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domingo, 12 de junio de 2022

El “Despotismo benigno”: Política, Administración y Ciudadanía (Sobre la vigencia del pensamiento de Tocqueville)

“Creo que, si el despotismo se estableciera en las naciones democráticas contemporáneas, tendría otras características: sería más amplio y más benigno, y degradaría a los hombres sin atormentarlos” (Tocqueville, La Democracia en América, II)

Por Rafael Jiménez Asensio. La Mirada Institucional blog.- Introducción. La relectura de los clásicos siempre enriquece. La obra de Alexis de Tocqueville ha sido objeto de múltiples análisis y de no pocas controversias. En esta entrada me interesa poner de relieve puntualmente algunas ideas de su pensamiento que tienen hondas conexiones con nuestra realidad actual, al margen del tiempo transcurrido; y, en especial, del uso del poder como máquina de repartir prebendas, que constituye –a juicio del autor francés- una manifestación (con otros muchos perfiles) de un nuevo despotismo de baja intensidad que degrada la libertad y las instituciones. Tocqueville nos muestra en algunos fragmentos de su obra una intuición fuera de lo común, que se adelanta en mucho a los tiempos. Y su aplicación a nuestra realidad político-institucional está fuera de toda duda, como de inmediato se podrá deducir. Ahorro cualquier referencia al presente, ya que el lector avezado las podrá deducir por sí mismo.

La (mala) política como puerta al nuevo despotismo

La política constitucional es objeto de su obra La Democracia en América (DA I) donde sienta las bases de un sistema institucional, a imagen y semejanza del modelo estadounidense, de checks and balances (sistema de pesos y contrapesos) en el control del poder. Las prevenciones contra la tiranía de la mayoría, ya presentes en la obra El Federalista, se dibujan con precisión en el texto del autor francés. De ello ya me ocupé en otro lugar (Los frenos del poder. Separación de poderes y control de las instituciones).

Pero, las ideas-fuerza sobre la política y los políticos se dispersan en toda su obra. En la Democracia en América II (DA II), hay innumerables referencias a esta cuestión. Por ejemplo, allí se contienen unas interesantes y premonitorias consideraciones sobre la ambición política en los sistemas democráticos, que se manifiesta, por ejemplo, en que los políticos “se preocupan menos por los intereses y juicios del futuro; el momento actual es lo único que les ocupa y absorbe”. No están para “monumentos duraderos”, ni tienen percepción de hacer historia, sino que “aman el éxito” inmediato, y “lo que desean ante todo es el poder”. La evolución o involución de un país como consecuencia de las decisiones o indecisiones de sus responsables políticos no escapa de la mirada de Tocqueville, y así afirma: “Estoy convencido de que también en las naciones democráticas el genio, el vicio o las virtudes de ciertos individuos retardan o precipitan el curso natural del destino de un pueblo”. Y más aún si estos son los gobernantes. Recomienda que el orador mediocre guarde silencio como “el más útil servicio que puede prestar a la cosa pública”. Nos advierte de la tendencia de los gobernantes a rodearse de gente mediocre: “Los hombres parecen más grandes cuanto más pequeños son los objetos que les rodean”. Y, en fin, nos pone alerta de uno de los errores que cometen los gobernantes con consecuencias dramáticas, que nos recuerdan algunos momentos de nuestra política reciente: “Una de las debilidades más comunes de la inteligencia humana, es la de querer conciliar principios contrarios y conseguir la paz a expensas de la lógica”.

Es, sin embargo, en su obra Recuerdos de la Revolución de 1848 en la que se despliegan análisis muy certeros sobre la política y los políticos. El contexto entonces mandaba (“creo que estamos durmiendo sobre un volcán”, decía el autor), y denunciaba la degradación de las costumbres públicas como antesala de los cambios políticos, concluyendo: la clase política que entonces gobernaba se había convertido, por su indiferencia, por su egoísmo, por sus vicios, en incapaz e indigna de gobernar”. La “larga comedia parlamentaria” no aventuraba cosas buenas. En realidad, la política espectáculo y la vocación de vivir de la política ya se encontraban plenamente vigentes en el pensamiento de Tocqueville: “La verdad –lamentable verdad- es que el gusto por las funciones públicas y el deseo de vivir a costa de los impuestos no es, entre nosotros, una enfermedad exclusiva de un partido; es el grande y permanente achaque democrático de nuestra sociedad civil y de nuestra administración, es el mal secreto que ha corroído todos los poderes y corroerá también todos los nuevos”.

Tocqueville denuncia “la mendicidad política” y la colmena de “solicitantes” que se acercan al poder para ser receptores de dádivas, y lo entroniza como un mal que “es de todos los regímenes”, del que tampoco se libran los democráticos si no son capaces de controlar el ejercicio del poder. Y ya nos anticipa las posibles soluciones populistas (avant la lettre) como una manifestación del Legislativo o del Ejecutivo (hoy en día tan transitada). Así nos dice que “las asambleas son como niños: la ociosidad las induce a decir o a hacer muchas tonterías”. Y, en fin, de su experiencia ministerial nos deja algunas reflexiones que son auténticas joyas. Por ejemplo, “en política es preciso no olvidar jamás que el efecto de los acontecimientos debe medirse menos por lo que son en sí mismos que por las impresiones que producen”. Asimismo, adopta una resolución: “Comportarme cada día, mientras fuese ministro, como si tuviera que dejar de serlo al día siguiente, es decir, sin subordinar jamás a la necesidad de mantenerme la necesidad de continuar siendo yo mismo”. Pero, igualmente, sus advertencias o presunciones sobre Luis Napoleón, que al fin y a la postre pondría en jaque las libertades públicas con un uso autoritario del poder y de las instituciones: “El mundo –decía- es un extraño teatro; en él hay momentos en los que las peores piezas alcanzan los mejores triunfos”.

