Cabe preguntarse, en coherencia con una cuestión de mayor
alcance, acerca de si todas nuestras instituciones políticas siguen estando
adaptadas a su tiempo. No en vano, desde
la crisis de desafección política del período 2007-2016, se habla con cierta
intensidad de reformar la Constitución de 1978. Este desafío es aún mayor en un
contexto de inestabilidad generalizada marcado por, al menos, tres factores. El primero serían los rasgos antes mencionados como compartidos
por las democracias representativas europeas. El segundo, la incertidumbre del
sistema económico global en el que han irrumpido actores nuevos en la era de la
cuarta revolución industrial. Y, por último, el rol de los medios de
comunicación social que, con la irrupción de las redes sociales por internet,
representan una de las variables independientes del sistema más complejas a las
que deben hacer frente los gobernantes de hoy. Los bulos, el politainment, la inmediatez, los multicanales o la ferocidad de la comunicación
política. Créanme,
es un salto enorme pasar de las covachuelas decimonónicas a poder/querer/deber
“saber a qué se dedican los políticos en cualquier momento, cosa que puede
parecer una manera de confiar en ellos completamente”, en palabras del
politólogo británico David Runciman. Pero “eso no es confianza. Es vigilancia (oversight),
que es lo opuesto a la confianza” (How democracy ends, pág. 144, traducción mía). En suma, un contexto casi abrupto y, desde
luego, insólito para el que cabe preguntarse si la función pública española está
capacitada.
Coaliciones
Desde el punto de vista del gobierno, que es la variable del sistema que
influye directamente, suele resolverse en los sistemas parlamentarios mediante
la creación de un gobierno de coalición. Por
definición, este modelo clásico propio del parlamentarismo se conforma con
miembros de dos o más partidos políticos, normalmente en torno a un programa
político común pactado de antemano. Sin embargo, como un síntoma más,
posmoderno quizás, la política española nos ofrece fórmulas innovadoras: gobiernos
de “de colaboración” y, sobre todo, el turnismo dentro de una misma
legislatura. Es como si los representantes políticos hubiesen caído por fin en
la euforia de la lógica pactista del sistema parlamentario. El modelo ha
estallado.
Futuro distinto
“Tal vez la única certeza política que tenemos hoy en día es
que la política en el futuro será muy diferente de la política en el pasado”,
afirma el profesor Innerarity. Traducido en términos burocráticos, adiós a la
vieja estabilidad, a la certidumbre, y hola a cambios como los que Pareto
llamaba gráficamente “circulación de las élites”. La alta burocracia se
desenvuelve mal en entornos cambiantes porque está diseñada para consolidar
modelos estables como la monarquía constitucional o el sistema democrático
representativo. A un funcionario la revolución le espanta como el agua al gato.
Esta última posibilidad introduce muchas posibilidades para
las relaciones con la función pública directiva, siguiendo la ciencia de la
administración de Baena. Y por descontado es muy interesante estudiar las
posibilidades y disfunciones que generaría en las interacciones
interadministrativas. A los efectos de este post, vamos a simplificar esta
nueva lógica caleidoscópica y centrarnos en el gobierno de coalición (y
entiéndanse las referencias como válidas para cualquier nivel de gobierno y
administración, donde existe una experiencia anterior): puede ser mixto, es decir con vicepresidencias y ministerios de
varios partidos, o con altos cargos “cremallera”. Es decir, el ministro de un
partido, el secretario de Estado de otro y el director general del primero.
Esto se traslada al funcionamiento cotidiano de los incontables órganos
colegiados del gobierno y ministeriales (de administración digital,
publicaciones, personal o, por encima de todas, presupuestarias). Los altos
funcionarios deberían convivir y gestionar lealtades cruzadas, intereses e
incentivos distintos en los que la distancia política, en la escala del 1 al
10, entre los partidos coaligados. La
probabilidad de que apareciera una nueva lógica de unos frente a otros
sería muy alta, con la función pública directiva debiendo ser capaz de hacer su
papel en un contexto menos claro y, a menudo, contradictorio de politics vs policies.
Si recurrimos al viejo concepto del sociólogo estadounidense
R. Merton del “veto decisional de la burocracia”, un gobierno de coalición no
solo deberá afrontar las habituales resistencias al cambio, fácilmente
anticipadas y descontadas por los planificadores políticos, sino la
multiplicación de vetos a altos cargos y sus decisiones en una estructura
cremallera.
Se viene hablando, mucho y con razón, de la politización de la función
pública y también de su fenómeno simultáneo de la funcionarización de la
política. De hecho, la obra de Carles Ramió “La
extraña pareja”, que creo que sigue recogiendo bien este fenómeno y describe
cómo se manifiesta, es el telón de fondo para responder a la pregunta del
título. Habría que añadir algunos ingredientes adicionales, no menores, como el
diferente estatus jurídico de la función pública respecto del resto del mercado
de trabajo actual. O la estabilidad frente a la inestabilidad. El modelo burocrático
weberiano da signos de agotamiento y es urgente definir un cambio de modelo o,
cuando menos, una actualización que permita a la dirección pública adaptarse a
los cambios no ya del sistema político actual, sino de la sociedad en general y
los tecnológicos que afectan a la organización del trabajo, en particular. Este hecho representa una brecha entre la clase política, que
necesita resultados inmediatos en la democracia mediática, y la dirección
pública profesional que carece de “incentivos” (una vez más, siguiendo a
Lapuente y Dahlstrom) para ser salir del entorno corporativo. “Permitir una
integración de las carreras de políticos y burócratas aumenta, en lugar de
disminuir […] porque conduce a una vigilancia laxa del comportamiento
capturador de rentas y a una falta de motivación para hacer bien el trabajo y
aumentar el rendimiento por medio de innovaciones” (pág. 54). Aunque, en mi opinión,
este párrafo, tan expresivo como es, no refleja bien el peso del espíritu de
cuerpo y de la cultura administrativa, que habitualmente llamamos sentido de
responsabilidad o vocación de servicio público.
El
caso paradigmático de las dificultades y la complejidad que este nuevo modelo
de gobierno y administración puede suponer en la administración hoy es el rol
de los asesores parlamentarios (a menudo personal eventual, pero plenamente
mezclados con la alta función pública). La
negociación y gestión de enmiendas y transaccionales se convertiría en una
verdadera carrera de obstáculos, seguramente mucho más compleja que cuando
hemos tenido experiencias de “geometrías variables” en las Cortes en la
legislatura de 2008 a 2011.
Clientelismo y politización
Entonces, ¿está la función pública preparada para todo este
panorama? Sin duda, la
única respuesta posible depende de cómo de profundas seas sus raíces en el
“patriotismo constitucional” (Habermas) y en el Estado de Derecho. Para mí este aspecto es esencial. El clientelismo o la politización
de los funcionarios, como el exceso de riego de un árbol centenario, pueden dar
con sus ramas en el suelo. Pero este post debe acabar bien: esténse tranquilos,
los burócratas siguen trabajando mientras usted duerme para que, a pesar de las
zozobras del sistema político, las políticas públicas le sigan llegando. En
general, de
momento su compromiso con el servicio público es tan fuerte que quizás sea la
última garantía que le queda al espacio público del estado social y democrático
de derecho (Habermas, otra vez) antes de que
su “crisis de la mediana edad” (Runciman) acabe con ella. O no.
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