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miércoles, 6 de noviembre de 2019

Rafael Jiménez Asensio: Automatización y empleo público: algunos riesgos y consecuencias

Si el cambio tecnológico se intensifica en la próxima década, las generaciones que ahora tienen cuarenta o cincuenta años lo van a tener muy difícil. Los que vienen detrás aprenderán sobre la marcha” (Manuel Hidalgo, entrevista en Diario de Sevilla, 16 septiembre 2018)

Por Rafael Jiménez Asensio. La Mirada Institucional blog.- Hay un consenso elevado en que nos encontramos en plena revolución tecnológica (la denominada “Cuarta Revolución industrial”). Existen, no obstante, diferencias marcadas a la hora de evaluar los impactos de la automatización sobre el empleo. Los trabajos sobre esta materia, así como los libros e informes, son cada día más numerosos. Y quienes los firman se dividen entre aquellos que relativizan, aplazan o minusvaloran sus consecuencias, frente a aquellos otros que las magnifican o que, incluso, ofrecen visiones apocalípticas. De todo hay, también juicios equilibrados. En todo caso, cualquier revolución de esas características conlleva disrupción (Schumpeter), más la que ya está entre nosotros. Y, por consiguiente, ganadores y perdedores. Aparecerán nuevos empleos que sustituirán a muchos anteriores, el problema es el ritmo o la cadencia en su desaparición/aparición y si el “material humano” (las personas) se adaptarán o no a tales transformaciones.

Al margen de esas diferentes visiones, que simplifico por razones de espacio, parece haber un cierto consenso en que la automatización en los próximos años suprimirá muchas de las tareas rutinarias que actualmente se desarrollan en no pocos empleos. La supresión de tareas no implica en sí mismo la desaparición de un empleo, pero sí su transformación o, en su caso, la reducción drástica del número de empleos de tales características en cualquier organización, allí donde la revolución tecnológica sustituya gradualmente trabajo humano por máquinas.
De todo lo anterior comienzan a ser conscientes las empresas, pero menos la Administración Pública. En este último caso se produce un dato adicional mucho más preocupante: habitualmente, el ingreso en la Administración Pública se produce a empleos estructurales (salvo en los casos de interinidad, hoy en día abundantes como rescoldo del grave incendio derivado de los duros años de crisis fiscal) y, por tanto, con un estatuto de permanencia (inamovilidad, en el caso de la función pública), lo que introduce factores de seguridad a quienes “ganan” la plaza, pero también genera elementos inevitables de rigidez a la organización en la que se insertan, al menos mientras el marco normativo vigente sea el que es.

Por consiguiente, antes de proceder a la cobertura de una vacante que se produzca en el sector público, no es un dato menor preguntarse si ese puesto de trabajo seguirá desarrollando dentro de unos años (pongamos el caso, yéndonos muy lejos, en un horizonte de diez años) esas mismas funciones. En verdad, lo que nos interesa saber realmente no son las funciones o responsabilidades asignadas a tal puesto de trabajo, sino particularmente si las tareas que saturan tales funciones serán prestadas por quienes actualmente las ejercen o, por el contrario, sufrirán un proceso de automatización intenso, que las vaya trasladando a su prestación por máquinas y, por tanto, a una vaciado gradual y paulatino de funciones, que inevitablemente se transformaría en supresión de dotaciones o, en su caso, yendo al límite, en eliminación pura y dura de determinados puestos de trabajo.

“geriátricos funcionariales” 
Se impone, así, lo que Mikel Gorriti denominó acertadamente como la gestión planificada de vacantes, una necesidad objetiva de corte estratégico que nace de varios cruces causales, principalmente de dos: el relevo generacional fruto, por un lado, de las jubilaciones masivas derivadas de esos “geriátricos funcionariales” en los que se han convertido buena parte de las organizaciones públicas; y, por otro, del empuje imparable (con mayor o menor aceleración, según los casos y opiniones) de la revolución tecnológica sobre el empleo público y, en especial, sobre los perfiles de empleos que serán necesarios dentro de tres, cinco, siete o diez años. Esto va muy rápido, aunque la Administración Pública, como siempre, apenas se dé por enterada.