El nuevo despotismo o el despotismo “benigno”: los riesgos (iliberales) de la democracia

El despotismo representa un ejercicio arbitrario del poder o un uso torticero de las instituciones vigentes. El autor llama la atención sobre sus secuelas: “El despotismo, peligroso en todos los tiempos, resulta más temible en los democráticos». El individualismo y una igualdad mal entendida pueden ser motores de tal desviación. Utiliza, así, la expresión de despotismo benigno. Y para combatir tales males, “sólo hay un remedio eficaz: la libertad política”. Es en la DA II donde se recogen las reflexiones de mayor calado sobre este importante tema. También de forma premonitoria, Tocqueville expone lo siguiente: “Es de prever, pues, que el interés individual se irá convirtiendo cada vez más en el principal, si no en el único móvil de las acciones humanas”. La clave se halla en si la sociedad (trae entonces a colación la americana) opta por empujar la actividad económica, o, por el contrario, vive parásita del Estado.

Advierte el autor francés que en la sociedad continental europea “la primera idea que vienen a la mente es la de obtener un empleo público” (o unas prebendas desde el poder), pues con él la persona goza así “tranquilamente como de un patrimonio”. No tiene, ciertamente, Tocqueville un juicio muy positivo de las funciones públicas que, si bien necesarias, en no pocos casos resultan –a su juicio- improductivas. Es verdad que, en su extraordinaria obra El Antiguo Régimen y la Revolución ya expuso la impecable tesis de la continuidad de “la constitución administrativa” frente a los cambios de “la constitución política”, lo que implicaba que –incluso con cambios de personas- “el cuerpo (de la administración) quedaba intacto y vivo”. También allí denunció la aristocracia funcionarial, que se apropia de una “administración única y omnipotente”, cuya herencia secular provenía de la venalidad de los cargos públicos en el Antiguo Régimen  y de sus estructuras administrativas elefantiásicas. Tal como expone el autor, “la mayor diferencia que existe en esta materia entre los tiempos que hablo y los nuestros (la obra está escrita a mediados del siglo XIX), es que entonces el gobierno vendía los puestos, mientras que hoy en día los da”. El clientelismo político derivado de esa “pasión, creciente. Ilimitada, desenfrenada por los empleos públicos” (recogida en su discurso ante la Asamblea, El deseo de los cargos públicos), no fue, por tanto, exclusivo de España, pero aquí echó hondas raíces. Hasta hoy. Ahí siguen. La desmoralización de la política, otra expresión afortunada de Tocqueville, explica muchas cosas que están pasando en nuestros días.

Pero dentro de esas expresiones del despotismo benigno, que tiene múltiples caras que ahora no pueden tratarse, conviene hacer hincapié en otra idea fuerza que se expone en la DA II, y que tiene que ver con el uso del poder político como adormidera y esterilizante del vigor de la ciudadanía, desactivando su potencial como actor político, una cuestión muy vinculada con el individualismo, el egoísmo y el papel de actor secundario o exclusivo receptor de servicios o prestaciones y ayudas. Papel secundario que se agudiza en la era digital. El problema tiene que ver con las posibles desviaciones o descompensaciones que se pueden mostrar en una sociedad cuando las demandas o “la ambición (de la ciudadanía) no tiene más campo que el de la administración” (ya presente entre nosotros en muchos territorios). En estos casos, el error consiste en pretender acallar siempre las necesidades o reivindicaciones como si los presupuestos públicos fueran infinitos. Lo cual, como es sabido, es radicalmente falso. El poder en estos casos con lo que se encuentra es con “una oposición permanente; pues su tarea consiste en satisfacer, con medios limitados, unos deseos que se multiplican sin límite”. Y la reflexión final de Tocqueville es sencillamente magistral: “Hay que convencerse que de todos los pueblos del mundo, el más difícil de contener y dirigir es un pueblo de solicitantes”.  Siempre pedirán más y no entienden de límites, pues desde el poder no se les han puesto. Tomen nota nuestros magnánimos responsables públicos, sean del color que fueren. La política, la verdadera política, no consiste de distribuir subvenciones, cargos o empleos por doquier, ni menos aún en canalizarlos hacia “los nuestros”. Es tomar decisiones en las que se debe priorizar en función de las necesidades y de futuros estratégicos, que hoy en día a nadie al parecer importan. Alexis de Tocqueville sigue plenamente vigente.  Aunque, quienes deberían hacerlo, apenas lo lean.

Adenda

En una reciente e interesante obra (Les meilleurs n’auront pas le pouvoir. Un enquête à partir d’Aristote, Pascal et Tocqueville, PUF, 2021), Adrien Louis introduce en el análisis de este último autor el concepto de republicanos absolutistas como aquellos que, con particular desprecio -de impronta rousseauniana– hacia la separación de poderes y al control de las instituciones, llevan a cabo además “reformas  sobre reglas secundarias” (en términos aparentes) y que, sin embargo, son incapaces de configurar un “ejecutivo republicano ideal”; que no se caracterice tanto por “la extensión de su poder, sino más bien por la firmeza de su voluntad”.

