Otro post de interés. Por Jesús Fernández-Villaverde. El Confidencial: Una Gran Estrategia para España. Las Élites Publicas.
Por Rafael Jiménez Asensio. La Mirada Institucional blog.- La gestión integral de recursos humanos en las
Administraciones Públicas está totalmente olvidada en la agenda política y
reducida a la aplicación de las reglas jurídico-formales en la cotidiana
administración ordinaria de las cuestiones de personal. No hay política de
personal, tampoco apenas organización y gestión de recursos humanos, y sí mucha
administración de personal, o lo que se denomina gráficamente (Gorriti-Toña)
como ejercer funciones propias de “gestoría administrativa de personal”
(nóminas, permisos, vacaciones, etc.).
También resulta obvio constatar que tenemos una selección de
funcionarios cortada con un patrón tradicional y que no mide competencias sino
(casi) exclusivamente conocimientos de programas o temarios propios del
pleistoceno funcionarial, que tampoco atrae talento y que, además, en sus
posiciones de élite, materialmente es un sistema altamente discriminatorio,
social y territorialmente, así como nada atractivo para captar perfiles
innovadores o tecnológicos (STEM) o de aquellas personas fuertemente cualificadas
en competencias digitales, que son parte del núcleo básico de herramientas
(junto con las habilidades blandas) que deberán acreditar los futuros
funcionarios en los próximos años, mal que les pese a nuestras Administraciones
Públicas que siguen seleccionando bajo pautas decimonónicas y con metodologías
o procedimientos absolutamente caducos. En los próximos diez años la selección
de personal será extensa e intensa (centenares de miles de empleos y muchos de
ellos con perfiles absolutamente nuevos) en todas las Administraciones Públicas
y es necesario reinventar totalmente su modelo institucional y su propio
formato. El viejo esquema que asigna a un órgano directivo de la Administración
(Direcciones de Función Pública o Institutos y Escuelas de Administración)
organizar los procesos selectivos (con tribunales formados por funcionarios en
activo), ha llegado a su estación de término. No puede funcionar más así. La
existencia de Agencias de Selección o Comisiones Permanentes de Selección, con
autonomía funcional e imparcialidad, será un modelo a explorar en todas las
organizaciones públicas.
La formación continua de funcionarios sigue estando cortada
igualmente con moldes envejecidos. Las instituciones de formación, como muchas
otras de la función pública (por ejemplo, las Direcciones Generales de Función
Pública y las Escuelas o Institutos de Administración), proceden de la reforma
administrativa de mediados del pasado siglo, cuando ahora el entorno social,
económico y digital de la Administración Pública nada tiene que ver con ese
diseño. La política de función pública no es un asunto departamental (o
ministerial), ni tampoco sectorial, es un ámbito que debería estar ubicado
o muy próximo a la Presidencia de Gobierno. Y gestionada de forma
descentralizada institucionalmente a través de una Agencia (de Selección y
Desarrollo Profesional, por ejemplo). También la selección de directivos.
Por lo común, en buena parte de las Administraciones
territoriales el ingreso se consigue primero por la puerta falsa de las interinidades,
luego bendecido por los pervertidos y generalizados sistemas de
concurso-oposición que tienen exigencias blandas (Xavier Boltaina),
que no penalizan nunca a los que ya están para que puedan, así, sumar su
mochila de puntos adquiriendo la condición de funcionarios de carrera y lograr
la ansiada estabilidad para veinte, treinta o más años. Un sistema, aparte de
ineficiente, de encaje constitucional más que dudoso, pues coloca en peor
posición a quien no logró (por las razones que fueran) plaza de interino, y en
todo caso penaliza al talento joven. ¿Qué será de la Administración Pública
durante ese tiempo de varias décadas en que ese personal aplantillado quedará
incrustado en las estructuras funcionariales ejerciendo en ciertos casos tareas
que están llamadas a desaparecer (por ejemplo, auxiliares o administrativas)? A
nadie importa. Ni qué hagan parece ser que tampoco. Se está gestando un pacto
entre el Ministerio del ramo y los sindicatos para aplantillar directamente a
todo el personal interino de larga duración. Un problema endémico en las
Administraciones autonómicas y locales. Veremos cómo se articula y qué costes,
directos e indirectos, tiene tal proceso. Quienes así ingresen (sobre todo si
lo hacen con bajos niveles de conocimientos y destrezas) es probable que,
si no se les obliga a procesos formativos de adaptación exigentes y continuos,
muestren todas sus carencias en poco tiempo. La pregunta será qué hacer con
ellos, amén de retribuirles.
