Lamentablemente.

Michel Crozier: “Todo sistema sobre el que no se interviene se degrada”
Otra autoridad indiscutible de la Administración Pública fue Michel Crozier. En dos de sus obras que acabo de recuperar de las estanterías, reflexiona sobre estos temas. De una de ellas tomo la cita del inicio de la entrada. Por su parte, en su imprescindible libro No se cambia la sociedad por decreto (INAP, Madrid, 1984), contiene algunas reflexiones que es necesario recuperar. La primera de ellas: “Todo sistema sobre el que no se interviene se degrada”. Más cuando “hoy (decía hace casi cuarenta años) se lucha menos por realizar algo que por imponer una imagen” (¡qué no será en el imperio de las redes sociales y de la comunicación!). Ya entonces Crozier incidía en la noción de cambio y en la necesidad de innovar en organización y gobierno ante la creciente complejidad. Pero de inmediato afirmaba: “no se cambia  por gusto, sino porque es necesario”. Pero, ¿cómo diseñar una estrategia de cambio? Su receta era muy sencilla y todavía aplicable, invirtiendo en tres ámbitos: en conocimientos; en hombres (personas); y en experiencia. Pero advertía de las falsas ilusiones: “El entusiasmo, desgraciadamente, no dura demasiado, y en absoluto remedia la incompetencia”. Hay que invertir en selección (de los mejores) y en formación. Recetas clásicas. Intervenir eficazmente en la sociedad requiere reformar la Administración. Una lección que se olvida.

 La Administración Pública sigue rigiéndose, decía, por lo que Tocqueville llamaba “doctrina dura, práctica muelle”. Muchas leyes, por lo común inaplicadas, y siempre vigencia de las excepciones. Su capítulo (“Abrir las élites”) es central. Algunos destellos: “La incapacidad para adaptarse e innovar (de la Administración) proceden en gran parte del carácter cerrado y monopolista de sus élites”. Unas élites estrechas (que ahora Macron quiere debilitar con una profunda reforma), que se caracterizan por el problema de la selección y por el maltusianismo de los cuerpos. En fin, como ya decía Jean Bodin en pleno siglo XVI, “no hay riqueza mayor que las personas”. Y si la Administración no las cuida, se empobrece. El vicio de todos modos está en la (mala) organización, aspecto frecuentemente abandonado: “la estructura actual de la autoridad tiene forma de nido de abeja, todo el mundo depende de todo el mundo, nadie manda y todos obedecen”.  Falla el sistema. Y nadie lo remedia.

El último libro es más reciente, aunque tampoco mucho. Trata de un reforma que salió adelante, aunque ha sido y es contestada. Tuvo atributos y límites. Pero interesa destacar solo algunos aspectos. La obra de Keraudren, la modernisations de l’Etat et le thatcherisme (Bruselas, 1994), es un magnífico recorrido por las reformas del Civil Service (en lengua española puede encontrarse una buena síntesis de este proceso en el libro de J. A. Fuentetaja Pastor …) desde la implantación del merit system tras el informe Northcote-Trevelyan de 1853, como respuesta política a la ineficacia administrativa entonces existente, hasta llegar a las reformas de la década de los ochenta del siglo pasado (no alcanza a las reformas de 1996 y posteriores, dada su fecha de edición). Lo más relevante de este libro es algo que con frecuencia en España no hemos entendido ni los profesionales, ni los académicos, ni tampoco los políticos: “El Public Management es una manifestación discursiva (un relato, como diríamos ahora) del personal político y no un discurso de los altos funcionarios; es un discurso nuevo sobre la Administración, pero nuevo sobre todo porque no es de la Administración”. Dicho de otro modo, es la política (como ya sucedió antaño en otras ocasiones en el Reino Unido) la que detecta e impulsa la necesidad de reformar la Administración para hacer mejor política. Y de este enfoque se beneficiaron tanto los gobiernos conservadores como los regidos por el laborismo. Ello no dejó de generar tensiones entre políticos y altos funcionarios, pero finalmente el modelo se impuso. Por una razón muy obvia: hubo voluntad política decidida. Poco después, en 1996, se reformó el Senior Civil Service (la función directiva), creando la estructura abierta. Allí la política sí comprendió que debía reformar la Administración Pública para disponer de un entramado organizativo-institucional del Civil Service más eficiente. Pues ello revertiría en unos resultados mejores de la política.