Un gobierno no puede actuar como exclusiva máquina repartidora de nóminas, prestaciones, ayudas, subvenciones o empleos, con mirada a corto plazo (regar su pretendido huerto electoral), sino sobre todo debe intervenir como emprendedor efectivo (y no impulsado desde fuera) de las grandes reformas que requiere el país. La búsqueda del mejor gobierno, concluye el autor, no es el populista (aunque los tiempos manden), sino el que se enfrenta enérgicamente a los diferentes males y enormes desafíos, muchos de ellos de largo alcance, a los que debe hacer frente la sociedad. El mejor gobierno es, en fin, el que recibe la confianza de la ciudadanía, pero sobre todo aquel que es capaz “de organizar contra poderes eficaces y responsables”. Sin ellos, el fantasma del populismo (como también decía Rosanvallon, “de un pueblo-rey o de un rey-pueblo”, desmovilizado y receptor de prebendas exclusivamente) seguirá creciendo entre nosotros. Tal vez debemos ir olvidando que nos gobiernen los mejores (nada de eso será factible, como señala Louis), pero tampoco podemos aceptar ni menos aún resignarnos a que puedan gobernarnos los peores o los más mediocres. Al menos vigilémoslos de forma efectiva y que rindan cuentas. Hasta hoy, pío deseo.  

martes, 2 de mayo de 2017

R. Jiménez Asensio. Ética y Política:Tensión máxima

“Mucho tiempo hace que se ha dicho que el alma de un gran ministro es la buena fe (…) pero un ministro que peca contra la probidad tantos testigos y tantos jueces tiene cuantas son las gentes que gobierna.

Sí, me atrevo a decirlo, no es el mayor mal que puede hacer un ministro sin probidad el no servir a su príncipe y arruinar al pueblo; otro perjuicio ocasiona, mil veces a mi entender más grave, que es el mal ejemplo que da” (Montesquieu, Cartas Persas, Tecnos 1986, CXLVI, p. 223)

Por Rafael Jiménez Asensio.- Blog La Mirada Institucional. Hace más de veintitrés años, Yehezkel Dror esbozó las líneas básicas de lo que debería ser un “Código Ético para Políticos”. Y allí preveía una regla de conducta en los siguientes términos: “Tu vida privada –decía- debe servir de ejemplo”[1].

La Operación Lezo, trama encabezada por el expresidente de Madrid
Ignacio González, ha conmovido a la sociedad española de nuevo

Foto. diario.es
No hay sombra de duda en torno a que la conducta privada de un político (también la de un funcionario) puede tener serias consecuencias o impactos sobre su actividad pública. Lo que modifica cualitativamente las cosas (de ahí la puntualización de Dror) es que quien desempeña funciones políticas o públicas lo hace habitualmente en una institución u organización pública, además lo hace “voluntariamente” para “servir a la ciudadanía” (salvo que esta expresión esté cargada de cinismo y se sirva “a sí mismo”). No cabe duda alguna que sus acciones individuales (el buen ejercicio de sus funciones o, por el contrario, la codicia o el afán por el dinero) repercutirán sobre la buena o mala imagen que finalmente refleje sobre esa institución a la que representa. Lo que está pasando estos últimos días tras el escándalo de corrupción de la empresa pública Canal de Isabel II, nos puede “enseñar” mucho sobre cómo no se deben hacer las cosas. Un escándalo que conmociona. Son tantos …

También Montesquieu en su temprana obra titulada Cartas Persas, afirmaba al respecto que “los malos príncipes forman únicamente malos ciudadanos”[2]. Tomen nota los malos políticos (que comienzan a ser legión), si es que alguno es consciente de que lo es, aunque mucho me temo que nadie.

El mal ejemplo, sobre todo si procede de los gobernantes, es una pesada losa. Pero también la ciudadanía contribuye. Lo dijo, asimismo, el barón d’Holbach: “Los que pretenden formar una sociedad floreciente con ciudadanos corrompidos o desdichados son malos políticos”[3]. La otra cara de la moneda. Tampoco la olvidemos.

Aranguren abordó monográficamente la compleja relación entre ética y política en un libro publicado hace varias décadas[4]. Creo que, hasta hoy, nadie ha superado ese enfoque. Me interesa, no obstante, la dimensión más problemática de esa relación compleja entre ética y política: la trágica.

Relación problemática
En efecto, la relación entre ética y política ha de ser dramática y es siempre problemática, pues está “fundada –a su juicio- sobre una tensión de carácter más general: la de la vida moral como lucha moral[5]. Esa tensión dramática, sin embargo, no es perceptible más que en determinados momentos y contextos de la vida política de una persona (salvo que el personaje sea “amoral” o “a-ético”, cosa que Aranguren, a diferencia de Jankélévitch, niega que se pueda dar). Creo que muchas “figuras” del denso y patético escenario político español de la corrupción dan la razón a este último. La amoralidad existe. También en política. Abunda.

En todo caso, no se puede abordar esa relación entre ética y política sin una expresa mención a Max Weber. En su obra se teje esa necesaria complementariedad de la ética de la convicción y de la ética de la responsabilidad cuando de ejercer la actividad política se trata. Weber, efectivamente, trató de forma impecable las relaciones entre ética y política en su conocida obra El político y el científico. Allí plantea el problema del “ethos de la política”. Una ética que, a juicio de este autor, debe mirar al futuro y a la responsabilidad que corresponde realmente al político, sin perderse “en cuestiones, por insolubles políticamente estériles, sobre cuáles han sido las culpas del pasado”. A juicio de Max Weber, “toda acción éticamente orientada puede ajustarse a dos máximas fundamentalmente distintas entre sí e irremediablemente opuestas: puede orientarse conforme la ‘ética de la convicción’ o conforme ‘la ética de la responsabilidad’. La diferencia entre ambas es abismal. Y es, sin duda, la ética de la responsabilidad la que debe atraer nuestra atención en estos momentos, puesto que es aquella la “que ordena tener en cuenta las consecuencias previsibles de la propia acción”.