La formación inicial, cuando la hay, no es realmente
selectiva; y sus contenidos distan mucho de ser los necesarios para afrontar
las tareas funcionariales en el tercera década del siglo XXI en las
Administraciones Públicas. La formación continua, también salvo puntuales
excepciones, sigue todavía hoy el formato tradicional (edulcorada con power-point)
que apenas añade valor a lo que realmente se hace, y si se configura como
formación innovadora se topa de lleno con que tal aprendizaje tiene encaje
complejo en la actividad real de las administraciones públicas. Por ejemplo,
durante los últimos treinta años hemos formado en dirección pública decenas de
miles de funcionarios que, en su mayor parte, han seguido desempeñando tareas
convencionales en sus respectivos puestos de trabajo, pues apenas han sido promovidos
a tales niveles de responsabilidad, habitualmente secuestrados para la
designación política y la libre designación. Dinero y energías tiradas por la
ventana, expectativas también. Ahora los formamos, por ejemplo, en innovación y
gobierno abierto, para que sigan viendo cómo en sus organizaciones tales
ideas-fuerza forman parte del escaparate político, pero apenas trascienden los
muros de la actividad administrativa. Aunque esté aún desligada de las
necesidades reales, la formación, sin embargo, será en los próximos años uno de
los pilares claves de la transformación de la Administración Pública, ante el
reto del aprendizaje permanente a lo largo de toda la vida profesional de los
funcionarios que será ineludible en un proceso disruptivo de revolución
tecnológica y de imperio de los datos. La provisión de puestos de trabajo, con
esa dicotomía disfuncional de viejo tufo (concurso/libre designación), sigue
esos mismos esquemas formales y nada efectivos. Contiene un abanico muy
estrecho de posibilidades, por lo común muy mal aplicadas, lo que produce, por
un lado, a la rigidez de estructuras y, por otro, nos lleva derechamente a una
falsa flexibilidad a veces hipotecada con una discrecionalidad de banda ancha.
Más complejo, hasta el punto de convertirse en un imposible,
resulta la implantación de la evaluación del desempeño, que se ha convertido
casi en un pío deseo normativo. Aunque algunas buenas prácticas, siquiera sea
excepcionalmente, se están empezando a dar (José Vicente Cortés). La gran
asignatura de la función pública española es la de saber gestionar mínimamente
la diferencia. Quien piense que todos los funcionarios, por cumplir la misma
jornada, trabajan igual, producen lo mismo y deben tener retribuciones
idénticas, se engaña completamente. Hay funcionarios excelentes, buenos,
regulares, malos y muy malos, como también hay alumnos que en cualquier sistema
educativo se pueden encuadrar en tales casillas. No debiera ser así en el caso
del empleo público, al menos si los filtros de entrada y del desempeño
funcionaran cabalmente. Pero no funcionan. Ya no es suficiente legitimidad
haber superado una oposición hace 10, 20 o 30 años. Hay que acreditar
excelencia profesional continua. No basta con declararla, sino que se ha de
manifestar día a día. Y ello solo lo puede acreditar una evaluación objetiva
del desempeño que, con el objetivo principal de mejora de la organización y de
la gestión, sirva también para una progresión profesional que, por definición,
ha de ser diferente y no igual en sus resultados, con ritmos distintos y
consecuencias dispares. Lo mismo que las compensaciones retributivas, que deben
estar ligadas a las funciones, pero también al desempeño de las tareas. Pagar
lo mismo por hacer cosas distintas (esto es, pagar lo mismo al que hace bien su
trabajo al que lo hace mal o al que no lo hace) es algo absolutamente injusto,
y alimenta que la Administración Pública se unifique siempre por los resultados
más bajos y por los desempeños más ineficientes, pues sin estímulos, por mucha
vocación que se tenga, siempre el desempeño y el tesón decaen, también la
motivación y la propia implicación o el sentido de pertenencia. El
igualitarismo funcionarial no es una mentira piadosa, sino una patología
absolutamente insultante. Por definición, no puede existir en una institución
de función pública que se califique de profesional.