Al parecer ideas tan sencillas cuestan una eternidad que sean interiorizadas por nuestra clase política. Nuestros actuales líderes políticos, presumo que por razones de edad, no han leído a ninguno de estos “clásicos modernos”. Ellos se lo pierden. Gobernarían mejor. Y se despreocuparían algo (aunque fuera un poco) de lo inmediato, pues verían cómo estas reformas no sólo dan réditos electorales, sino que sobre todo mejoran las capacidades de gestión del poder público y los servicios a la ciudadanía. Mejoran la propia política. Desgraciadamente, aún siguen obrando igual. Abandonando lo sustantivo. Por mucho que trampeen, nunca habrá buena política gubernamental donde no hay buena Administración Pública. Lo dijo Hamilton hace más de doscientos años. Y sigue siendo una afirmación absolutamente vigente. Que se la vayan metiendo en la cabeza.

sábado, 10 de febrero de 2018

Rafael Jiménez Asensio. La función pública: ¿Transformación o crisis?. La herencia recibida (I)

 "Lo único que se aplicó del EBEP fueron los regalos que el Gobierno impulsor de esta norma recogió en su texto como concesión graciable a unos sindicatos del sector público que vendieron caro su apoyo a la Ley: más derechos, licencias y permisos"

Las élites eran incapaces de pensar las instituciones (…) El reformador no regula, crea las condiciones que permitirán el cambio; es decir, un nuevo orden de cosas”
(Michel Crozier, À contre-Courrant, Mémoires, Fayard, 2004, pp. 49-50)

Por Rafael Jiménez Asensio.- Blog La Mirada Institucional.- Hitos de un proceso y las “cargas” heredadas.  Cabe preguntarse, como arranque se este estudio, de dónde viene el estado actual de la función pública en España y cuál es la herencia que nos ha legado ese largo proceso. En este marco de reflexión, la cita de Crozier puede ser apropiada, pues se encuentra en el capítulo de sus Memorias dedicado, precisamente, a La sociedad bloqueada. Tal vez esta expresión nos recuerde a algo próximo. En todo caso el estado actual de la cuestión, por lo que a España respecta, se puede resumir del siguiente modo.

La función pública española se ha construido en diferentes momentos a lo largo de los siglos XIX, XX y XXI, particularmente a través de una serie de reformas normativas (1852, 1918, 1964, 1984 y 2007). Una de las notas singulares que, en nuestro contexto, ha acompañado a la función pública es que siempre se ha identificado (ecuación falsa) reforma de la función pública con nuevo marco normativo, pero también ha sido característico que las leyes aprobadas hayan sido una y otra vez inaplicadas en aquellas decisiones centrales de sus mandatos, transformando así las reformas normativas en cambios formales o aparentes.

En cualquier caso, todo ese conjunto de reformas normativas impulsadas durante ese largo período han terminado por configurar los rasgos de un modelo burocrático formal de función pública, que avanzado el siglo XX da entrada (con desigual implantación según el tipo de Administración a la que hagamos referencia) a un modelo dual (funcionarios/laborales), pero también (en todos los casos) a una espacio administrativo con fuerte penetración de la política en sus niveles superiores y altamente colonizado por el sindicalismo del sector público en la zona media/baja.

Además, antes de que la crisis económico-financiera de 2007-2008 hincara sus garras sobre las administraciones públicas, la nota determinante fue una política de empleo público caracterizada, como expuso en su día Francisco Longo, por un empleador débil que, conforme las presiones sindicales son más fuertes y la proximidad de las elecciones más cercana, cede con inusitada facilidad a las reivindicaciones de mejora constante de las condiciones de trabajo y retributivas de los empleados públicos. Y esto a cuenta de un presupuesto público, por tanto con factura directa a la ciudadanía. El profesor Carles Ramió, en diferentes contribuciones académicas, ha puesto de relieve el rol disfuncional que cumplen los sindicatos del sector público como instancias dedicadas casi exclusivamente a capturar rentas y mejores condiciones para los empleados públicos, factura que pagan sin rechistar unas desvalidas administraciones públicas, donde las responsabilidades públicas declinan por doquier.