En el ejercicio de los cargos públicos es dónde se plantea una tensión evidente, muchas veces dramática, entre el bien común y el interés privado. En ese ámbito hay zonas de riesgo evidentes, pues –tal como reconocía El Federalista- los hombres distan mucho de ser ángeles[6]. El conflicto entre intereses divergentes es mucho más complejo de resolver en el ámbito público que en cualquier otra actividad de carácter privado.

La clase política sigue confundiendo ética con legalidad (que pretende configurarse como regularidad de sus actuaciones), prescindiendo de algo tan esencial como es la ejemplaridad que debe guiar sus conductas tanto en su vida pública como privada. Lo que sea (por motivos varios) jurídicamente inatacable puede, sin embargo, no ser adecuado éticamente. Y algunas de esas conductas éticas deplorables (aunque sean “legales”) abundan por doquier en la política, la función pública y también entre la propia ciudadanía.

Falta de armonía
Ética y Política nunca han armonizado bien, eso es algo bien sabido. Lo expresa en términos muy claros Ramón Vargas-Machuca, “las relaciones entre ética y política no han estado regidas por la armonía, sino por una tensión que ha acabado no pocas veces en disyuntiva: o sobra la ética o sobra la política”[7].

La recuperación moral de la política es, por tanto, una premisa para que la política sea creíble. Pero ya no valen gestos hacia la galería ni arrepentimientos cargados de impostura. Al gobernante o al político solo le cabe, como recordara Javier Gomá, practicar con el ejemplo[8]. Y cuando el “ejemplo” es burdo, grosero o impropio de un político serio, la única salida digna es conjugar el verbo dimitir antes de que uno sea echado a las tinieblas por la ira de una complaciente y adolescente ciudadanía, adormecida hasta la médula que, aunque parezca despierta, realmente no lo está. Escruta duro a los demás y es muy complaciente consigo misma.

Ya lo dijo el maestro Aranguren, “hablar de la vida humana es hablar de una vida con implicación moral”[9]. Guste o no guste, no hay alternativas. También lo recordó el barón d´Holbach mucho antes: “la verdadera política no es otra cosa que hacer felices a los hombres”. Tan fácil de formular y tan difícil de practicar. Al menos hoy en día.

[1] La capacidad de gobernar; Círculo de Lectores,1994, p. 192.
[2] Cartas Persas, cit.  p. 66.
[3] Etocracia, Laetoli, 2012, p. 145. Este ilustrado radical ya advertía del “divorcio fatal entre política y moral”.
[4] Ética y Política, Orbis, Madrid, 1985, especialmente pp. 57 y ss.
[5] Ética y Política, cit., p. 97, cursiva del autor.
[6] Es un lugar común referirse a esa cita de El Federalista, FCE, México, 1998, LI, p. 220 (“Si los hombres fuese ángeles, el gobierno no sería necesario”).
[7] “Principios, reglas y estrategias. A propósito de ética y política”, en F. Longás Uranga y J. Peña Echeverría, editores, La ética en la política, p. 44.
[8] J. Gomá, Ejemplaridad Pública, Taurus, 2010.
[9] Ética, cit., p. 132

martes, 2 de febrero de 2016

Rafael J. Asensio: Saturación (de falsa) política

"Los grandes retos con los que se enfrenta este país no se pueden resolver con políticos de escasa altura y algunos periodistas que alimentan el desconcierto y que cultivan el desgobierno"
 
“Hay muchos más manuales acerca de cómo hacerse con el poder que libros acerca de qué hacer con él” (Daniel Innerarity, La política en tiempos de indignación, Galaxia Gutenberg, 2015, p. 334).
 
“Mientras los chamanes europeos trabajaban con palabras (…), los socialdemócratas nórdicos se enfrascaban en el barro de las políticas, tratando de sacar lo mejor de la materia disponible” (Víctor Lapuente, El retorno de los chamanes. Los charlatanes que amenazan el bien común y los profesionales que pueden salvarnos, Península, 2015, p. 252).
 
Blog La Mirada Institucional. Rafael Jiménez Asensio.- El año 2015 ha sido “prolífico” en procesos electorales. Tras las elecciones del 24-M se constituyeron los gobiernos locales, forales, insulares y autonómicos. También el gobierno andaluz, después de no pocas peripecias. E incluso el gobierno catalán en el último suspiro (ya en 2016) y de forma algo esperpéntica. La mayor parte de esas estructuras gubernamentales, con alguna excepción digna de ser resaltada, funciona con una precariedad notable. Y eso tiene fuertes impactos sobre la gobernabilidad. Y sobre los resultados o ausencia de estos.
 
Aún falta mucho tiempo para que los partidos políticos adquieran cultura de pacto o de coalición. Mientras tanto, a sufrir. Aprobar leyes, presupuestos o políticas ambiciosas comienza a ser una penitencia o, peor aún, un sueño inalcanzable. La parálisis se ha adueñado de buena parte de las estructuras gubernamentales. El resultado es obvio: el país se estanca, la innovación y el cambio no entran en la escena político-institucional, las reformas se congelan en el tiempo, mientras que la burocrática y desvencijada maquinaria administrativa sigue funcionando por pura inercia. Hemos pasado de las “apisonadoras” de las mayorías absolutas a la fragmentación desordenada que alimenta desencuentros con una retórica que nada ayuda al acuerdo. Sin término medio. La anomia de políticas de nuevo cuño comienza a ser alarmante. Los gobiernos se conforman con gestionar la cotidianeidad, sin añadir valor alguno. Pocas excepciones somn dignas de citar. Algún día habrá que hablar de aquellos gobiernos que al menos gobiernan y que, de momento, se sitúan en su mayor parte en el norte. El mundo se mueve a velocidad de vértigo y nuestras instituciones permanecen ancladas en el inmovilismo.
 
