Por Carles Ramió. EsPúblico blog.- El buen hacer y rendimiento institucional de las
administraciones públicas depende de la relación que se establece entre la
dimensión política y la dimensión profesional o si se prefiere entre el
político y el alto funcionario. Se podría formular de la forma siguiente:
Institución o política pública = Político X Alto Funcionario
Es decir, son clave las competencias profesionales y la
calidad humana de la persona que ocupa el puesto político y de la persona que
ocupa el puesto de alto funcionario. Pero también es igual de importante la
multiplicación (X) que es la relación, el nivel de compenetración y de empatía
que se establece entre ambos. Analicemos los variados vectores que convergen en
esta aparente simple fórmula.
El político aporta la legitimidad democrática a las
decisiones y actuaciones de la Administración pública. Es elemento esencial y
condición imprescindible en democracia que la cúpula de las administraciones
públicas esté bajo la dirección de una persona con la condición de político
elegido de forma directa o indirecta por la ciudadanía. El político, vinculado
usualmente a una formación política, garantiza la aplicación e implementación
de un programa político que ha sido apoyado por la mayoría de los ciudadanos.
No hay que discutir si el político debe tener conocimientos de gestión pública
o no. Si los posee mejor sino no hay nada que decir y bajo ningún concepto
pueden establecerse filtros de carácter elitista o meritocrático a la hora de
acceder a un puesto directivo de carácter político. En cambio, si que es
exigible a él y al partido político que lo ha seleccionado o filtrado que sea
un buen político. Exigencia que es muy difícil ya que la labor de un político
es muy compleja ya que consiste en articular los diferentes intereses
particulares y egoístas de los ciudadanos en un bien común o interés general.
Nada más y nada menos. En este sentido hay que vindicar la política como una
profesión aunque no esté ni pueda ser reglada. El directivo político posee (la
mayoría de las veces) o debería poseer competencias tan diversas como capacidad
de liderazgo, de comunicación, de atender y entender las demandas sociales
individuales y colectivas, de negociar, de conciliar intereses, de ser muy
intuitivo y empático, etc. En este sentido puede considerarse equivocada y
perversa la moda de ubicar en puestos de dirección política a
profesionales de la gestión, es decir a tecnocratizar las cúpulas políticas. Es
un error ya que perfiles técnicos (como pueden ser los altos funcionarios)
carecen de las competencias y habilidades antes descritas de forma sucinta.
Pongamos algunos ejemplos cercanos en el tiempo: en los gobiernos de Zapatero
abundaron ministros con un perfil tecnócrata y esta ha sido una de las mayores
críticas que se han hecho al echarse de menos un liderazgo político en algunos
ministerios y lo mismo podría decirse del actual gobierno de Rajoy en el cual
11 de sus 15 ministros atienden a la condición de funcionarios. El gobierno de
Cataluña de finales de 2010 decidió ubicar a dos “independientes” como
consejeros, término eufemístico para decir personas con un elevado perfil
técnico y profesional como una forma de dar cobertura a un eslogan político
“del gobierno de los mejores”. Transcurrido un año y medio de estos
nombramientos supuestamente meritocráticos y no políticos hay un gran consenso
en que precisamente estos dos son los peores consejeros de este gobierno y que
las respectivas consejerías están más desorganizadas y paralizadas de lo que
suele ser usual. Creo que es evidente la necesidad que los puestos directivos
de carácter político sean ocupados por políticos de raza (por convicción, por
competencia y por trayectoria) y no por altos funcionarios o excelsos
especialistas técnicos en la materia. Existe, aunque sea difícil de precisar,
unos valores y competencias estrictamente políticos que representan un
ingrediente imprescindible para lograr un elevado rendimiento institucional y
de sus políticas públicas. Recientemente se han alzado algunas voces criticando
la funcionarización de la política y llegando a proponer que los funcionarios
sean incompatibles para ocupar puestos políticos. Entiendo la crítica, pero
creo que esta propuesta es llegar demasiado lejos ya que casi todo el mundo
debe tener el derecho y la oportunidad a ocupar puestos políticos. Propongo más
en este sentido una cierta autorregulación de los partidos políticos que
establecer normas restrictivas de carácter general que lesionan derechos y
pueden minimizar legitimidades.