Sorprende, de todos modos, que todavía hoy un gran número de ofertas de empleo público incluyan centenares o miles de plazas de personal de apoyo administrativo o de mera tramitación burocrática. Mientras la empresa privada apuesta por seleccionar titulaciones STEM o perfiles de formación profesional en tecnología, estos ámbitos (salvo excepciones, que las hay) apenas son aún demandados por las Administraciones Públicas actualmente. Cualquier persona mínimamente informada sobre lo que está pasando y lo que sucederá en los próximos años en materia de empleo nunca se arriesgaría a poner en marcha tales convocatorias, puesto que son (y esto no cabe olvidarlo) para alcanzar la condición de funcionarios de carrera o empleos públicos fijos (esto es, para toda la vida de aquellas personas que serán nombradas o contratadas, pero ese largo lapso temporal no acompañará, sino todo lo contrario, a buena parte de las tareas que se desempeñan en esos puestos de trabajo, llamadas en gran medida a automatizarse y, por tanto, a desaparecer, en un escenario temporal que, conviene insistir, nunca será superior a una década).

Bien es cierto que en buena parte de estas convocatorias su objetivo último es estabilizar un empleo interino (rectius, a unos empleados) y, por ello, no son precisamente personas jóvenes quienes accederán en su mayor parte a tales plazas, sino muchas de ellas superarán la barrera de los cuarenta años (algunas incluso los cincuenta). Aún así, tal circunstancia tampoco alivia el fondo del problema; pues la vida laboral de tales empleados públicos se prolongará fácilmente varias décadas. Dicho de otro modo: la revolución tecnológica les afectará sí o sí. Y sus puestos de trabajo se verán reducidos drásticamente en sus tareas, cuestionados o, lisa y llanamente, convertidos en superfluos.

Siempre queda la formación, me objetarán los optimistas. Sin duda, no seré yo quien plantee duda alguna sobre la trascendencia de la formación o el aprendizaje permanente para adaptarse a los desafíos continuos de una revolución tecnológica que nos hará estar siempre atentos a unas necesidades inmediatas siempre cambiantes (Véase al respecto: Rafael Doménech y otros, ¿Cuán vulnerable es el empleo público en España a la revolución digital?, BBVA, 2018). Pero hay un criterio que, en su práctica totalidad, es plenamente compartido por todos los estudios que se han ocupado de esta materia: los riesgos de la automatización se cebarán inevitablemente sobre aquellas personas que tienen una determinada edad (con dificultades obvias de adaptación) y una formación menor o una capacidad de adaptación a las nuevas tecnologías y a los cambios disruptivos que se generen, especialmente en aquellos colectivos cuya formación de salida es más baja de la que tienen otros perfiles profesionales.

Dicho en otros términos: abandonar tareas rutinarias para sustituirlas por otras de valor añadido (sean cognitivas, sociales o de cualquier otro tipo) no es un proceso sencillo a partir de determinadas edades. Menos aún si a ello se une un bagaje formativo no especializado, como nos recordaba Manuel Hidalgo, uno de los mayores expertos en esta materia, autor del libro El empleo público del futuro, que reseñé en su día en este mismo Blog (https://bit.ly/2oPOvli). Siempre cabrá “recolocar” a algunas de las personas que ocupan actualmente tales empleos públicos, que más temprano que tarde, acabarán en vía muerta. Pero el problema que se avecinará (futuro indeterminado) no será menor, aunque ya nadie de quienes hayan convocado tales procesos esté entonces en activo y las responsabilidades de tal forma de actuar se diluyan en el tiempo como el azucarillo en el café. El tiempo siempre lo borra (casi) todo, aunque no sus consecuencias.

Me dirán, no obstante, que no cabe dramatizar. Y, sinceramente, no lo pretendo. Solo insisto en que es necesario ser prudente a la hora de proceder a hipotecar el gasto público de esa manera y, especialmente, a congelar ad infinitum puestos de trabajo que desarrollan tareas llamadas a extinguirse. Bien es cierto que no soy ningún ingenuo. Una vez ingresados en la función pública, los empleados están blindados. Al menos hasta hoy. Francia, en su reciente Ley de transformación de la función pública, ya ha adoptado algunas tibias medidas para enfrentarse a ese cambiante escenario que la revolución tecnológica provocará sobre el empleo en la Administración Pública (https://www.economie.gouv.fr/publication-loi-transformation-fonction-publique). Aquí ni olemos aún el problema.

Además, la función pública española tiene un dato a su favor, que sin ser economista simplemente lo intuyo y que, cabe prsumir, lastra cuando no desincentiva cualquier proceso de reforma: el empleo público (los casi tres millones de empleados del sector público) es un elemento estabilizador de la economía frente a las tasas de desempleo de este país que, siempre altas, se disparan en etapas de crisis económica. Por tanto, con una crisis en ciernes (que ya se barrunta en los datos de desempleo), no hay político que se precie que no le baile la danza a los sindicatos del sector público y apueste decidida (o forzadamente) por estabilizar todo lo que se le ponga encima de la mesa. Y así se hará. Estas ofertas de empleo público de estabilización lo son para aplantillar plazas que desarrollan (no en todos los casos, pero sí en bastantes) tareas rutinarias o de trámite que están condenadas a ser automatizadas a corto/medio plazo (por mucho que el sector público se resista, que lo hará, a esa imparable tendencia). No hablo aquí de la Inteligencia Artificial como estadio más avanzado de ese proceso, aunque los planos se entremezclen. Me limito a los primeros pasos de una automatización que impactará, nos guste más o nos guste menos, sobre innumerables empleos, también públicos, especialmente de aquellos que realizan esas tareas rutinarias o de trámite, que en la Administración son numerosísimos.