Endiablado 20-D
Por su parte, las elecciones legislativas del 20 de diciembre han dado un resultado endiablado. Es lo que ha querido el pueblo, aunque en cierta medida también el sistema electoral. Y la impotencia de los partidos políticos para resolver semejante sudoku empieza a ser alarmante. El gobierno en funciones todo apunta que puede extenderse un largo tiempo. Mientras tanto, nada se mueve. Todo sigue igual. El tiempo pasa, la economía puede comenzar de un momento a otro a dar señales de agotamiento. Ya hay algún primer síntoma que anuncia tormenta. Y la vuelta a tiempos no tan lejanos puede ser una realidad, más pronto que tarde. La Comisión Europea ha formulado en las últimas semanas varias advertencias. Están jugando con fuego. Unos y otros. Ejercicio de irresponsabilidad supina.
 
Y en el horizonte se vislumbran unas nuevas elecciones que nadie quiere, pero que nadie remedia. También unas elecciones gallegas y vascas  a medio plazo (en otoño), que se pueden contaminar a estos territorios de una enfermedad que ya es epidemia: la compleja gobernabilidad. Así sería si se repitieran los resultados de la última contienda electoral. No parece que ello suceda, pero la fragmentación política no hará fácil la estabilidad gubernamental futura, salvo coaliciones estables o mayorías que no se anuncian.
 
Con este panorama todo parece apuntar a que si 2015 fue un año perdido en lo que afecta a la acción de gobierno en múltiples instituciones, 2016 abundará en esa línea con un Estado “sin cabeza”, con lo que la parálisis institucional tiene visos de prolongarse durante un largo período. Un país enterrado en elecciones. El sueño de los comunicadores, equipos de campaña, politólogos y periodistas, al menos de los poco serios. Carnaza de noticias sinfín. Así las cosas, pretender impulsar reformas o cambios importantes en el funcionamiento de las instituciones, en la propia administración pública, en la economía o en los distintos sectores que la están pidiendo a gritos, se convertirá en una tarea inalcanzable. Las consecuencias de esta parálisis, que atenaza a la inmensa mayoría de las estructuras gubernamentales, son fáciles de prever: empeorarán sustancialmente nuestras condiciones de vida y nuestro futuro más inmediato (e inclusive mediato), castrando el crecimiento económico y la competitividad. Dicho en pocas palabras: iremos a peor. Si nadie lo remedia.
 
No deja de ser una curiosa paradoja que cuando más se habla de política, cuando la política lo invade todo, cuando asimismo proliferan por doquier quienes se autodenominan como analistas y politólogos con recetas para todos los gustos, charlatanes y embaucadores que pueblan esa política-espectáculo que algunos medios televisivos o radiofónicos y periodistas irresponsables se han encargado de alimentar, la política sea en verdad cada vez más impotente para resolver absolutamente nada. No cabe extrañarse, pues en este país se lee poco y, como me recordaba un colega recientemente, aunque suene muy duro, los políticos generalmente solo leen a los periodistas y estos, por lo común (excepciones las hay), a nadie.
 
Esa política que ahora todo lo puebla sigue olvidando una premisa sustancial de su existencia: la política y los políticos están para resolver problemas y mejorar la vida de la ciudadanía. Y eso se logra pactando, gobernando y legislando, así como tomando decisiones y priorizando políticas. Obviamente, cediendo. No llenando titulares de prensa y menos aún vociferando o manchando el tablero político de líneas rojas.
 
Se comienza a percibir un hastío colectivo, un agotamiento de política vacua, así como se palpa una auténtica saturación ciudadana hacia esa falsa política que nada resuelve, que se asienta más en la comunicación que en los resultados o en la eficiencia. La democracia española, sus propias instituciones y no digamos nada la propia salud financiera del país, se encuentran en una absoluta encrucijada con problemas existenciales, de diseño constitucional, económicos y sociales de una magnitud desconocía hasta fechas recientes. Se trata de un momento que requiere liderazgos innovadores y medidas efectivas. Los partidos tradicionales están dando, ambos, un lamentable espectáculo, jugando al “cainismo” o a trampear todo lo que pueden (alguno incluso manipulando, en un burdo juego táctico, la propia Constitución que tanto dicen defender). Los emergentes, por su parte, no aportan de momento absolutamente nada nuevo, salvo cambios cosméticos y caras nuevas (algunas ya no tanto). En el fondo, más de lo mismo pero con menos oficio y sobre todo con escaso sentido institucional. En algún caso incluso las ocurrencias disparatadas de algún líder están empeorando notablemente la imagen, ya de por sí deteriorada, de la política. La irrupción de estas “nuevas” fuerzas políticas, paradojas de la vida, está generando una peor política, sin efecto benefactor alguno hasta la fecha. A ver si aprenden pronto que la política es también responsabilidad institucional.
 