Sin remontarnos más lejos, cabe añadir que la función pública edificada en estas cuatro últimas décadas ha sido, además, fuertemente incrementalista, con un crecimiento sostenido del número de empleados públicos, aunque es cierto que los incrementos de plantilla se han producido en determinados momentos históricos, pero el número de empleados públicos (al menos hasta 2010) no dejó de crecer. Luego se invirtió la tendencia, pero tampoco tanto como se cree. El número de empleados públicos no representa un dato alarmante, sobre todo si se analiza desde una perspectiva comparada (ver, al respecto, el estudio: AAVV, El empleo público en España: desafíos para un Estado democrático más eficaz, IEE, Madrid, 2017). Pero no es tan importante cuántos son (número), sino qué hacen (productividad) y para qué sirven (ámbito funcional de dedicación), aparte de cuánto cuestan (impacto sobre el gasto público).

Unos empleados públicos (y algunos “no públicos”: los de empresas públicas o fundaciones del mismo carácter) que, a través de la negociación colectiva durante los años de crecimiento económico, fueron obteniendo a la par más derechos y más retribuciones, pero que tal incremento se paró en seco con la entrada en recesión y con los duros años que siguieron a la crisis en la larga batalla (aún no superada) de cuadrar las cuentas pública. Los “regalos” de la política hacia el empleo público (con frecuencia ignorados por la opinión pública e incluso por los medios de comunicación) han sido, por lo común, generosos cuando de atenuar la presión sindical se trataba: incrementos retributivos vestidos de cualquier manera (productividades “lineales”, por ejemplo), más días de permisos o menor jornada, por poner otros ejemplos. Esa libérrima capacidad de concesión chocó de inmediato con la crisis, que detuvo en seco ese incremento e inclusive redujo drásticamente las retribuciones de los empleados públicos (2010 y 2012), cercenó asimismo los permisos alcanzados (reducción de “moscosos” y eliminación de “canosos”) e incrementó la jornada laboral semanal en el empleo público (37,5 horas), de la que algunas administraciones públicas intentan escapar, para hacer la vida más grata a sus empleados.

A todo ello cabe añadir que el empleo público en España ofrece una pálida presencia del sistema de mérito, especialmente acusado este rasgo en algunos niveles de gobierno autonómicos y locales, en donde las “entradas amables” o colaterales, cuando no por la puerta de atrás (sin pruebas selectivas o mediante procedimientos meramente formales, como manifestaciones de clientelismo, nepotismo o amiguismo) llegaron a ser en algunos casos una auténtica epidemia. Pero si el principio de mérito tiene agujeros negros en el acceso, estos se proyectan asimismo sobre la promoción, sobre todo cuando se usa y abusa de la provisión de puestos por libre designación (u otros procedimientos discrecionales) y el conocimiento técnico-profesional se convierte en vicario o siervo de la política o de los gobernantes de turno.

Y este oscuro panorama se pretende edulcorar con una rancia y a todas luces insostenible política igualitaria basada en bajos incentivos o incentivos perversos, así como entendida en el peor de los sentidos: cobrar lo mismo independientemente de que se trabaje mucho, poco, nada, mal, bien o de forma excelente. Un sistema retributivo absolutamente injusto al que habría que poner fin de forma inmediata, porque fomenta un desempeño de mínimos (como ya trató en su día el profesor Alejandro Nieto y sus conocidas “leyes de bronce”). Con ese patológico sistema de (des)incentivos estructurales cualquiera puede imaginarse cuál es el retrato heredado y cómo, a pesar de tímidos intentos, hemos mostrado una incapacidad existencial de construir una función pública homologable en su conjunto (no en ámbitos concretos) a la existente en las democracias avanzadas.