Lo que sí hacen las Administraciones Públicas es pagar
“religiosamente” a sus empleados a fin de mes. Quien mejor lo expresó fue
Gregorio Luri. Cuando se jubiló de la docencia expuso los términos del problema
con una claridad extraordinaria: “La Administración ha cumplido más que
satisfactoriamente el pacto que ambos firmamos libremente el día que aprobé mis
oposiciones (…) Se podría decir que he sido afortunado por tener un patrón
mucho más preocupado por pagarme puntualmente cada mes que por supervisar mi
trabajo” (La escuela contra el mundo, Ariel, 2015, p. 35). Una reflexión
que puede extenderse a toda la función pública. Y procede de alguien que fue un
funcionario ejemplar, y es reconocido filósofo y pedagogo, autor de innumerable
libros, por cierto muchos de ellos imprescindibles para entender el sistema
educativo actual. Las disfunciones que ese modelo genera son innumerables. Y
ahí surge el desempeño diferenciado, comprometido por parte de algunos
profesionales, de cumplimiento estricto por parte de otros y sencillamente de
escaqueo o relativismo funcional por parte de un segmento de ese colectivo
funcionarial. El sucedáneo del teletrabajo en el empleo público puesto en marcha
en la etapa del confinamiento mostró fríamente esas grietas. Hay quien trabajó
en exceso, otros bien y algunos nada. Sin objetivos, tareas, seguimiento y
evaluación no hay teletrabajo. Lo veremos en los próximos meses y años,
si alguien no pone remedio efectivo. No volveré sobre un tema ya
tratado.
La función pública, tal como se decía en la entrada
anterior, no solo está atravesada en la zona alta por la politización de sus
estructuras, sino que en los niveles superiores (y, en algún caso, intermedios)
ofrece una presencia marcada de prácticas ranciamente corporativas, que ocupan
también espacios importantes de la actividad pública de la Administración
(incluso cuotas de poder elevadas) con intereses profesionales muy cerrados que
se defienden como realidades inmutables frente a cualquier tentativa de cambio.
En las zonas baja y media de la Administración, por el contrario, el dominio
universal corresponde al sindicalismo del sector público (que tienen también
expresiones corporativas-sindicales propias en la zona alta), que prácticamente
fagocita a un empleador débil, como es el político de turno o el directivo “de
confianza política”, y convierte la Administración Pública en un espacio muchas
veces cogestionado (o peor aún, dirigido extramuros o con mando a distancia
sindicalmente) donde el poder de dirección y control (salvo el horario) de la
Administración está muy debilitado (Joan Mauri). La pretendida defensa
sindical de los servicios públicos se convierte, paradójicamente, en un escudo
formal de mantenimiento de prerrogativas y privilegios funcionariales. Lo
estamos viendo una día sí y otro también. Falta, sin embargo, un estudio
comparado y analítico que confirme empíricamente lo que es un secreto a voces:
que las condiciones de empleo del sector público son, al menos en los niveles
medio-bajos, mucho mejores que las del sector privado, también en el plano
retributivo. En los altos es otra cosa.
La situación descrita es sabida por todo aquel que tenga
mínimo conocimiento de las administraciones públicas, pero no por la
generalidad de los ciudadanos ni tampoco por los medios de comunicación, que
muestran un desconocimiento importante del sector público y más aún del empleo
público. Por otro lado, cabe reflejar la existencia, siempre interesante, de
algunos discursos innovadores en el empleo público, pero que apenas superan los
estrechos ecos de las redes sociales ni permeabilizan el duro caparazón de las
tradiciones administrativas. Bueno es innovar, pero la institución de función
pública, al menos en sus elementos sustantivos, requiere hoy en día apuntalar
sus principios existenciales: profesionalidad, integridad e imparcialidad. El
problema de fondo de la función pública es institucional y de incapacidad de
transformarse, y sirven de poco (aunque son menos que nada) las medidas
puntuales de innovación o mejora, pues sin reformas institucionales tales
mejoras pueden ser absorbidas por las patologías del sistema, que son muchas y
profundas.