Los grandes retos con los que se enfrenta este país no se pueden resolver con políticos de escasa altura y algunos periodistas que alimentan el desconcierto y que cultivan el desgobierno. Uno de esos periodistas (“conductor” de un programa de máxima audiencia en el que nadie escucha a nadie y se rebaja la política a la condición de “telebasura”) recientemente llegó a decir, ante la situación de bloqueo político existente, que el escenario político se estaba poniendo “entretenido” (sic). Una necedad peligrosa que define al personaje. Siento ser tan áspero, pero es lo que hay. Entre unos y otros han alimentado este disparate. Ellos sabrán cómo sacarnos del laberinto. O tal vez lo tengamos que hacer nosotros desenchufando la “caja tonta”, silenciando las abominables y sectarias tertulias radiofónicas y televisivas, desenganchándonos de las redes sociales que aglutinan a los seguidores en bandas rivales, así como votando a partir de ahora de otra manera. Aunque algunos ni perdiendo elecciones o sufriendo sangrías evidentes de votos aprenden nada. Cruda realidad.

martes, 1 de septiembre de 2015

Rafael J.Asensio. La política: Locura y Pasión

Siempre he pensado que en las revoluciones los locos, no aquéllos a quienes se da ese nombre por metáfora, sino a los verdaderos, han desempeñado un papel político muy considerable(A. De Tocqueville, “Recuerdos de la Revolución de 1848”, Trotta, Madrid, 1994, p. 138).
 
“En cuanto a la tercera característica de los partidos, a saber, que son máquinas de fabricar pasiones colectivas, está tan clara que no necesita demostración”
(Simone Weil, “Ensayo sobre la supresión de los partidos políticos”, Confluencias, 2015, Salamanca, p. 47).
 
Blog La Mirada Institucional.- Rafael Jiménez Asensio.- Una reflexión breve, pues se basa solo en dos lejanos testimonios. Uno muy distante, el otro un poco más próximo. Los dos inquietantes. Dan que pensar. Tal vez, dada la distancia remota o casi remota en que fueron escritos tales juicios u opiniones nadie identifique semejantes palabras con nuestras miserias más próximas. Se equivoca. El propio Tocqueville lo expresó con meridiana claridad en una de sus mejores obras (El Antiguo Régimen y la Revolución): “La historia es una galería de cuadros donde hay pocos originales y muchas copias”. Insuperable.
 
A Tocqueville lo he leído y releído en numerosas ocasiones. Siempre aprendo. No algo, mucho. Sin embargo, desconocido para mí, debo reconocer que el opúsculo de Simone Weil me ha hecho reflexionar. Hay mucha carga de profundidad en muy pocas páginas. Y de alguien que se comprometió con las causas más nobles y marginales.
 
Pero a lo que vamos: uno habla de “locura” y la otra de “pasión”, ambos atributos predicados de la política y de los partidos políticos. Es lo que hoy interesa. Comencemos por la locura y terminemos por la pasión.
 
¿Es posible que un pueblo quieto o cuerdo enloquezca? La historia nos dice que sí. El desorden puede que no esté en los hechos, pero como recuerda Tocqueville se puede hallar en los espíritus. Estamos durmiendo sobre un volcán y no nos damos cuenta. Las revoluciones nacen de las cosas más nimias. En política –como bien añade- “la comunidad de los odios constituye casi siempre el fondo de todas las amistades” (¿les recuerda a algo?). Una sociedad desordenada y confusa es el preludio de las revoluciones, aunque sean silenciosas. Ya lo dijo ese mismo autor (y acabo con esta cita): “(…) convenía tratar al pueblo francés como a esos locos a los que no se debe atar, por miedo a que se pongan furiosos al verse sujetos”. Abogaba el autor francés por gobiernos que pudieran cambiarse y no eternos: por la reforma y no por el inmovilismo. Algo muy reñido con la petrificación y la totalidad, que parecen estar omnipresente en nuestras vidas. Una tesis alejada del adanismo.
 
 Simone Weil
La pasión en sí no es buena. Así lo afirma Compte-Sponville. Un filósofo que respeto y me agrada. No es una virtud, es distinta del coraje o la valentía. Pero, además, en política la pasión -mal encauzada- puede ser fuente de desmanes y despropósitos. Simone Weil, en ese incendiario opúsculo contra los partidos políticos, ya lo advertía: “Un partido es una máquina de fabricar pasión colectiva”. Y la pasión colectiva es -según ella- la única energía que tienen los partidos. Hoy en día azuzados por su desprestigio los partidos se transforman en movimientos que se disfrazan de lagarterana y hacen suyas las viejas pasiones. Lo duro del diagnóstico de Weil es que, lacónica, sentencia que “tomar partido ha sustituido a la obligación de pensar”. Una lepra, según ella. Que solo se solucionará suprimiendo los propios partidos. Su sentencia era diáfana: “El objetivo reconocido de la propaganda es convencer y no arrojar luz”. Siempre la oscuridad fue preferible a la claridad, al menos en política.
 
No parece una solución cabal eso de suprimir los partidos. El paso del tiempo le ha dado la espalda. Pero ambas reflexiones de dos insignes e inigualables ensayistas nos ponen de relieve que los años, las décadas y los siglos pasan, pero las actitudes y comportamientos siguen. Esto de que la historia y los cuadros se repiten lo debemos grabar con fuego. Lo tenemos tan cerca … Una vez más, el gran Tocqueville lo bordó: “todo el mundo quería salir de la constitución”. Así no hay reforma, solo “destrucción” o “supresión” de la Constitución. Mejor no volver la mirada hacia Carl Schmitt, hoy –por motivos inconfesables- tan de moda. Es cierto, que eran otros tiempos …

viernes, 8 de mayo de 2015

Andres Morey: El tiempo en la política y el tiempo en el Administración

"El tiempo político es acuciante, necesitado de resultados que generen buena imagen y ayuden cara a las elecciones futuras y que contenten a todos si es posible; las elecciones están en el fondo de toda acción y dirección"
 