Dado que inevitablemente, como ya anuncian e incluso avalan algunos académicos, profesionales y jueces, el pragmatismo político-sindical se impondrá una vez más a la racionalidad tozuda y absolutamente ignorada o preterida, sería conveniente que, al menos, las Administraciones Públicas llevaran a cabo Estudios de prospectiva con análisis de demanda futura de servicios y de perfiles de empleos que se requerirán en los próximos diez años años (2020-2030). Asimismo, teniendo en cuenta el escenario inmediato de las jubilaciones masivas de buena parte de sus efectivos en los próximos años, también sería oportuno que tales estudios tuvieran como resultado una gestión planificada, pero sobre todo prudente de las vacantes que se vayan produciendo en el empleo público en cuanto a sus impactos de gasto público futuro que habrá de desembolsarse por las Administraciones para pagar nóminas de funcionarios desprovistos de buena parte de sus tareas; un gasto que se hará -todo hay que decirlo- en demérito de otras necesidades sociales. La política es, en efecto, el arte de priorizar sobre bienes y recursos escasos igualmente valiosos (aunque algunos lo sean más que otros). El único problema es que muchas decisiones que se están tomando últimamente hipotecan las decisiones futuras. Gana la inmediatez y la solución rápida. Es lo que hoy impera. No la visión de futuro. Ya se las arreglarán quienes vengan después. Como dijo Peter Drucker, “las soluciones de hoy, serán los problemas del mañana”. En este caso parece obvio que así será. Alguien tendrá que desatar el nudo. Y no será precisamente fácil, ni tampoco gratis.

miércoles, 10 de abril de 2019

Rafael Jiménez Asensio: Cuerpos de élite, directivos públicos y revolución tecnológica *

"Es oportuno preguntarse qué tipo de perfil de puesto, de funciones o de tareas, deberán desarrollar esos altos funcionarios en un futuro más o menos inmediato, cuando ya la automatización se instale entre nosotros y la Inteligencia Artificial entre con carta de naturaleza en el propio sector público"

“Ningún empleo humano que quede estará jamás a salvo de la amenaza de la automatización futura, porque el aprendizaje automático y la robótica continuarán mejorando” (Yuval N. Harari, 21 Lecciones para el siglo XXI, Debate, 2018, p. 50).

Por Rafael Jimenez Asensio . Hay Derecho blog. También cabe presumir que los impactos de la revolución tecnológica sobre las estructuras de la Administración Pública y funcionariales serán particularmente intensos, pero sus efectos se diferirán, por obvias resistencias internas al cambio o a la adaptación, hasta que ésta sea inaplazable. En cualquier caso, la pervivencia (por mayor o menor tiempo y con mayor o menor intensidad) de las funciones típicas del Estado comportará que, determinadas misiones estratégicas vinculadas con el ejercicio del poder público o de la autoridad, deberán seguir siendo ejercidas por altos funcionarios cualificados, que se habrán de seleccionar dentro de determinados ámbitos o canteras profesionales, muchas veces identificados con titulaciones universitarias jurídico-económicas o de la esfera de las ciencias sociales que, conforme avance la revolución tecnológica, son profesiones que -como se viene indicando-  están, sin embargo, condenadas a representar un papel cuantitativa y cualitativamente menor, también en la propia Administración Pública (R. y D. Susskind, 2016).

Pero sin entrar en mayores especulaciones sobre el futuro mediato y la pretendida fusión máquina/persona o la sustitución de esta última por aquella (Ferry, 2017; Sadin, 2018), sí que hay que ser conscientes de que el Estado (o las Administraciones Públicas) seguirán necesitando profesionales cualificados en ámbitos tales como la magistratura, la fiscalía, la abogacía, la inspección (en su más amplio sentido) o para el desarrollo de aquellas tareas prioritariamente cognitivas o de interrelación tales como la concepción de políticas, normas, programas o planes, así como –entre otras- el desarrollo de funciones diplomáticas o d técnicos comerciales. Y, por tanto, durante un período de tiempo (mayor o menor, según los casos) deberán seleccionar candidatos adecuados para el ejercicio de tales actividades profesionales, con criterios o exigencias que sigan dando un peso notable a los conocimientos y destrezas, pero sin descuidar las aptitudes y actitudes. Es, por tanto, oportuno preguntarse qué tipo de perfil de puesto, de funciones o de tareas, deberán desarrollar esos altos funcionarios en un futuro más o menos inmediato, cuando ya la automatización se instale entre nosotros y la Inteligencia Artificial entre con carta de naturaleza en el propio sector público (Ramió, 2019).

