En estos miles de años de civilización, uno de los
mejores sistemas que hemos encontrado para impartir justicia es el nuestro, que
consiste básicamente en lo siguiente. Primero, en un sistema de acceso (las
oposiciones) que asegura un nivel de conocimiento mínimo y que trata de premiar
a los mejores. Segundo, como al Constituyente no le valía haber seleccionado a
los mejores, después los obligó a someterse «únicamente al imperio de la ley»
(artículo 117 de la Constitución).
Tercero, a efectos de su ordenación interna y para
garantizar que el ascenso en la carrera profesional basada
exclusivamente en el mérito y la capacidad, y no en ‘enchufes’ y
‘amiguismos’, así como la independencia de los jueces, los españoles
creamos hace décadas el Consejo General del Poder Judicial, un órgano mixto
compuesto por doce por jueces y otros ocho juristas; así como, por otra parte,
el Ministerio Fiscal y la figura del Fiscal General del Estado, también
sometidos al principio de legalidad y, no de independencia, sino de
imparcialidad.
Cuarto, y por lo que respectaba a los ciudadanos también se
pronunció la Constitución (artículo 119), disponiendo que la justicia es
gratuita respecto de quienes acrediten insuficiencia de recursos para
litigar.
Por tanto, en principio tenemos un sistema totalmente
independiente, sometido a las leyes (por tanto, a lo acordado por el Poder
Legislativo), al que los jueces acceden tras mucho esfuerzo, dentro del cual
progresan de acuerdo con sus propios méritos y al que cualquier ciudadano puede
acudir para defender sus derechos. Esto en teoría, porque en la práctica se
hacen algunas cosas para invertir la tendencia; desde la misma promulgación de
la Constitución, esos principios elementales sobre los que se sustenta la
justicia han ido deteriorándose de manera progresiva.
Pese a tratarse de un poder del Estado independiente, al
Poder Judicial siempre se le ha intentado anular esta condición. Casi
desde el advenimiento de la democracia, con mayor o menor éxito, todos los
presidentes de Gobierno han tratado de atar en corto a los jueces. La primera
gran reforma legislativa que tuvo el objeto de subvertir lo dispuesto en la
Norma Fundamental fue la aprobación de la Ley Orgánica del Poder Judicial en el
año 1985, de la que tanto se ha hablado en este blog. Tras ella, y desde
entonces, los doce jueces antes mencionados ya no son elegidos directamente por
los jueces, sino también, como a los restantes ocho, por el poder político.
Esto último entraña un riesgo importante de credibilidad
política, en tanto que resulta poco democrático que todos los altos cargos del
Poder Judicial sean elegidos directa o indirectamente por los políticos cuyos
actos los primeros han de enjuiciar. A los efectos de neutralizar una opinión
pública desfavorable, últimamente algunos partidos recurren al siguiente
argumento: «Si la justicia emana del pueblo, como dispone la Constitución,
entonces es el pueblo el que ha de elegir a los jueces». Gracias a este
sencillo aforismo, desde luego tramposo, por lo visto resulta fácil
convencer a los medios de comunicación, especialmente a los afines, de que el
sistema es beneficioso para la democracia. Así se consuma un contundente
ataque contra la división de poderes.
La importancia de la Fiscalía
Para referirse a la Fiscalía es preciso,
lamentablemente, referirse también al Gobierno. El Ministerio Fiscal es un órgano
dependiente de la Administración de Justicia de enorme importancia que tiene
encomendada la misión de promover la acción de la justicia, velar por la
independencia de los Tribunales y procurar ante éstos la satisfacción del
interés social (artículo 1 del Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal). Debe
ser imparcial en su actuación, pero lo cierto es que, según el artículo 124.4
de la Constitución, es el Gobierno el que se encarga del nombramiento del
fiscal general del Estado, y ello abre la vía a una posible manipulación.
El anuncio de nombramiento de la nueva fiscal general del
Estado es espeluznante desde un punto de vista constitucional, y una anomalía
democrática que sienta un precedente indeseable en un historial que no
brilla por su ejemplaridad o pulcritud estéticas. A la inmensa mayoría de los
fiscales generales del Estado se le ha reconocido una afiliación política, pero
la imparcialidad (requisito inexcusable para ostentar el cargo) de Dolores
Delgado está totalmente comprometida, al tratarse de una diputada en activo
que, además, mientras era propuesta para su nuevo cargo todavía ejercía de
ministra (probablemente la más controvertida del Gobierno, reprobada tres veces por las Cortes Generales).