Tu blog de la Administración Pública.- Andrés Morey.- En múltiples ocasiones he comentado que administrando se gobierna pero también que administrando se hace efectiva la política o las políticas públicas, de forma que se evidencia la conexión entre Política y Administración. Cuando observamos esta  conexión desde el punto de vista estructural u orgánico y la acción de los cargos políticos y la de los funcionarios se nos revelan dos tiempos distintos que implican preocupaciones o puntos de vista diferentes.
Andrés Morey
La situación  actual en Andalucía  también nos manifiesta  otro aspecto de esta diferencia y, en cierto modo, que la Administración puede permanecer sin políticas públicas superiores nuevas, pero que la actividad política no puede existir sin Administración pública, pues nunca llegaría a los ciudadanos. En el primer aspecto, el de la actividad de políticos y funcionarios en la administración pública y en su dirección de superior nivel -el político-, lo que quiero destacar es que desde este nivel lo que interesa es que las políticas públicas, los programas y decisiones se formalicen, pues su formalización como norma o decisión que se publica, digamos, es el tiempo de la acción política y la obligación que se ha cumplido, de modo que parece que a partir de ese momento el tiempo restante es administrativo y de ejecución. En este tiempo administrativo los plazos de la acción está más regulados, previstos en normas administrativas, y los funcionarios se sujetan a ellos, sin que ello signifique que no haya presiones o prisas si en el asunto hay interés político o necesidad de resultados más o menos inmediatos. El tiempo político es acuciante, necesitado de resultados que generen buena imagen y ayuden cara a las elecciones futuras y que contenten a todos si es posible; las elecciones están en el fondo de toda acción y dirección.

La rutina burocrática
En la Administración el tiempo es rutinario y formalista, con ambición de permanencia y poco propenso al cambio. En él, en su fondo, lo presente es la ley o la norma; el escrito, el informe y el documento son elementos claves. Si la función pública está bien ordenada y regulada, los funcionarios permanecen en sus puestos, ascienden por mérito y antigüedad y, en consecuencia, son neutrales, gozan de independencia técnica y constituyen la base de la experiencia, el antecedente y los informes que ayudan a decidir en eficacia y derecho. El tiempo en estos casos no es sólo algo orientado al futuro, sino dedicado al mantenimiento de lo acordado desde muchos años antes y aún vigente; la acción de mantenimiento es esencial y el conocimiento de lo que es posible también. Claro está que, como he reflejado en otras ocasiones, la Administración interviene antes de la formalización de las políticas públicas para avalar su viabilidad y la existencia o posibilidad de contar con los factores administrativos que garantizan que la eficacia de la política prevista sea realidad y aquí el tiempo político predomina.

Si en cambio consideramos la situación política de Andalucía, existiendo un problema político ante la posibilidad de no conseguir la formación de un gobierno o acabar en nuevas elecciones, hay que convenir que en la Administración, prácticamente todo deviene tiempo administrativo. Si hay Administración pública profesional y no politizada, no puede paralizarse la acción, bien sea de gobierno, bien sea de administración. Hay que mantener las políticas públicas en marcha, hay que administrar y que seguir prestando los servicios y está legalmente prevista la existencia de gobiernos provisionales y en los parlamentos de diputaciones permanentes, que garanticen la continuidad y la posibilidad de aprobar normas de urgencia y necesidad si se da el caso y se justifica adecuadamente. No puede haber parálisis, si la hay algo no funciona, los diseños legales han fallado y gobierno y administración no fueron bien configurados; en una palabra la administración pública no existe y se ve afectada por algo similar a un spoils system.
 
Sin embargo, si atendemos a lo que dicen los parlamentarios elegidos, los políticos, la prensa. etc., parece que el caos está cerca. Sin menospreciar la situación, desde la Administración, lo principal es que no se pueden diseñar políticas nuevas, al menos las que se formalicen por norma con rango de ley o que no puedan adoptarse por gobiernos provisionales o aprobarse por las diputaciones administrativas, pero el presupuesto económico persiste y se pueden proponer cambios crediticios a la diputación permanente en el parlamento. Repito no hay parálisis y el tiempo administrativo no se para. En realidad, el tiempo político lo que puede hacer es que el tiempo administrativo se vea afectado por los procesos electorales y acelere los procesos de diseños de políticas que no van a ser efectivas nunca pero que se necesita publicitar.

Cambios sin sobresaltos
Lo expuesto hasta ahora tiene como fin el que, una vez más, quede de manifiesto la importancia de la Administración pública y de que una acción política clara y necesaria sea su configuración de acuerdo con las bases y principios constitucionales, para que sea un instrumento al servicio de cada gobierno y de cada momento, sea el que sea, que no le afecten los cambios en su función permanente y diaria y que el ciudadano no sufra por nada. Nos vale el símil de los equipos de fútbol con crisis importantes en sus directivas y en lo económico, en procesos de venta o cambios importantes, que siguen jugando cada partido sin acusar la situación y con sus aficionados gozando del juego.
 
 Cuando se hace referencia en tantas cosas a la reforma administrativa la realidad lo que nos demuestra es que la reforma real es la de cumplir con lo que la Constitución nos dice que ha de ser la administración pública. La reforma de verdad es su consolidación como tal administración pública.

lunes, 24 de febrero de 2014

La corrupción está en la política

"La corrupción en España, que ha saltado a la palestra de la mano del urbanismo en el ámbito local, se ha extendido rápidamente a las Comunidades Autónomas"
 
RP. Agenda Pública. Joan J. Queralt.  Este mes de febrero de 2014 se ha publicado el Informe de la Comisión Europea sobre la corrupción elaborado para el Consejo y el Parlamento europeos. Las conclusiones del Informe son en apariencia demoledoras: el 95 % de los encuestados españoles consideran que la corrupción está asentada en España mientras que el 63% se siente afectado por ella.
 