Hay, en primer lugar, un problema de definición funcional de tales empleos o actividades profesionales en la alta función pública, sobre todo si se mira al futuro no tan mediato. La digitalización y la automatización creciente (sin entrar ahora en el estadio de la Inteligencia Artificial), conllevarán que muchas de las tareas que actualmente llevan a cabo tales funcionarios cualificados sean parcialmente entonces desarrolladas por las máquinas, mientras que el papel de las personas será complementar y añadir valor cognitivo (resolución de problemas complejos) y  pensamiento crítico a lo que la automatización realizará cada vez de forma más perfeccionada (Hidalgo, 2018). La alta función pública requerirá, cada vez más, personas con elevadas dosis de creatividad, iniciativa, innovación y altamente resolutivas (Hamel, 2012), pero también dotadas de esa necesaria mirada crítica que de momento no podrá ser sustituida.

Amateurismo en la provisión de puestos directivos
Sin duda, buena parte de esos altos funcionarios, una vez ingresado en la Administración Pública, dirigirán su actividad profesional futura (pues serán la cantera imprescindible, aparte de posibles trasvases también entre lo público y privado; véase de nuevo el reciente proyecto de ley francés de transformación de la función pública) hacia el terreno de la dirección pública o de la gerencia pública (liderazgo ejecutivo). En este punto, desde un punto de vista estratégico, es obvio que el nuevo marco derivado de la revolución tecnológica apunta derechamente hacia una profesionalización de la dirección pública profesional, pues el actual amateurismo en la provisión de puestos directivos marcado por una ilimitada discrecionalidad política tiene los años contados, salvo que se quiera mutilar cualquier posibilidad efectiva de adaptación de la Administración Pública a la ineludible robotización y a la implantación de la Inteligencia artificial, y se pierda definitivamente la ola de la inevitable transformación del sector público. Por sus cualificaciones profesionales, pero especialmente por la acreditación de las competencias y capacidades que se deberán medir en los procesos selectivos y de provisión, estas personas –junto especialmente con los tecnólogos e ingenieros, así como científicos y matemáticos que sean funcionarios estables o que procedan de trasvases del sector privado- serán quienes sean llamados a desempeñar tales funciones directivas en el sector público. Y, si hay algún tipo de empleos que resistirá razonablemente bien el empuje de la revolución tecnológica, no cabe duda que uno de ellos es el de naturaleza directiva (como así lo constatan todos los estudios y ensayos sobre el empleo del futuro). Ello se debe principalmente a las especiales competencias y habilidades que se deberán acreditar para acceder a este tipo de posiciones directivas. Por mucho que avance el proceso de revolución tecnológica no se advierte que la máquina pueda sustituir el liderazgo directivo en el funcionamiento de las organizaciones públicas (otra cosa es que algunas de esas tareas directivas vengan facilitadas por esos procesos de automatización o de inteligencia artificial), pero la visión estratégica o la cohesión de equipos (por solo buscar dos ejemplos) son tareas directivas que, en principio, las harán mucho mejor las personas que las máquinas o los algoritmos (al menos, durante un período razonable de tiempo, luego la incertidumbre se apodera de cualquier escenario: Latorre, 2018).