Por otra parte, el alto funcionario aporta legitimidad
técnica derivada de sus conocimientos en gestión pública y en como operan los
difíciles y delicados entresijos de las organizaciones públicas. El funcionario
aporta las competencias técnicas de carácter profesional pero también de
conocimiento institucional. Por este motivo hay que garantizar que los
profesionales que ocupen estos puestos deben estar cualificados para ello,
situación que no siempre sucede ante la ausencia de regulación en materia
directiva.
Directivos políticos vs profesionales
El tercer elemento es el de la multiplicación, el de la
relación entre el directivo político y el directivo profesional. Aunque
tengamos la suerte de tener en la fórmula al mejor directivo político posible y
al mejor directivo profesional nada nos garantiza en elevado rendimiento
institucional y de política pública sino no se produce este efecto
multiplicador. Que se produzca la multiplicación positiva tiene elementos
básicamente subjetivos que nos hacen pensar más en magia blanca o en magia
negra que en reflexiones de carácter racional. Pero se hace necesario hacer,
por lo menos, el intento.
En primer lugar, hay que decir que existe un gran
condicionante negativo para que esta relación se produzca de forma fructífera.
Condicionante que hay que superar. La relación entre el político y el alto
funcionario es como una relación de pareja que se inicia con mal pié. Como dice
el maestro Zafra el sistema funciona sobre la base que “el inexperto (político)
dirige al experto (funcionario)”. Es, sin duda, la grandeza del sistema
democrático pero también representa la gran miseria a nivel de una gestión
fluida eficaz y eficiente. Que un inexperto dirija a un experto es algo
inaudito o patológico en cualquier organización que tenga la aspiración de ser
eficaz y eficiente. Pero, en cambio, es condición imprescindible en las
organizaciones públicas. Este principio supone un acto de violencia ya que
violenta tanto al político como al funcionario. Es obvio que para el
funcionario es de una gran incomodidad e incluso violencia verse dirigido por
alguien que puede tener nulos conocimientos técnicos, hay que formar e informar
sin caer en el error de la manipulación y con el difícil tacto de quién hace
pedagogía a su superior. Este ejercicio de docencia y acompañamiento lo debe
hacer el funcionario muchas veces durante su vida laboral y, como es normal, le
produce cansancio, estrés y con frecuencia desmotivación (vive la sensación de
despertar de nuevo en el día de la marmota en cada nueva legislatura o cambio
de liderazgo (suele producirse como media cada tres años). Se trata de un coaching personalizado
asimétrico, pero en sentido inverso al habitual. El político también vive mal
esta relación ya que observa al funcionario informador con desconfianza y con
desagrado. Puede sentir una desconfianza lógica por la información que le
presenta el funcionario ya que éste puede tener su propia agenda (su proyecto e
interés en la materia) además de una natural resistencia al cambio. Puede
sentir desagrado al tener que exponer sus debilidades y lagunas a nivel de
conocimiento técnico. El líder político, además, no es un ente autónomo que
tenga discrecionalidad de decisión, sino que depende de un líder superior que
le exige implementar determinadas decisiones y rendimientos. Es, de esta
manera, muy fácil, que el líder político se sienta como un eslabón muy débil
entre el cargo político superior que le exige resultados difíciles y el
funcionario que pone dificultades y aporta aparentemente más problemas que
soluciones.
Este es el tema clave, la cadena de mando suele ser clara
entre los cargos políticos y todavía mucho más clara entre los cargos
administrativos. Pero el punto de confusión, de incertidumbre y de riesgo está
cuando entran en contacto el político con el alto funcionario, es decir: la
política con la administración.
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