Grave, asimismo, ha sido la absoluta impotencia de la política para construir un tercer espacio directivo profesional, que actuara como medio de alineamiento entre la política y gestión, tal como ha sido creado en no pocos sistemas político-administrativos y no solo en las democracias avanzadas: los ejemplos de alta dirección pública en Chile o Portugal deberían hacer sonrojar a nuestra clase política ante la impotencia acreditada que ha mostrado de profesionalizar, es decir, despolitizar, la dirección pública en España. La concepción dominante en el ecosistema administrativo español sigue estando marcada por la dicotomía decimonónica entre política y administración, ya superada en la inmensa mayoría de los países occidentales. Los actores institucionales que actúan en la alta administración se dividen entre políticos y funcionarios, colectivos que por lo común viven incomunicados, distantes, con lógicas temporales diferenciadas y, asimismo, con marcos cognitivos (cuando no lenguajes) que en nada se asemejan. Y deben unos y otros conducir conjuntamente o de forma alineada la nave del sector público. Pero no se ponen de acuerdo, ya que la desconfianza entre ambos colectivos impregna su relación recíproca, pues su sentido institucional y su ciclo temporal son diferentes. Una torre de Babel en pequeña escala.

La inadaptación del marco normativo y el triunfo de la concepción formalista
Para complicar más las cosas disponemos en materia de función pública de un marco normativo inadaptado a la realidad, envejecido, desvencijado y sellado por un formalismo exagerado en el que se hace oídos sordos a la eficiencia y a los resultados de la gestión (costes). Los tribunales, y a rebufo de estos los gestores de recursos humanos, solo están preocupados por el cumplimiento estricto de las formas, pero las leyes a aplicar conforman un conglomerado indigesto de previsiones normativas dictadas sin orden ni concierto en momentos históricos muy distintos y que se aplican a la realidad actual como si el tiempo no hubiera pasado.

En efecto, un marco normativo al que se han ido adosando o acumulando, como si fueran capas de cebolla, normas reguladoras del empleo público procedentes de contextos muy diferentes y que aportaban soluciones contingentes a problemas que, hoy en día, ya no existen o son totalmente prescindibles.

El pantano normativo de la función pública local
Todavía se siguen aplicando normas de la Ley de Funcionarios Civiles del Estado de 1964 (texto refundido dictado en plena etapa franquista), junto con otras que proceden de la Ley 30/1984, de medidas para la reforma de la función pública (elaborada en los primeros pasos del régimen constitucional de 1978), y finalmente otras muchas del (hoy en día) texto refundido del Estatuto Básico del Empleado Público, Ley publicada en 2007 y que, como se verá de inmediato, sigue sin ser aplicada en aquellos preceptos que representan sus elementos más innovadores, ya sea por falta de desarrollo normativo o ya sea por el desinterés más absoluto, que de todo hay. Y no nos metamos en el mundo de la función pública local porque allí el pantano normativo nos devora.

Pero nada se comprenderá realmente de ese cuadro legal del empleo público sin destacar el papel de las leyes anuales de Presupuestos Generales del Estado en la definición de esa política de recursos humanos en el sector público, que han terminado castrando al empleo público con instituciones tan bárbaras como “la tasa de reposición de efectivos”, que en nada corrige el déficit público ni la contención del gasto y solo mutila a las administraciones públicas de la necesaria cobertura de sus plazas cubiertas interinamente.

Y, si tal como decía, detenemos nuestra mirada sobre la legislación que regula el empleo público local, el batiburrillo resultante es sencillamente absoluto. Lo mismo cabe decir de la legislación autonómica. Una escasa parte de esta ha sido adaptada formalmente al EBEP, pero con los mismos rasgos definitorios que antaño. Política vestida de reforma, pero que oculta la continuidad de un modelo de empleo público ya periclitado. Y, en fin, hay otras muchas leyes conviviendo con el “nuevo” marco normativo (aunque ya tenga más de diez años de vigencia) del EBEP, pero sin darse por enteradas de los cambios que se debían producir, ya que el legislador dormita plácidamente y regula contradictoriamente un sinfín de instituciones. En verdad, lo expuesto es una constatación de que la función pública a nadie realmente interesa, menos aún a una clase política que se ha mostrado siempre indolente hacia este tipo de asuntos. No está en ninguna agenda política, ni se le espera.