Desafíos
Se engañaría quien piense que el problema está sólo en las
personas. El problema más crudo a resolver es la inexistencia de un modelo
institucional y de gestión de la función pública que pueda dar respuesta a los
innumerables desafíos a los que se enfrentará la gestión de la función pública
en los próximos años: jubilaciones masivas, relevo generacional, transformación
tecnológica y de los empleos (también en el sector público), así como una
enorme y prolongada crisis fiscal que, como consecuencia de la Covid19 (o
agravada por esta), incidirá directamente sobre el empleo público durante la
próxima década. El previsible retorno de la tasa de reposición de efectivos,
probablemente uno de los factores causantes del empobrecimiento y
envejecimiento actual del empleo público (diez años mayor de media que en el
resto de la sociedad), y la vuelta a la congelación de ofertas de empleo
público, que son el recetario ortodoxo de los planes de reequilibrio fiscal,
serán en los próximos años la puntilla para una función pública que se
encuentra hoy con el sistema inmunológico hecho pedazos.
El gobierno o el país que no sepa dar respuesta cabal a
tales retos dispondrá de una Administración que ya no será pública, pues
estará inadaptada a los desafíos del futuro inmediato, adoptando el
exclusivo papel que tan bien cumple ahora de servidora vicarial del político de
turno, con la imparcialidad perdida y la profesionalidad quebrada, así como con
una ciudadanía que le dará la espalda al ser un instrumento cada vez más
inservible para mejorar su calidad de vida y su propia felicidad. La
digitalización transformará radicalmente el escenario público y los
funcionarios deberán adaptarse acelerada y permanentemente a tales exigencias
o, en su defecto, ver cómo se quedan atrás, lejos de las demandas de la
sociedad. En ese contexto de disrupción, no cabe descartar que, más tarde o más
temprano, las puertas de salida de las Administraciones Públicas se abran de
par en par para aquellos funcionarios que no tienen tareas efectivas a
desarrollar ni han acreditado capacidad de adaptarse a los nuevos retos,
salvo que se pretenda que la función pública se convierta perennemente en un
estabilizador para que las cifras del desempleo no adquieran tintes más
dramáticos de los que nos esperan en los próximos tiempos. La Administración
Pública puede ser muchas cosas, pero el papel que nunca debiera asumir es
convertirse una entidad de beneficencia u hogar de asilo de funcionarios
inadaptados y carentes de tareas a desarrollar o de ejercer las competencias
profesionales necesarias, que a pesar de ello son retribuidos a través de una
suerte de pensiones paralelas en plena edad laboral, que se suman así a
los millones de jubilados que cobran pensiones de “clases pasivas” en España
(más de diez millones, a partir del retiro de la generación del baby boom).
No hay Hacienda que aguante eso, por muy rico que sea el país, que no es
precisamente nuestro caso.
Otros países, principalmente las democracias avanzadas,
están comenzando a plantearse estas preguntas. También están explorando
soluciones, en algunos casos sistémicas, aunque en la mayor parte segmentadas o
parciales. Y conviene siempre mirar qué se está haciendo fuera y qué respuestas
se dan a problemas que, unas veces son comunes (digitalización y transformación
digital, alta dirección), y otras son propias de nuestra idiosincrasia
(jubilaciones masivas) o de nuestra secular desidia (interinidades, selección,
igualitarismo retributivo, etc.). Esa mirada externa es necesaria en estos
momentos y debe enriquecer el punto de vista de cualquier análisis que se haga
sobre el futuro de la institución de la función pública. Así se ha hecho ayer
mismo en
una importante contribución del economista Jesús Fernández-Villaverde. No
obstante, quien piense (algo también anunciado ayer) que sólo introduciendo
medidas de agilización burocrática y sin reformar a fondo la Administración
Pública y el sistema de función pública podremos absorber y gastar
eficientemente el maná de los Fondos Europeos de Recuperación en los
próximos 4/5 años, está en un monumental error. Giuseppe Conte, primer ministro
italiano, lo decía muy claramente el otro día: sin reformar la Administración
no podrá Italia salir airosa de ese empeño. Y, si fallamos -afirmaba-, entonces
sí “los ciudadanos tienen el derecho de mandarnos a casa”. Como ha expuesto en
un recomendable trabajo el también economista Manuel
Hidalgo, gestionar esos miles de millones de euros de ayudas requerirá
“virtuosismo en la gestión”. Algo que desgraciadamente hoy por hoy carecemos. Y
cada día que pasa queda menos tiempo para aproximarnos o rozar siquiera a ese
objetivo. Mientras tanto, la política, en su salsa; en la de siempre. Y todo
aún por hacer.