Por consiguiente, los procesos selectivos para acceder a esas estructuras de la alta función pública deberán cambiar por completo en su diseño y trazado. No creo que, al menos con su concepción actual, puedan mantenerse por muchos años las pruebas selectivas individualizadas para acceder a determinados cuerpos de élite, con sus convocatorias singulares, sus programas específicos y sus clientelas de candidatos cerradas por cuerpos o escalas. Sin duda, esta observación se verá, desde determinados ángulos, como una herejía. Pero todo apunta que el horizonte mediato deberá tomar inevitablemente un sendero gradual de transformación o cambio hacia otro modelo de estructuración funcionarial y selectivo muy distinto. También, con el paso de los años, se irán contrayendo (por el propio empuje disruptivo de la revolución tecnológica) el número de plazas convocadas en las sucesivas ofertas de empleo que tengan perfil jurídico-económico o del ámbito de las ciencias sociales en beneficio de las titulaciones STEM. Si partimos de que las competencias y capacidades que se deberán exigir en un futuro más o menos inmediato a los altos funcionarios tendrán más que ver con conocimientos digitales o tecnológicos altamente especializados, con habilidades blandas (creatividad, innovación, empatía, comunicación verbal y oral, resilencia y capacidad de adaptación, gestión del estrés, trabajo en equipo, etc., así como con pensamiento crítico, aparte de que sepan obviamente resolver problemas complejos en su ámbito de actuación), parece obvio concluir que se debería caminar hacia una suerte de pruebas selectivas de acceso comunes en las que se valoraran toda esa serie de competencias y capacidades mediante instrumentos que poco o nada tendrían que ver con los que se utilizan en las actuales pruebas selectivas u oposiciones para lo que hoy en día son los cuerpos de funcionarios del grupo de clasificación A1 (cuya redefinición estructural se me antoja inaplazable a medio plazo). Ciertamente, habrá que seguir midiendo la capacidad cognitiva de tales aspirantes, pero también sus potencialidades en el desarrollo de tareas de interrelación o sociales, así como sus expectativas de crecimiento profesional y personal (aptitudes y actitudes). Por consiguiente, dada la validez que tienen determinadas pruebas (Gorriti, 2018), habría que apostar decididamente por la utilización de los test de inteligencia, pruebas de simulación o assessment center, entrevistas conductuales estructuradas y cualquier otro tipo de instrumento o herramienta selectivo que sirva para predecir adecuadamente que los diferentes candidatos disponen de tales competencias o capacidades, o mejor dicho que predicen que tales personas podrán adaptarse con relativa facilidad a los acelerados y permanentes cambios de sus entornos funcionales y organizativos, para lo cual se necesitará asimismo entereza psíquica, flexibilidad mental y equilibrio emocional (Harari, 2018). Todo ello sin perjuicio de que, una vez superada esta fase selectiva (que debería ser determinante) se puedan llevar a cabo una serie de batería de pruebas que midan la capacidad y el desarrollo cognitivo de tales aspirantes para resolver problemas complejos en sus ámbitos específicos funcionales de actuación. Todo ello implica innovar radicalmente el modelo de pruebas selectivas, tal vez mediante la configuración de centros de selección y captación de dirección y talento en el sector público, diseñados con autonomía de gestión, independencia funcional y con un funcionamiento continuo, que serían las unidades o entidades especializadas encargadas de reclutar, seleccionar y proveer los empleos cualificados del sector público y, asimismo, de la captación de personal directivo para ese mismo ámbito, cuando no de proveer de personal técnico cualificado a los diferentes programas, proyectos o misiones de carácter temporal, sobre los cuales descansará esencialmente –tal como se ha visto- el empleo público del futuro, caracterizado por su enorme volatilidad funcional y su inevitable y permanente mutación.  La política de recursos humanos pasará a ser, tal como se ha dicho, un sistema mixto en el que se entrecrucen técnicas de selección, con aprendizaje permanente (formación), junto con provisión y evaluación del desempeño, como herramientas híbridas o mixtas de una misma política sin líneas o actuaciones diferenciadas. También la contratación pública tenderá a unificarse en técnicas y modalidades con las políticas de recursos humanos, puesto que la figura del autónomo será omnipresente en las profesiones tecnológicas del futuro (Mercader, 2017; Flichy, 2017) y de ella en buena medida se deberá proveer también el sector público. La carrera profesional, tal como la entendemos hoy en día, solo pervivirá para la función pública permanente que, cabe presumir, será residual (al margen de lo que luego se dirá en los ámbitos de educación, sanidad y servicios sociales).

Junto a las actividades profesionales clásicas en el ejercicio de potestades públicas, desempeñadas por esos altos cuerpos del Estado o de las Comunidades Autónomas (y, en menor medida, de las entidades locales), las Administraciones Públicas deberán crear estructuras estables  de funcionarios altamente cualificados en el ámbito de las titulaciones STEM (o CTIM). Y esto, como ya se ha dicho, no será una batalla fácil, pues el mercado de trabajo ofrecerá casi con total seguridad mucho mejores expectativas de crecimiento profesional, aparte de ventajas económicas, a tales colectivos. Las pasarelas público-privado, como también se ha expuesto, serán permanentes y pueden difuminarse mucho tales espacios, hoy en día muy marcados. Además, el sistema actual de acceso a la función pública conlleva un marcado efecto de desaliento para este tipo de profesionales cualificados cuando de preparar oposiciones de trata, puesto que tales diseños selectivos siguen atados a la exigencia de memorización o preparación de largos y extensos temarios, un método ajeno a la formación especializada de esos nuevos profesionales de cultura tecnológica, científica o matemática, incentivados por la innovación y la creatividad, así como ávidos de aprendizaje práctico y de plasmaciones efectivas de su trabajo, algo que compatibiliza muy mal con el entorno burocrático-administrativo tradicional en el que está sumergida la función pública española.

