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sábado, 18 de abril de 2020

Lo público-privado en la pandemia


Revista de prensa. Por Francisco Longo. el Economista.com.- Sin duda, como han destacado numerosas opiniones publicadas en los últimos días, la crisis del coronavirus está poniendo de manifiesto la importancia del estado. No solo porque la salud pública -que hoy quiere decir protección para todos frente a la pandemia- es estrictamente un bien público, es decir, una necesidad social que el mercado como ocurre con la justicia, la defensa, la diplomacia o el orden público- no puede satisfacer. También, porque un país dotado de un sistema de sanidad pública universal como el nuestro se halla, a la hora de hacer frente al virus, en mejores condiciones que aquellos que carecen de una sanidad financiada con impuestos, incluyente y extendida al conjunto del territorio y la ciudadanía.

En realidad, una pandemia global es un escenario en el que los libertarios, aquellos que defienden el estado mínimo a lo Robert Nozick, no pueden encontrarse demasiado cómodos ¿Cómo abordar, con los escasos mimbres públicos que ellos toleran, un desafío de tal dimensión, más allá del "sálvese quien pueda"? A pesar de todas nuestras fragilidades y divisiones, que son muchas, los europeos podemos felicitarnos de haber sido capaces de construir estados de bienestar en los que el aseguramiento público de la salud de las personas es una pieza esencial. Cualquiera que sea la duración y consecuencias de esta crisis, y a pesar del sufrimiento que nos está produciendo, estaríamos mucho peor sin esos modelos de estado que alumbramos tras la última gran guerra y que hoy intentamos, no sin dificultades, hacer sostenibles.

Europa debe felicitarse por haber sido capaz de crear un Estado del Bienestar real
Dicho esto, conviene destacar que en una crisis como la actual, que exige la movilización de todos los recursos de la sociedad, el papel de los actores económicos y sociales no estatales resulta también valioso e imprescindible. Empezando por la sanidad privada que representa una tercera parte del esfuerzo económico del país en este campo y que, intervenida ahora en el marco del estado de alarma, va a suponer un refuerzo importantísimo a la movilización de recursos frente al virus. Siguiendo por compañías que están realizando, con importantes esfuerzos adaptativos y en condiciones difíciles, una aportación vital a la provisión de bienes y servicios esenciales. O aquellas que, desde otros sectores, como la hostelería, han puesto sus activos a disposición de las autoridades sanitarias. Y continuando por multitud de organizaciones no lucrativas que complementan la acción de los poderes públicos en la atención a los más vulnerables.

Por eso, junto al personal de la sanidad pública, al que no olvidamos ni un momento, merecen nuestro agradecimiento y aplauso un gran número de trabajadores del transporte, la logística, la distribución, la tecnología, la alimentación o los cuidados, cuyos trabajos se desarrollan extramuros de la fortaleza estatal. Es más, hay que decir abiertamente que la ingente tarea de reconstrucción de nuestra economía y nuestra sociedad que nos aguarda tras la pandemia solo será posible con un esfuerzo de colaboración público-privada de una envergadura e intensidad desconocidas hasta ahora. Así se apuntaba ya en la llamada del Presidente del Gobierno al sector privado en su presentación del decreto-ley de medidas económicas frente a la crisis.

Sin un sector público potente hubiera sido imposible hacer frente a la epidemia
Por todo eso, sería importante que las voces, habituales en nuestra esfera pública, que aprovechan cualquier oportunidad para confrontar lo público con lo privado, se moderasen. Entremezcladas con los merecidos elogios a la sanidad pública, esas voces ya han empezado a oírse, en algún caso con estridencia y procedentes de altos responsables políticos. No deberíamos extrañarnos. En El Futuro del Capitalismo, escribe Paul Collier que, tras la última gran recesión, la frustración de la gente "ha proporcionado un enérgico impulso a dos especies de político que esperaban al acecho: los populistas y los ideólogos". Y añade: "la última vez que el capitalismo descarriló, en la década de 1930, sucedió lo mismo". En estos tiempos de amenaza y sufrimiento colectivo, ambas especies siguen ahí, manipulando a su medida el razonamiento o las emociones e intentando arrimar el ascua a su sardina, fieles a su empeño de polarizar y separar territorios, comunidades, grupos sociales o personas. En esta tesitura crítica en la que nos hallamos, nos conviene a todos no escucharlas.

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