La corrupción política  abarca toda la geografía nacional
Antes de interpretar estos datos, sin embargo, es necesario advertir de que se trata de una encuesta, en cierta línea con las que efectúa Transparencia Internacional, de percepción de la corrupción, no de registro de hechos corruptos realmente acontecidos.
 
 Si la percepción se correspondiera con la realidad en el caso español, sería literalmente imposible la vida en común.
 
Afortunadamente, percepción y realidad no van de la mano. Preguntados los entrevistados si han sido ellos mismos objeto de un acto de corrupción, el porcentaje de quienes responden afirmativamente es ínfimo (entre el 1y 3%). Sea como fuere, la percepción de la corrupción en España va en aumento. Sucede con ésta algo similar a lo que sucede con la percepción de la delincuencia: se afianza la creencia popular de que la delincuencia está aumentando mientras que los hechos delictivos se mueven en la dirección opuesta.
 
La delincuencia real, no la percibida, está disminuyendo de manera constante, así como el número de los que declaran haber sido víctimas de un delito. Ello va lógicamente acompañado de un incremento en el sentimiento de seguridad. Obvio resulta, por tanto, que hay que combinar la percepción de la realidad con la cuantificación de la misma para evitar análisis sesgados que nos alejen de la situación real.
 
Disparidad entre corrupción percibida y real
La disparidad entre corrupción percibida y corrupción real no debe llevarnos a concluir que,  en las circunstancias actuales, el panorama no es tan malo como parece. Lo es y mucho. En primer lugar, se presenta un hecho significativo y, en apariencia, positivo,  como es que la corrupción no se sitúa en la esfera administrativa sino en la política. Esto no es, sin embargo, susceptible de una valoración positiva sino, muy al contrario, de una realmente escalofriante: los políticos aparecen como corruptos ante la opinión pública. La pésima fama afecta injustamente a todos, no solo a los corruptos, que existen. En España hay más de 1300 cargos públicos procesados y varias decenas de condenados. Este dato es de una enorme trascendencia si lo ponemos en relación con otros datos existentes.
 
Así, por ejemplo, según el último Barómetro del CIS

(noviembre de 2013), el paro es el primer problema en España (77,7 %), con mucha delantera respecto a los demás temas de preocupación. El segundo problema más citado es la corrupción (31,8 %), seguido por los políticos en general, los partidos y la política (29,7 %). Atendiendo a la encuesta sobre corrupción a la que nos referíamos más arriba, no resultaría ilegítima la inferencia que considerara el segundo y tercer problema como dos caras de la misma moneda, la crítica a la corrupción de los políticos (62,5%), por más que pudiera ser cuestionable metodológicamente.

 
 Fusionados los problemas segundo y tercero dentro de una misma categoría (corrupción/política), resulta que se convertiría en el segundo problema que más preocupa a los españoles, cercano, esta vez sí, al problema del paro. Aunque no puedan agregarse sin más ambos porcentajes, no deja de ser llamativo que la insatisfacción con los políticos no viene de su incompetencia para resolver problemas (los encuestados no son preguntados por las competencias resolutivas de aquellos), sino de agravar los problemas ya existentes y el de la corrupción, que no hace más que afianzarse, es altamente preocupante.
 

Es más, la relación entre corrupción y política es altamente significativa en países que, como España, y a diferencia de, por ejemplo, Italia, vinculan la corrupción no con el crimen organizado, como es el caso italiano, sino con el puro ejercicio de la política. Así se desprende con claridad del Eurobarómetro sobre corrupción de febrero de 2012. En aquellos países, que no son pocos en la Unión, que vinculan corrupción y delincuencia organizada, ésta sirve de escudo protector a los políticos. Si tal no existe, el elemento intermedio entre un ente criminal corruptor y el político corrompido deja de existir.
 
En este terreno queda aún mucho por hacer. Estaría bien implementar decididamente las medidas que el GRECO de modo reiterado recomienda a España, así como varias declaraciones e informes del Consejo Europeo para la Comisión y el Parlamento, especialmente los correspondientes a 2011. Por ahora, las medidas propuestas están siendo llevadas a cabo parcialmente y a paso de tortuga, regateando medios y esfuerzos ( España, junto a Italia, son de los grandes países con menos inspectores fiscales de la UE, por ejemplo).
 
Resulta palmario que el problema es grave y no deberíamos engañarnos por la implantación, con más desgana que otra cosa, de tal o cual medida concreta. La corrupción en España, que ha saltado a la palestra de la mano del urbanismo en el ámbito local (tal como denunció en su día el Informe Aucken -2009- del Parlamento Europeo), se ha extendido rápidamente a las Comunidades Autónomas; pocas son las que no presentan diputados y consejeros autonómicos encartados, cuando no ya condenados. 
 
Pero sería una mala opción quedarse en el ámbito territorial, tentación nada inocente por otra parte. Por la vía perversa y corrupta de la financiación de los partidos políticos se llega al Gobierno central. Ya llegó, en parte, en su día, al gobierno del PSOE en los 90, por la vía de FILESA, Roldán, Mariano Rubio,… y un larguísimo etcétera. Ahora, de la mano de Gürtel pueden verse afectados altos miembros del Partido Popular, exministros y, quizás, algún alto cargo actual. Pese a las noticias estremecedoras sobre los más de 60 encartados del Partido Popular en esta sola trama, tanto el Gobierno como el partido que le da apoyo guardan un silencio escandaloso. Ello sin contar con que la corrupción acecha a la propia Casa Real.
 
Sea como fuere, la corrupción es política y afecta a esenciales centros de decisiones de poder. El daño político, ético y económico, y a la moral social ya está hecho y nadie parece aprestarse a poner el cascabel al gato.