Más tecnólogos
Sin embargo, las Administraciones Públicas deberán disponer de un núcleo duro, más o menos numeroso de profesionales tecnólogos de carácter permanente o estable que evite la total captura por parte del sector privado o por el mercado de ese ámbito de actuación nuclear en el futuro funcionamiento del sector público y ejerzan asimismo funciones directivas de contenido estratégico en las respectivas Administraciones o entidades del sector público. Por consiguiente, cabría presumir que, con el paso de los años, los funcionarios de élite de las Administraciones Públicas españolas ya no serán juristas ni economistas, sino ingenieros de datos, analistas de datos, expertos en Big Data, matemáticos, informáticos o físicos (entre otras cualificaciones profesionales). Para captar ese talento y fidelizarlo, las Administraciones Públicas deberán crear pistas de aterrizaje adecuadas y, en todo caso, modificar radicalmente los procesos selectivos hasta ahora existentes. Y no será tarea fácil. Hay mucho en juego, aparte de las resistencias numantinas que los actuales cuerpos de élite (de formación predominantemente jurídica o económica) plantearán frente a ese liderazgo emergente de los funcionarios procedentes de titulaciones STEM. El resultado final presumo que será claro: triunfo indiscutible de las titulaciones STEM. Pero llegar allí no será objetivo fácil porque algunos lo verán como una lucha de poder, cuando en verdad solo es un ajuste tectónico imprescindible de las estructuras administrativas y funcionales derivado de la imparable revolución tecnológica.

(*) La presente entrada es una versión adaptada de un pasaje de la ponencia “Doce tesis y seis hipótesis sobre la selección de empleados públicos y su futuro”, que se presentará en el Congreso organizado por el IVAP/EIPA, en Vitoria-Gasteiz, los días 10 y 11 de abril de 2019, sobre “Los procesos selectivos en la Administración Pública: experiencias en la UE y nuevos planteamientos para nuevos tiempos”.

lunes, 1 de abril de 2019

La (inevitable) transformación de la Función Pública

Los franceses desean un servicio público que se reinvente, se adapte a las evoluciones de la sociedad y a las necesidades de los ciudadanos (…)
 Es necesario refundar el contrato social que vincula a nuestros empleados públicos con el servicio a su país y llevar a cabo una transformación ambiciosa de nuestra función pública”
(Exposición de motivos del “Proyecto de Transformación de la Función Pública”, febrero de 2019)

Por Rafael Jiménez Asensio. La Mirada Institucional blog.- Es meridianamente clara la necesidad objetiva de adaptar la institución tradicional de la función pública a los cambios acelerados del entorno y, particularmente, a los desafíos inmediatos que se ciernen sobre la sociedad occidental (revolución tecnológica, globalización, nuevo régimen climático, envejecimiento de la población, desigualdad, migraciones, etc.), así como a las nuevas demandas con las que se deberá enfrentar el sector público en los próximos años, fruto de ese cambiante contexto. Nadie en su sano juicio lo duda, aunque en su mayor parte los gobiernos de este país, sean centrales o autonómicos, no hayan todavía olido el tema ni de lejos. Un contexto que, además, exigirá la adaptación continua. Sin respiro.

En una encuesta realizada hace poco tiempo en Francia, casi el sesenta por ciento de la muestra consideraba injustificable el estatuto de inamovilidad en la función pública, una prerrogativa que no tiene encaje con una sociedad en la que el empleo será mutante y la estabilidad un pío deseo de tiempos pretéritos que nunca volverán. El dualismo público/privado no podrá sostenerse mucho tiempo más. Asimismo, en el país vecino se constata que hay un buen número de usuarios que observan una degradación de los servicios públicos o, incluso, señalan el deterioro de los valores que se debían promover desde lo público, pues los consideran insuficientemente presentes.

Ni que decir tiene que enfrentarse a tales desafíos sumariamente citados, es materialmente imposible hacerlo con un cuadro normativo desvencijado y obsoleto o con leyes que no se plantean ninguno de los grandes desafíos que más temprano que tarde se deberán afrontar, además sin una planificación previa que diagnostique cuáles son los retos, a dónde se va y qué medidas se podrían adoptar para atenuar sus imparables efectos. Las leyes no cambian la sociedad, pero transformarla sin ellas o a pesar de ellas se vuelve tarea hercúlea. Contra ellas, misión imposible.

