"Tras años de banquete de derechos y ayuno de valores, el empleo público marchita y las organizaciones públicas (al servicio de la sociedad, no se olvide) se muestran cada vez más inadaptadas a los retos del presente y futuro"
“Al
entregarme el decreto de disolución, Sagasta me dijo: ‘No olvide nunca que las
cuestiones referentes a las personas son en Palacio las más difíciles” (Conde
de Romanones, Notas de una vida, Marcial Pons, Madrid, 1999)
Por Rafael Jiménez Asensio. Blog La Mirada Institucional.- Día
8 de enero de 2018. Suena el despertador y, salvo contadas excepciones,
centenares de miles de empleados públicos acuden de nuevo a sus puestos de
trabajo tras unas largas vacaciones navideñas. Algunos comenzaron la pausa
vacacional a mediados de diciembre e incluso antes. Acumulaban muchos “canosos”,
“moscosos” o días de vacaciones pendientes. Con plantillas envejecidas,
los días de permisos por canosos crecen y en algunos casos se conceden
hasta meses sabáticos tras años de “fidelidad” al servicio público (¿pero
alguien se va de la Administración Pública una vez entrado?: habas contadas).
La
verdad es que, con el paso de los años, los ritmos de la Administración Pública
y los calendarios de trabajo de los funcionarios cada vez se asemejan más a los
del sector educativo. Sin apenas darnos cuenta, organizando bien los
calendarios y jugando con festivos o puentes (lo que el profesor Ramió denomina
acertadamente “hacer ingeniería” con tales derechos), nos hemos encontrado con
que buena parte de los empleados públicos disfruta de unos dos meses de
vacaciones a lo largo del año. Frente al duro trabajo, es bueno reponer
fuerzas.
Moscosos navideños
No
obstante, hacer gestiones en la Administración Pública del 22 de diciembre al 7
de enero se convierte en una tarea hercúlea. Las oficinas administrativas están
(casi) desiertas, al igual que los períodos vacacionales de semana santa o del
mes de agosto (en algunos casos desde mediados de julio hasta mediados de
septiembre la mayor parte de las plantillas está disfrutando su merecido
descanso). El problema no es solo que las condiciones de trabajo de esos
empleados públicos sean, en cuanto a licencias, permisos y vacaciones, mucho
mejores que las existentes en el sector privado, lo que sorprende realmente es
que tales empleados huyan en masa por oleadas sincronizadas hacia el descanso
vacacional, dejando las oficinas públicas y los despachos con las mesas,
ordenadores apagados y sillas vacías. Son, durante ese largo lapso temporal,
oficinas-fantasma. Y el día 8 E a contarse dónde han estado. Luego a la faena
cotidiana: a repescar los expedientes dormidos. Vuelve la rutina.
Con
esa perversa práctica, por mucho que se diga o por mucho que se justifique que
siempre se queda un retén, los servicios públicos se resienten. La
discontinuidad del trabajo público no es buena. Arrancar de nuevo cuesta, sobre
todo cuando es la práctica totalidad de la máquina parada por semanas la que se
pone en marcha otra vez y, asimismo, “resetear” la organización tras el
prolongado periodo vacacional de tantos a la vez no es fácil. Los proyectos se
han quedado también durmiendo la larga siesta, y no solo se deben desperezar
las personas sino igualmente aquéllos. La Administración pública sigue
gobernándose por el “tiempo del reloj industrial” (en expresión de Judy
Wajcman; véase el post-reseña sobre su libro Esclavos del tiempo) cuando
la era digital se le ha echado completamente encima: se sigue apoyando en un
“presentismo” (no pocas veces improductivo) y se continúa diferenciando
tiempo de trabajo (en su inmensa mayoría presencial) frente al tiempo de ocio,
en el que el empleado público “corta por lo sano” o “baja la ventanilla” y se
acabó. Desconexión radical. Y hasta la vuelta.
Conquistas sociales que pagan los ciudadanos
La
ciudadanía (la que contribuye con sus impuestos a que los empleados públicos
cobren sus retribuciones en compensación por la prestación de sus servicios) no
sabe prácticamente nada de lo que pasa intramuros de la propia Administración.
No es una cuestión de más o menos transparencia, es algo vinculado a un
(perverso) funcionamiento de la organización y tiempo de trabajo en el sector
público construido a través de pactos espurios, principalmente debido a la
enorme debilidad del empleador y a “las conquistas” (algún responsable público ha
empleado una expresión más dura: “los saqueos”) sindicales de los recursos y
bienes (el tiempo de trabajo lo es) del servicio público. Unos empleados
públicos que mediante una negociación colectiva mal planteada en su finalidad
han ido sumando (por acumulación) derechos, a pesar de las dificultades por las
que atravesó (y atraviesa) el sector público en la etapa de contención fiscal.
Durante algún tiempo se congelaron o redujeron esos derechos, pero cuando olía
a elecciones se volvieron a reponer. Así, como repito una y otra vez (tomando
la idea prestada de Lamberto Maffei), hemos construido un empleo público con
una clara bulimia de derechos y una evidente anorexia de valores.
Teletrabajo andaluz
Teletrabajo andaluz
Estas
vacaciones navideñas el ciudadano ha conocido, además, una noticia que me atrevo
a calificar de preocupante, cuando no de escandalosa. Una sentencia del
Tribunal Constitucional de 12 de diciembre de 2017 declaró inconstitucional la
jornada semanal de treinta y cinco horas establecida para los empleados
públicos por un Decreto-Ley (2/2016) de la Junta de Andalucía. Ni corta
ni perezosa (para estos temas la pereza político-administrativa-sindical
desaparece de un plumazo), la Junta de Andalucía y los sindicatos llegaron a un
expeditivo e improvisado acuerdo para aplicar la jornada de 37 horas y media
que tiene carácter básico (http://www.juntadeandalucia.es/boja/2017/246/1).
