“Ante trastornos de semejante magnitud, una sociedad sólo puede reaccionar constructivamente o limitarse a padecerlos” (Philippe Blom, Lo que está en juego, Anagrama, 2021, p. 187)
Por Rafael Jiménez Asensio. La Mirada Institucional blog.- Hace casi un año, tras unos episodios climatológicos extremos y algunos incendios desbocados (de “sexta” generación), Phillip Blom escribió un impactante artículo en el diario El País: “2021, un verano sin esperanza” (https://elpais.com/opinion/2021-08-15/2021-un-verano-sin-esperanza.html.).
En efecto, hemos llenado el mundo de la política mundial, europea o nacional, de eslóganes e ideas fuerza muy bonitos, pero bastante vacuos, tales como “no dejar a nadie atrás”, Europa o España Verde, sostenibilidad medioambiental, salvar el planeta, los ODS de la Agenda 2030, economía circular, contaminación cero, y un largo etcétera; mientras que día tras día, mes tras mes y año tras año, España es menos verde, menos sostenible, se están quedando atrás innumerables ciudadanos, la huella de carbono no cesa y la transición ecológica es mucho más dura y difícil de lo que nos habían contado los complacientes discursos europeos, nacionales, autonómico o locales. La sostenibilidad es una idea que, de gastada, corre el riesgo de quemarse también. Como también decía Blom, “el lavado de imagen ecologista se ha convertido en una industria lucrativa”.
La política está mostrando, efectivamente, unas elevadas dosis de inefectividad y una evidente demostración de impotencia para resolver o siquiera sea atenuar los zarpazos cada vez más intensos del cambio climático sobre una España literalmente abrasada por temperaturas insufribles, pero también por incendios año tras año, cuando no –yéndonos al otro extremo- por inundaciones por doquier. La situación empeora por momentos. 2022 está siendo insufrible. Las olas de calor se anticipan en el tiempo y duran más; se eternizan, para desconsuelo de una desarmada ciudadanía, que padece como puede sus consecuencias.
Frente a un fenómeno aparentemente silente, pero ya evidente, la política, en efecto, ofrece un abanico de soluciones plasmadas en declaraciones de intenciones que nunca se cumplen. El contexto manda, y el actual marco sanitario, económico, térmico y geopolítico no ayuda precisamente. En el reciente debate sobre el estado de la nación, el cambio climático y sus efectos sobre España no han merecido apenas atención alguna, al margen de puntuales propuestas de resolución que se ligaban directa o indirectamente a este fenómeno. El aire acondicionado del Congreso de los Diputados, de sus vehículos, despachos o domicilios, han hecho olvidar fácilmente a los políticos cómo afrontan el común de los mortales esas olas de calor, esos incendios o las innumerables consecuencias que tales fenómenos provocan. Sólo quienes están en primera línea de fuego o especialmente afectados, se involucran. Y los padecen. No queda otra. Pero ya es tarde, el mal está hecho.
España en los próximos años (no hay que esperar, como luego diré, al 2050) padecerá en su mayor parte unos efectos todavía más devastadores como resultado del cambio climático. Y de esta tendencia, con impronta desigual, prácticamente ningún territorio se librará. El fenómeno es muy diferente al de la España vaciada, aunque allí se recrudezca por el abandono de montes y bosques, consecuencia del evidente fracaso de las políticas de prevención en el análisis de riesgos medioambientales y de incendios. La España abrasada más tarde o temprano afectará a todo el territorio. Ninguno quedará al margen, por mucho que la comparación siempre a algunos alivie, al esgrimir que quienes tengan temperaturas estivales de más de 50 grados no será lo mismo que quienes padezcan 40 grados. En fin, consuelo de tontos. Los recursos hídricos escasearán. Y el turismo terminará “aterrizando” en zonas más habitables. Este mismo verano da lástima observar cómo no pocos turistas padecen las altas temperaturas en su ansiado e idílico viaje estival. Sólo hay que ver sus caras.
Si la política no está teniendo capacidad de enfrentarse realmente a este problema, al margen de los instrumentos retóricos tan queridos por una comunicación de mentiras, la Administración tampoco ofrece instrumentos de gestión que puedan dar soluciones adecuadas para atenuar los efectos de tales olas de calor. El recurso a las “recomendaciones” es escasamente efectivo. Si no hay capacidad política, tampoco la hay ejecutiva. El enfoque preventivo de las políticas (tanto en materia de protección civil, salud pública, consumo energético y alimentario responsable, movilidad sostenible, comportamientos adecuados en el monte, etc.) es escaso, tardío, aislado sectorialmente, con recursos financieros y humanos limitadísimos, y carente de una visión holística e integral, fragmentado por unas administraciones territoriales que funcionan como compartimentos estanco frente a un problema que no conoce fronteras, ni límites nacionales, autonómicos o locales. Un complejo mosaico de competencias no facilita la tarea. También en cada Administración las responsabilidades se encuentran atomizadas en silos departamentales (cuando no de DDGG) que se ocupan cada uno de ellos de un fragmento del problema (protección civil, seguridad, salud pública, consumo, energía, movilidad, agricultura y alimentación, etc.). Está claro que, con los mimbres arcaicos de hacer política y de gestionar la Administración Pública, enfrentarse a problemas de las magnitudes que comporta el cambio climático es prácticamente imposible. Sin otra visión más integral, transversal o propia de misiones o proyectos compartidos, con liderazgos ejecutivos reforzados por las situaciones de emergencia, nada se podrá conseguir. Todo lo más sobrellevar el problema.