Pues bien, aparte de tener esa hoja de ruta, que hoy en día nadie tiene entre nosotros, convendría también modificar ese destartalado marco normativo que, representado por una Ley de apenas doce años (EBEP), ha envejecido, sin embargo, a marchas forzadas. Y, además, de haber sido ignorado en todas y cada una de sus palancas de cambio (ética, DPP, evaluación y carrera profesional), apenas ofrece hoy en día soluciones a los problemas que se atisban en el horizonte inmediato. Los acontecimientos se aceleran y los marcos normativos envejecen con una celeridad inusitada. Nuestras leyes de empleo público necesitan ser repensadas por completo. Algunos países, si bien con limitaciones derivadas de su propio contexto, están adaptando esos marcos normativos o, al menos, lo pretenden hacer.

El ejemplo que hoy quiero traer a colación es la burocrática, corporativa y mastodóntica función pública francesa (con más de cinco millones y medio de empleados públicos). Allí, tras un año de concertación social y negociación institucional, ha visto la luz el denominado Proyecto de Ley de Transformación de la Función Pública, que pretende poner la venda antes de que la herida sangre. Otra cosa es que lo consiga realmente. En efecto, un empleo público tan sobredimensionado será, probablemente, una fuente de problemas insalvables en un futuro más o menos inmediato, producidos por los fuertes desajustes que –entre otros muchos factores- se producirán con la irrupción de la automatización y la inteligencia artificial en el ámbito público. Como acabo de indicar, tal vez la iniciativa que han lanzado se quede pronto corta, pero al menos supone dejar constancia de la existencia de un problema, y que tal cuestión irá creciendo con el paso del tiempo. Y muestra, cuando menos, voluntad de afrontar algunas de sus dimensiones.

Cinco ejes de actuación
Este Proyecto de Ley tiene cinco ejes básicos de actuación, que puede ser oportuno resumir muy brevemente. A saber:

-La Ley persigue, dentro del respeto de las garantías de los empleados públicos, un diálogo social más estratégico y eficaz, mediante el cual la función pública pueda hacer frente con éxito a los innumerables retos con los que se deberá enfrentar en los próximos años.

-Tiene por objeto, asimismo, desarrollar instrumentos o herramientas que faculten a los responsables y directivos para llevar a cabo una gestión de recursos humanos más flexible, pudiendo recurrir a la contratación de personal sin necesidad de que las personas ostenten el estatuto de funcionarios públicos (algo que ya se venía haciendo en algunos sectores), también en empleos de dirección de la Administración del Estado. Se trata de captar talento del sector privado para cubrir nuevos perfiles directivos o técnicos que serán imprescindibles en el nuevo escenario que ya se alumbra. Se implanta así el contrato de proyecto o de misión, que tiene –por su propia naturaleza- la condición de temporal. La volatilidad de las necesidades del sector público en los próximos años no se puede hacer frente con el rígido estatuto de la función pública, que se mantiene, ciertamente, para determinadas funciones (“permanentes”) del Estado. ¿Es el principio del fin de la inamovilidad en la función pública? Tampoco hay que verlo así, pero aquí está incubado un cambio copernicano.

-Contrapunto de lo anterior, el proyecto citado pretende reforzar la transparencia y la equidad del marco de gestión del empleo público, que también lo simplifica. Tal como se indica, como primer empleador del país “la función pública debe ser ejemplar”. Esas nuevas posibilidades de contratación deben venir acompañadas de un respeto inequívoco de los principios de selección de empleados públicos, concretamente de la igualdad en el acceso, en función de la capacidad, virtudes y talento de los aspirantes. Todo ello implica, además, un reforzamiento del marco deontológico de la función pública (ya impulsado, entre otras, por la Ley de 21 de abril de 2016). La movilidad entre el sector privado y público comporta necesariamente incrementar los controles deontológicos, especialmente sobre las funciones más sensibles a ese trasiego público/privado.

-Las pautas de movilidad antes expuestas deben venir acompañadas de las también inevitables transiciones funcionales que se producirán en el empleo público francés en los próximos años, dentro de un marco de reorganización de servicios. Y ello implica políticas de acompañamiento y readecuación a aquellos funcionarios cuyos empleos (o, mejor dicho, tareas) se supriman (algo, no olvidemos, que se ha pactado con los sindicatos). Todo ello a través de una reforma en profundidad de la política de formación o de aprendizaje permanente, que será clave en los años venideros para amortiguar (o al menos intentarlo) los devastadores efectos que la revolución tecnológica tendrá también sobre infinidad de tareas y no pocos empleos de la función pública. También se prevén planes de salida (o jubilación) anticipada. Al menos, hay percepción del problema y se intentan poner medidas. Otra cosa es que sean suficientes y no se queden cortas en breve plazo.

