Ante una decisión aparentemente tan sencilla
como fomentar el
uso de un escudo de protección bidireccional, que evite
fundamentalmente el contagio hacia otros y sólo hasta cierto punto el ser contagiados
(dependiendo de la mascarilla dejan pasar entre un 60 y un
97% de las partículas virales), el exceso de
confianza de los políticos y la
incertidumbre hacia cómo se comportará la población plantea retos como los
siguientes:
1.- Se teme (especialmente en los primeros
días) la sobrerreacción de los individuos, que puede llevar al desabastecimiento de mascarillas (y
otras intervenciones físicas), cuando la producción de las mismas no alcanza y
su disponibilidad es esencial para los pacientes infectados y los profesionales
sanitarios.
2.- La falsa sensación de
seguridad que crea tener una barrera de protección, puede
llevar a comportamientos contrarios a los que se pretenden evitar, provocando
que la población no cumpla el confinamiento o sea menos prudente con otra
medidas necesarias y complementarias (higiene de manos, distancia de
seguridad), especialmente cuando se empieza a anunciar que se relajarán
gradualmente las medidas de confinamiento.
3.- El incorrecto uso de algo tan sencillo como una mascarilla, que puede
llevar a extender el contagio en lugar de evitarlo. Aunque parezca paradójico,
basta mirar la imagen que ilustra este post para comprobar lo fácil que resulta
emplear un medio de protección incorrectamente: la incomodidad que comporta
llevar la mascarilla puede fomentar que nos toquemos la cara más frecuentemente,
que se retire inadecuadamente por la zona frontal en lugar de por detrás, que
cubramos con la mascarilla únicamente la boca y no otras vías de contagio como
la nariz, o que no se limpien correctamente o se desechen (dependiendo del
tipo) las mascarillas ya utilizadas.
4.- La incertidumbre sobre la efectividad de distintos tipos de equipos
de protección individual (“EPIs”), cuando existe evidencia de que en epidemias anteriores como el SARS o la gripe A fueron efectivas. Aún más importante, cualquier protección incluidas las caseras son preferibles
que ninguna protección (ver aquí).
5.- El componente de seguimiento social (“herding”) de su uso.
La propia evolución de la epidemia ha llevado a que en culturas occidentales
hayamos pasado de un equilibrio en el que ridiculizábamos a quien llevaba
mascarilla por la calle (a estigmatizarlo, en suma) a otro, más cercano al
asiático, en el que nos sentimos culpables por no llevarla. Coordinar el paso
de un equilibrio a otro, sin provocar una crisis de pánico que agrave el
desabastecimiento, es especialmente complejo dada la sensibilidad de la recepción
a los mensajes que envían las autoridades políticas y sanitarias.
6.- El paso al equilibrio del uso de
mascarillas, debe enmarcarse en un contexto
de normas sociales, en el que se enfatiza que cada individuo
debe actuar de manera responsable. Esto incluye el uso correcto de la
mascarilla, pero también el lavado de manos, el distanciamiento social y,
finalmente, la protección más efectiva, el cumplir el confinamiento. De esa
forma, el uso de la mascarilla estaría asociado a otros comportamientos positivos,
generándose así hábitos beneficiosos.
En los últimos días, destacados economistas
han escrito artículos académicos aportando datos que podrían informar y
facilitar las decisiones de políticas de salud pública. Ha tenido especial
impacto un artículo de
Abaluck y otros coautores de la Universidad de Yale, donde se estima que el beneficio social del uso
adicional de cada mascarilla por parte de la población podría estar entre 3.000
y 6.000 dólares (aunque existen algunas dudas sobre su metodología de
estimación). Creemos que esa debe ser la contribución de los científicos
sociales en estos días: aportar elementos para el debate, ayudando de esta
forma a informar las decisiones políticas, alertando a quienes tienen que
adoptarlas de sus posibles consecuencias, y a contribuir a que éstas se
anuncien y pongan en práctica de forma que la ciudadanía las entienda y
comparta, porque confía en el criterio adoptado. Como economistas de la salud y
del comportamiento, nuestra labor debe centrarse en anticipar las posibles
reacciones de la población hacia ciertas medidas que, necesariamente, deben
gozar de un respaldo epidemiológico y sanitario que no nos corresponde a
nosotros juzgar. En este sentido es especialmente preocupante que algunas
políticas manifiestamente equivocadas, como la tardía adopción de medidas en el
Reino Unido, justificadas sobre la base de “sesgos psicológicos” como la
posible “fatiga” de la población ante un confinamiento prolongado, fueran promovidas por
destacados economistas del comportamiento.
Nos gustaría, por el contrario, no contribuir
a la desinformación y la desconfianza, ayudando a la población a comprender la
complejidad que entraña recomendar la utilización generalizada de mascarillas,
así como la necesidad de coordinarse, a través de las recomendaciones
oficiales, con comportamientos solidarios que tengan en cuenta las
externalidades del comportamiento individual en la evolución de la epidemia y
la disponibilidad real de recursos. Una de las recomendaciones más sensatas que
podemos realizar sería que desde los poderes públicos se desplegase una
política de información balanceada, con tres mensajes básicos: 1) la
disponibilidad de mascarillas es un bien público efectivo, cuyo asignación debe
priorizarse de la forma más eficiente posible para frenar la epidemia
(preferencia de sanitarios y mayores vulnerables); 2) cualquier mascarilla,
incluso las de fabricación casera, puede ser útil para interrumpir la cadena de
contagio (mitigando el contagio asintomático), no tanto porque evite ser contagiado,
sino porque evita contagiar a otros (siempre que se usen de manera adecuada);
3) pero no por llevarla deben descuidarse otras medidas, tanto o más
importantes, como es el distanciamiento social y la higiene de manos, de cuya
complementariedad se deriva el mayor éxito para la prevención de la infección. Complementar esta información pública, teniendo en
cuenta las indicaciones de este post
anterior, con instrucciones sobre el correcto uso (y desuso) de las
EPIs o sobre la fabricación de
mascarillas caseras, en una situación
de escasez de oferta, parece también ir en la buena dirección. De confirmarse
las recientes investigaciones que parecen sugerir que el
SARS-CoV2 puede transmitirse mediante micropartículas en
suspensión en el aire, seguramente nos veamos abocados a un futuro inmediato en
el que tendremos que aprender a vivir y convivir con mascarilla.
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