El acuerdo –resumiendo- consiste en que los empleados de la Junta (que se
cuenta por decenas de miles, sino centenares) harán las dos horas y media de
diferencia fuera del centro de trabajo, normalmente por medio de “teletrabajo”;
es decir, en su domicilio. El papel lo aguanta todo: cualquier lector
mínimamente avezado es consciente de que el citado acuerdo es un compromiso
chapucero para salir del paso, por mucho que se vista con retórica vacua o con
remisión a normas. Seré prudente en el juicio, pero ese acuerdo, amén de
bastardear una institución importantísima en el ámbito del empleo público como es
el trabajo a distancia, es una auténtica tomadura de pelo a la ciudadanía y a
la propia resolución del Tribunal Constitucional. Por mucho que se disfrace con
una finalidad (“mejorar la calidad de las tareas”) o con alguna medida
razonable (formación en materia digital o idiomas), no se oculta la dificultad
de que esos miles de empleados públicos se dediquen en su domicilio realmente a
“la preparación y revisión de las actividades que son propias de su puesto de
trabajo” y, no opten (al menos, en algunos casos, que de todo habrá), por
tomarse una cervecita con berberechos en ese “tiempo de trabajo”. Cuesta
grandes esfuerzos y un notable sistema de gestión llevar a cabo un correcto
seguimiento y evaluación de una actividad de teletrabajo en las Administraciones
Públicas cuando solo se despliega sobre unas decenas o centenares de puestos de
trabajo, como para pretender que todas esas decenas o centenares de miles de
empleados públicos sean fiscalizados de forma eficiente por una organización
que no ha creado instrumentos ni tiene capacidad efectiva para tan compleja
gestión. Decir lo contrario es engañar a la ciudadanía. Basar el resultado de
esa ocurrencia sindical en la buena voluntad de los empleados públicos es un
pío deseo. Además, hay empleos que por las intrínsecas características de sus
funciones y tareas no encajan en absoluto con esa modalidad de jornada de
trabajo, salvo que se aplique a cuestiones formativas por vía telemática (pero
son muchas horas anuales solo para esa finalidad). No veo sinceramente a un
camillero o un conserje haciendo prácticas para mejorar la calidad de su
servicio por el pasillo de su casa, como tampoco visualizo al personal de
oficios, subalterno, auxiliar o administrativo, incluso, haciendo “trabajo de
su especialidad” en el salón de su domicilio o en la cocina. De los trabajos
técnicos, también habría que hablar mucho sobre cómo controlar y evaluar si
realmente hacen lo que debieran hacer y no otra cosa. Que algunos con sentido
de la responsabilidad lo harán, sin duda. Que otros se inclinarán por el
escaqueo, también. En fin, la Junta y los sindicatos han trasladado el viejo
“pase foral” a tierras andaluzas: “se obedece, pero no se cumple”. Así están
las cosas. El TC, mientras tanto, enmudecido.
Nuevo libro de Carles Ramió y Miguel Salvador
Y
todo lo anterior es solo para abrir boca. A modo de aperitivo. Estos días he
estado leyendo el texto (aún provisional) del que será el nuevo libro de Carles
Ramió (quien tuvo la amabilidad de remitírmelo antes de vacaciones), escrito en
colaboración con el profesor Miquel Salvador, cuyo enunciado es bien
ilustrativo y necesario (La nueva gestión del empleo público. Recursos
Humanos e Innovación de la Administración), pero más aún lo es su
contenido, dado que en algunos pasajes (sobre todo en su primera parte) los
autores hacen una encendida defensa de la Administración Pública como
institución y plantean abiertamente la necesidad de “suprimir los privilegios
laborales de los empleados públicos” con el fin de salvaguardar la
supervivencia institucional futura del sector público. Este libro es
valiente, oportuno y crítico, pero además incluye numerosas propuestas para el
debate y su posible aplicación. A nadie dejará indiferente: ni a los políticos,
ni a los sindicatos, ni a los empleados públicos, ni a la academia, ni menos
todavía a los ciudadanos interesados por la cosa pública. Tomen nota: el
libro aparecerá en los primeros meses de 2018, y tiempo habrá de comentarlo.
Simplemente me limito a anunciar una futura publicación que, junto a otras que
han aparecido recientemente y también comentadas en este u otros espacios
digitales, abordan un tema enterrado por la agenda política y que a no dudarlo
esa absoluta dejadez sitúa a España como un país con un subdesarrollo
institucional en materia de empleo público sencillamente clamoroso.
Nada ha
cambiado desde el siglo XIX o principios del XX, solo el decorado. Nadie lo
quiere ver, pero la realidad cada día que pasa nos pone más en su sitio (“en la
cola de las democracias avanzadas”, si es que nos podemos incluir entre ellas).
Tras años de banquete de derechos y ayuno de valores, el empleo público
marchita y las organizaciones públicas (al servicio de la sociedad, no se
olvide) se muestran cada vez más inadaptadas a los retos del presente y futuro.
A ver si alguien toma nota de ello y abre los ojos en 2018. O a ver si algunos
se enteran. Cuando la Administración Pública se desperece. Que en este tema, al
parecer, va para largo. Para mal de todos. Perdón, de casi todos. Algunos están
en zonas de confort. Y ahí pretenden seguir ad calendas graecas,
mientras usted se lo permita.
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