El nuevo régimen climático, del que hablara Bruno Latour en 2017, ya está aquí, en plena efervescencia. Y nos ha cogido sin haber hecho apenas los deberes de la Agenda 2030, con sus ODS olvidados o utilizados como adorno de documentos, discursos, normas y políticas, sin efectividad alguna. La década de la acción de la Agenda 2030 (2021-2030) está consumiendo su primer tercio sin que apenas nada se haya hecho. Un balance hasta ahora paupérrimo. La pandemia atrasó su puesta en marcha. Pero, la recuperación, asentada en esos pilares que dibujó el Mecanismo de Recuperación y Resiliencia y el PRTR español, se ahoga en decenas de miles de acciones micro cuarteadas a las que es francamente difícil buscarles un hilo conductor que promueva en verdad el cambio de modelo productivo y energético que enderece la sostenibilidad medioambiental y la reducción de la dependencia de los combustibles fósiles, hoy en día prácticamente imposible de revertir. Cunde el pesimismo.
Mientras tanto, la ciudadanía tampoco se caracteriza precisamente por encarar el problema con conciencia efectiva, responsabilidad y tesón. Hay un núcleo ciudadano activo y limitado; pero la mayoría sobrevive al problema y lo olvida en cuanto la crisis pasa. La España abrasada se padece como una suerte de mal bíblico, en la que su población se busca la vida para salir lo menos damnificada posible de una situación en muchos casos insostenible. Los medios de comunicación construyen reportajes banales con opiniones ciudadanas a cual más estúpida sobre cómo combatir los calores extremos. En esta sociedad individualista y consumista, egoísta hasta el infinito y solidaria solo de boquilla, lo importante es vivir el día a día. A nadie (o a muy pocos) le importa el futuro, mucho más abrasador e inhabitable de lo que ahora sólo se anuncia. No quieren oír malas noticias, tampoco que nadie les cuente que tendrán que adoptar sacrificios sinfín (vivir peor y con muchas menos comodidades que las actuales) si quieren contribuir a que esto pueda tener algún remedio por pequeño que sea, y no dejar un mundo inhabitable a las próximas generaciones, como todo apunta. Nos estamos cargando, antes de construirlo, el “pacto intergeneracional”, uno de los pilares del nuevo contrato social que defendiera Minouche Shafik. Luego no pidamos que las generaciones jóvenes y las futuras sean solidarias con las más mayores: les estamos endosando un mundo inhóspito, además –singularidad hispánica- una deuda astronómica de todas nuestras alegrías presentes que deberán pagar las generaciones venideras en el futuro. Disfrutamos nuestro bienestar inmediato, para generar su malestar futuro. Si se rompe más el equilibrio intergeneracional, la sociedad española se fracturará sin remedio. Y hay culpables.
En un documento prospectivo aireado en su momento y olvidado de inmediato en la gestión política cotidiana, Estrategia España 2050, ya se hacía hincapié en que las temperaturas que tendrá España en 2050 serían muy elevadas: Madrid, por ejemplo, tendría la temperatura media que hoy en día tiene Marrakech y Barcelona la de Túnez. La desertización crecerá, la deforestación, fruto asimismo de los incendios, también; la biodiversidad está en entredicho; mientras que los recursos hídricos serán muy escasos, si bien las inundaciones crecerán por esporádicas lluvias torrenciales. Más de 20.000 personas morirán anualmente por las temperaturas extremas. Ya están empezando a morir, también los animales. Todo esto lo sabemos, pero nada hacemos. Probablemente, esa mirada prospectiva, tal como avanzan las temperaturas, la crisis climática y el duro contexto geopolítico, se quede muy corta. Si seguimos así, ya hay quien afirma que ese escenario infernal se podrá producir en poco más de una década. Lo padecerán quienes ahora lo ignoran. Y se preguntarán, ¿qué ha pasado?
Me desconcierta e irrita ese afán de la política por meter debajo de la alfombra unos problemas que son sencillamente inocultables. Esa pretensión de esconder la realidad futura con golosinas para el presente, es la viva muestra de una política irresponsable que solo busca contentar puntualmente a una ciudadanía, también inmadura y amante de la subvención, con regalos inmediatos de estrecho cálculo electoral, sin otro objeto último que garantizar su propia supervivencia existencial. Blom es muy duro con los políticos, los tacha de timoratos y arrugados. Sin coraje político el cambio climático seguirá su curso inapelable. Sin unas dosis necesarias de regreso (la modernidad, tras la globalización, está condenada; como sentencia Latour), y no de progreso de pancarta, no se detendrá la huella climática.
Esto ya no da más de sí, aunque se intente hasta el último suspiro. Tal vez haya que comenzar a decirle a la población que toca hacer sacrificios, vivir peor. No queda otra. ¿Quién se atreve? De nuestros políticos actuales, ninguno. Lo demás es puro espejismo, que pronto se borrará cuando las altas temperaturas, los problemas abastecimiento de agua y alimentos, las lluvias torrenciales, las inundaciones o, por solo exponer algunos problemas, los devastadores incendios, vayan creciendo. Nada bueno se avecina. Y la naturaleza, siempre sabia, nos lo viene anunciando, como recogiera en su día Miguel Delibes. Aun así, somos incapaces de adoptar medida alguna, salvo reconocer que este calor es insoportable y que los incendios son de sexta generación, o que los recursos hídricos se agotan. Algo estamos haciendo muy mal, y al parecer a nadie importa. Como una vez más afirmó Blom, “si las sociedades se niegan a pensar en el futuro, es porque todo irá a peor”. Por esa senda caminamos.
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