El EBEP pretendió “modernizar” (horrible y desgastada expresión) la función pública y así hacerla homologable con la existente en los países más avanzados de la Unión Europea. Hoy en día, más de diez años después, puede afirmarse categóricamente, que el fracaso de ese empeño ha sido estrepitoso o de proporciones mayúsculas. De los cuatro ejes de transformación en los que se sustentaba la reforma del empleo público de 2007 (impulsados por la “Comisión Sánchez Morón”), ciertamente potentes sobre el papel, ninguno de ellos se ha cumplido ni siquiera mínimamente. El resultado es desolador, pues no solo se han incumplido los objetivos, sino que la nueva institución, un tanto bastarda, del empleo público (que pretendidamente quería fusionar la función pública con el empleo público laboral), se ha asentado en una línea de continuidad empeorada. Los devastadores efectos que la laboralización y, sobre todo, la más que generosa (y, en ocasiones, irresponsable) interpretación que de la normativa aplicable llevan a cabo los juzgados y tribunales del orden social (Tribunal Supremo incluido) a favor de los empleados públicos (con costes económicos extraordinarios, que paga la ciudadanía con sus impuestos), han terminado por crear un empleo público de planta laboral paralela, enormemente rígido, desprofesionalizado y, paradójicamente, plagado de ventajas “corporativas”, otorgadas directa o indirectamente por ese empleador débil que resulta la clase política gobernante o por la propia jurisdicción social. Si alguien quiere indigestarse con la evolución actual y pretérita de estos problemas, que analice la errática y tortuosa línea jurisprudencial del problema en el ámbito social, espléndidamente recopilada y comentada por el profesor Ignasi Beltrán en su página Web.

En efecto, los cuatro ejes de transformación por los que optó el EBEP han fracasado por completo. La integridad del empleo público (ética pública) como primer eje de cambio ha sido considerado un elemento decorativo, que nadie se ha tomado en serio en un país donde la corrupción azota por todos los lados. Hemos construido –como suelo repetir- un empleo público anoréxico en valores y bulímico en derechos. La segunda palanca, la evaluación del desempeño, institución “enemiga” de ese “igualitarismo” trasnochado, salvo algunas experiencias puntuales y anecdóticas, ha sido borrada de la mente de los gestores de recursos humanos en el sector público, en un proceso de amnesia colectiva, como si no existiera: “para evitar problemas”. No ha sucedido así, en cambio, con la carrera profesional (sobre todo la horizontal) que fue vista desde el inicio por parte de los sindicatos como un medio exclusivo de “engordar la nómina” de sus huestes, eso sí haciendo lo mismo de siempre. Si no se ha terminado de implantar o generalizar esa subida salarial “lineal” es porque llegó la crisis y esa “carrera salarial” (que no profesional) se paró en seco. Miedo da pensar que, conforme el túnel de la crisis se abre, se está volviendo de nuevo a las andadas: la reivindicación de una carrera bastardeada vuelve a ser la bandera sindical por excelencia, junto con “la recuperación” del poder adquisitivo perdido (algo que contrasta con la precarización cada día más intensa del empleo en el sector privado). Y no digamos nada de esa cuarta palanca de cambio que estaba (y sigue prácticamente inmaculada en el EBEP), como es la dirección pública profesional. Esta es una institución que política española, a diferencia de las administraciones públicas occidentales, ni entiende ni quiere entender su significado, solo comprende (con esa mirada alicorta) que “le daña” sus facultades discrecionales para nombrar en los puestos directivos “a sus amigos políticos”, por lo común incompetentes o escasamente competentes o menos competentes que otros o, en fin, en el mejor de los casos con competencias no acreditadas objetivamente. Nada, en efecto, han acreditado para llegar allí, salvo disponer de confianza política o de lazos personales que les abren la puerta de la dirección pública. Tercermundismo en estado químicamente puro.