Además, el recién nombrado ministro de Justicia es un hombre
de quien no tengo mala opinión pero del que conviene señalar que es un juez que
no publica una sentencia desde hace veintitrés años. Por tanto, a estos efectos
no es un juez: es un hombre de partido que desde el año 97 ha ido
progresando en su carrera política hasta llegar a lo más alto, puertas
giratorias incluidas: director general de Relaciones con la Administración de
Justicia de la Junta de Andalucía (1997-2001); vocal del Consejo General del
Poder Judicial (2001-2008), a propuesta del PSOE; secretario de Estado de
Justicia (2009-2011); secretario general de la Junta de Andalucía de Relaciones
con el Parlamento (2014-2015); candidato, propuesto por el PSOE pero esta vez
no elegido, a magistrado del Tribunal Constitucional; diputado y portavoz de
Justicia desde 2015; y, finalmente, ministro de Justicia.
A pesar de que esto no sea en sí mismo negativo, estos
proyectos de vida acostumbran a arrastrar cargas de las que uno sólo puede
desprenderse con pago de favores. Son esos favores los que perjudican el
ejercicio de la función pública y el buen funcionamiento de la Administración,
lo cual se traduce en un peor servicio para los ciudadanos. Prueba de lo
anterior es que, para la configuración de su departamento, el ministro ha
optado por nombrar no a los mejores sino a “los suyos”: fundamentalmente, compañeros de trabajo de su
etapa como secretario de Estado o de sus anteriores cargos en el gobierno de
Andalucía.
A propósito, resulta enormemente llamativo que, pese a su
excedencia en la carrera judicial desde hace más de dos décadas, el pasado
20 de enero el ministro ascendiese a magistrado de la Audiencia Nacional; por
lo visto, pese a haber elegido la carrera política, su carrera judicial ha
seguido su propio curso, sin perjuicio de su ausencia, de forma que los años de
antigüedad le han reportado una progresión admirable, según indica el Boletín
Oficial del Estado:
«Ocho. Don Juan Carlos Campo Moreno, Magistrado, en
situación administrativa de servicios especiales en la Carrera Judicial, con
destino en la Audiencia Provincial de Cádiz, correspondiente al orden penal,
pasará a desempeñar la plaza de Magistrado de la Sala de lo Penal de la
Audiencia Nacional, continuando en la misma situación administrativa».
Por su parte, la ley de tasas judiciales de 2012 restringió
otro de los elementos fundamentales de la justicia: el acceso a la misma. Con
el propósito de reducir la enorme litigiosidad, por lo demás todavía existente,
sustrajo a muchos su derecho a exigir amparo ante los tribunales. Cuatro años
después, el Tribunal Constitucional declaró la inconstitucionalidad de estas
tasas por vulneración del derecho a la tutela judicial efectiva prevista en el
artículo 24 de la Constitución.
Y ahora, respecto del acceso a la carrera judicial, otros de
los elementos clave de nuestro sistema, el nuevo Gobierno ha anunciado recientemente que tiene intención de
«modernizar» el sistema. Aunque no puedo dejar de sentir cierto escepticismo
sobre el sistema de oposiciones a la judicatura, es justo reconocer que llegar
a ser juez requiere mérito y, sobre todo, mucho esfuerzo. Cualquier mínimo
cambio en el sistema debería despertar todas las cautelas, máxime cuando la
coalición de gobierno solamente se ha referido a las oposiciones de los jueces
(no se conoce referencia a otros opositores) y está probado que el sistema
actual funciona satisfactoriamente.
Todo ello por no hablar de las deplorables condiciones en
que trabajan muchos jueces, el increíble colapso de los juzgados o que, pese a
todo, el Ministerio de Justicia sea tradicionalmente uno de los
ministerios que menos presupuesto recibe, más pruebas de que en España nunca se
ha prestado mucha atención a la justicia, salvo para asegurarse de que no
moleste demasiado.
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