-Y, en fin, el texto se cierra con un conjunto de medidas dirigidas a reforzar la igualdad profesional en la función pública. La ejemplaridad que debe mostrar siempre y en todo caso la función pública, obliga a llevar a cabo las mejores prácticas de gestión que sirvan como espejo a la sociedad, como por ejemplo las relativas a la igualdad entre mujeres y hombres, así como a la lucha contra toda forma de discriminación.

Estos son, a grandes rasgos, los ejes de esa transformación de la clásica y tradicional función pública francesa, que se pretende llevar a cabo mediante un proceso de adaptación a una realidad cada vez más acelerada y cambiante que, nos guste más o menos, afectará radicalmente a la configuración de esa institución que desde hace menos de dos siglos conocemos como función pública. No hay nada eterno, tampoco las instituciones. Menos aún si aquellas no se adaptan.

En fin, si analizamos esta iniciativa desde nuestra pobre y plana realidad político-institucional, solo se puede concluir que, como ha sido habitual en nuestra historia, una vez más nos estamos quedando atrás. Ni gobiernos, ni partidos, ni sindicatos, han incorporado la mayor parte de estos desafíos en su agenda política inmediata. En esta ya eterna y cansina campaña electoral, los retos a los que se debe enfrentar la Administración Pública en un inmediato futuro, ni están, ni al parecer se les espera. Por tanto, no voy a exponer aquí las escasas propuestas que se han deslizado por parte de algunas fuerzas políticas en liza ya sea en actos públicos, entrevistas o incipientes programas electorales, ni menos aún me detendré a examinar las demagógicas ocurrencias de quienes pretenden con un inevitable gobierno minoritario o, en su caso, cogido con pinzas, reformar algo de un edificio que se cae a pedazos por todos los costados. Sin consenso transversal nada de esto será posible.

En verdad, no está habiendo ninguna propuesta política de interés que comporte cambiar las envejecidas reglas de juego del (mal) funcionamiento del sistema administrativo y del ineficiente modelo de gestión de personas en las Administraciones Públicas. No basta con decir que se “desarrollará el EBEP”, que se “evaluará el desempeño” y se adecuarán las retribuciones a los resultados de la gestión o que se modificarán los procesos selectivos (por no hablar de otras ocurrencias “lingüísticas”), los desafíos son de tal magnitud que no visualizarlos ni tampoco afrontarlos es de una enorme irresponsabilidad colectiva.

La pobreza del debate político sobre estos y otros muchos temas es supina. Sobre el empleo público en España, que aglutina a más de tres millones de personas, lo fácil en campaña es no decir nada y menos aún ser portador de malas noticias (pues son muchos votos directos o indirectos). Mejor hacer populismo barato, que al fin y a la postre es lo que están haciendo todas las candidaturas en liza, con los diferentes instrumentos que cada una tiene en su mano. No hay ninguna seriedad en las propuestas y menos aún iniciativas realmente transformadoras. Tampoco en la reciente propuesta gubernamental de Oferta de Empleo Público, que sigue anclada -como bien ha afirmado Francisco Longo- en reponer empleos con fecha de caducidad y no en invertir en puestos que desarrollen tareas cognitivas (esto es, las que demanda el futuro).  No se trata solo de “rejuvenecer”, sino también de “transformar”. La hipoteca sindical pesa.

La institución de la función pública está sumida en un profundo sueño. Adormecida por una politización intensa por la zona alta que castra cualquier desarrollo profesional efectivo, blindada por un empleo inamovible cuando en el entorno que le rodea todo es efímero, bulímica en derechos y anoréxica en valores, colonizada por un corporativismo rancio y un sindicalismo voraz que vende un falso igualitarismo y protege a una amplia casta de empleos condenados a contraerse cuando no a desaparecer, así como desconocida o ignorada por una ciudadanía y por unos medios de comunicación ciegos o ignorantes de lo que allí sucede,  la Administración y la función pública española están en fase de acelerada descomposición. Y a nadie parece importarle, menos aún a unos partidos cuya única pretensión es tocar poder o mantenerse en él, colocando a los suyos y descolocando a quienes no lo son o no los consideran como tales. Mientras tanto, algunos países transforman (o, al menos, lo intentan) sus estructuras y otros mantenemos intacto lo que hay, hasta que algún día el edificio en su conjunto se desmorone, sin que hayamos sido incapaces de percibir a lo largo de todos estos años lo dañado que estaba en sus cimientos. NOTA: Se puede consultar el citado Proyecto de Ley, en el siguiente PDF:  PROJET DE LOI DE TRANSFORMATION DE LA FONCTION PUBLIQUE