Lo cierto es que el EBEP, cuya pretensión era asimismo desarrollar el artículo 103.3 de la Constitución casi treinta años después de su aprobación, llegó tarde y en mal momento. Aunque la mayor parte de las medidas más innovadoras no tenían coste fiscal excesivo para ser implantadas (integridad o ética pública, evaluación del desempeño o dirección pública profesional), la política sacó la reforma del empleo público de un plumazo de la agenda como consecuencia de la crisis económico-financiera que se abrió a partir de 2008. Ya en 2007 el cese del ministro Jordi Sevilla, impulsor de la Ley, supuso el cese en cadena de todo el equipo técnico-directivo del (entonces) Ministerio de Administraciones Públicas. Y el conocimiento en materia de función pública se perdió por bastantes años. Dejó de haber, a partir de ese momento, política de Estado de función pública (o de empleo público). Y se abrió un largo y sombrío período del que aún hoy (en 2018) la Administración General del Estado no ha sabido encontrar la salida. Y el resto de administraciones territoriales viven, asimismo, ahogadas en el desconcierto y en la práctica inercial. Mientras tanto el entorno cambia a velocidad de vértigo, mostrando cada día que pasa la profunda inadaptación de las estructuras directivas y burocráticas del sector público para coger la ola de la transformación organizativa exigida por la sociedad de las tecnologías y del conocimiento, ante los inmediatos retos de la digitalización, la robótica y la inteligencia artificial, por no hablar del envejecimiento de plantillas o del relevo intergeneracional pendiente en los próximos diez/quince años.

Líneas de tendencia. Una institución olvidada
En suma, la situación de la función pública en España tras el estallido de la crisis se puede resumir en dos líneas de tendencia. Por un lado, en el plano endógeno, el EBEP se aparcó o ignoró por completo, cuando no se podó todo lo que se pudo. El Gobierno que lo había impulsado, en una muestra de inconsistencia reformista y de incongruencia política, lo metió paradójicamente en el baúl de los recuerdos, mientras que, por su parte, lo único que se aplicó del EBEP fueron los regalos que el Gobierno impulsor de esta norma recogió en su texto como concesión graciable a unos sindicatos del sector público que vendieron caro su apoyo a la Ley: más derechos, licencias y permisos. Se intentó tapar así la vía de agua política que implicaba el no apoyo del principal partido de la oposición (PP) a la reforma emprendida.

Y tras ese arranque frustrante, vino después el olvido. Los ministerios que sucedieron al dirigido por Jordi Sevilla, fueran de su mismo color político o de otro distinto, aparcaron la reforma y la condenaron, como decía, al puro ostracismo. Olvidando que, como señalara el Informe de la Comisión de Expertos sobre el EBEP en aquel lejano 2005, “no puede existir una buena Administración allí donde el sistema de empleo público es deficiente”. Algo que recuerda también el libro colectivo Nuevos tiempos para la función pública (INAP, 2017), al que me referiré en diferentes pasajes deeste estudio.

Luego vino la crisis a echar el candado definitivo. A partir de 2010 las cosas se pusieron feas. Y ya no se habló más de reforma, sino de ajuste: se vislumbraban en el horizontes años duros y los recortes hicieron acto de presencia en el escenario del sector público. Se había acabado definitivamente la época de las vacas gordas. Venían malos tiempos para el empleo público. Pero aún así la toma de conciencia frente al problema de la crisis fue muy desigual y no poco irresponsable, por parte de los actores en escena, tanto políticos como sindicatos. No quisieron sacar las lecciones pertinentes. Y pensaron que era una cosa pasajera. En verdad, la larga y prolongada crisis duraría (casi) una eternidad, además con serias secuelas, tal como se verá, para la propia institución del empleo público. Algo, a partir de entonces, cambió radicalmente. 

Por su parte, el contexto exterior venía marcado por un impacto desigual, según países. Los países del sur de Europa y algunos otros como Irlanda padecieron mucho los efectos de la crisis sobre sus estructuras de empleo público, pero en algunos países europeos se adoptaron medidas de reforma (como puso de relieve la OCDE), haciendo buena la idea de que el tiempo de crisis fiscal es un momento adecuado para implantar medidas de cambio en las estructuras de función pública. Pero fueron pocos casos. Aquí dimos la espalda completamente a las reformas, transformaciones o cambios. Siguiendo, así, para la función pública la máxima ignaciana: en tiempos de tribulación no hacer mudanzas. No obstante, esa línea de actuación, por lo que al empleo público respecta, era absolutamente equivocada. Y tiempo habrá de ver sus letales efectos. Están hoy en día con nosotros, haciéndonos incómoda compañía.