"El futuro tiene maneras de burlarse de los intransigentes
que se aferran demasiado tiempo a las viejas creencias” (Gary Hamel/Bill Breen, El futuro del Management,
Paidós, 2008, p.145)
Por Rafael Jiménez Asensio.- Blog La Mirada Institucional.- Como es sabido, cualquier convocatoria de plazas por parte
de las Administraciones Públicas y sus organismos públicos requiere previamente
de su inserción en la Oferta de Empleo Público. Y aquí entran en juego las
limitaciones que al respecto establecen –en un marco de contención del gasto
público- las leyes anuales de Presupuestos Generales del Estado, ámbito en el
que tanto la jurisprudencia constitucional como la del Tribunal Supremo es
contundente al incluir esas facultades limitativas de las ofertas de empleo
público dentro de las competencias estatales en relación con las bases y
coordinación de la planificación general de la economía (artículo 149.1.13 CE)
y de coordinación de las haciendas públicas (artículo 156 CE). El titulo
competencial de función pública queda preterido. Y eso no es neutro.
En efecto, solo cabe traer a colación algunos
pronunciamientos recientes del Tribunal Constitucional (por ejemplo, SSTC
82/2017, 193/2016, 179/2016 y 99/2016). Allí se recoge una reiterada doctrina
que tiene como hilo conductor el que las leyes presupuestarias incluyen, en
materia de gastos de personal, normas básicas que limitan, entre otras cosas,
las Ofertas de Empleo Público, y que esa decisión tiene relación directa con
los objetivos de política económica en cuanto está dirigida a contener la
expansión relativa de uno de los componentes esenciales del gasto público como
es el caso de los gastos de personal.
Por su parte, el Tribunal Supremo inicialmente sentó una
doctrina fuerte (STS 25 septiembre 2010) por medio de la cual exigía –sin
entrar en mayores matizaciones- la inclusión de las plazas vacantes cubiertas
por interinos en la Oferta anual de Empleo Público en aplicación del EBEP (y,
en ese caso, también de la Ley aragonesa de función pública). Pero esa doctrina
se vio alterada por el contexto de crisis fiscal: en una reiterada
jurisprudencia posterior (por todas, la reciente STS de 25 de septiembre de
2017) estableció que esa doctrina formulada en 2010 “no es aplicable
(actualmente) pues se refería a un supuesto en el que no existía una
prohibición o limitación del legislador sobre el número de plazas que se podían
incluir en la oferta”.
Por tanto, en la Oferta de Empleo Público, según la doctrina
del Tribunal Constitucional y del propio Tribunal Supremo, hay que diferenciar
lo que es la aplicación normal de las reglas previstas por el
legislador de empleo público (artículo 10.4 y 70 TREBEP), de lo que es el
régimen excepcional como consecuencia de las medidas de contención
del gasto público derivadas de la ley anual presupuestaria, al efecto de
cumplir los objetivos de déficit y de deuda pública. Pero lo grave es que lo
excepcional se ha normalizado y la regla se ha visto borrada.
Aparentemente el argumento de la jurisdicción constitucional
y del Tribunal Supremo es sólido. Pero a poco que se indague se advierte cómo
la construcción peca de formalista y sus consecuencias son letales para el
empleo público como institución. En efecto, ha de tenerse en cuenta, en primer
lugar, que esas plazas que se pretendían ofertar (como así se planteó en
diferentes recursos) estaban por lo común cubiertas por personal interino. Por
tanto, ¿qué ahorros efectivos cuantificables o qué contención del gasto público
se iba a producir en esos casos con su cobertura definitiva? Ahorro pírrico
(aparte de aplazado), mientras que, por el contrario, se generaban
incidentalmente secuelas enormes sobre la institución al congelar (o reducir a
su máxima expresión) las ofertas de empleo público.
Indemnizaciones de interinos
Transcurrido el tiempo, la situación objetivamente ha
empeorado a partir de las sentencias del Tribunal de Justicia de la Unión
Europea (casos Porras/Martínez Andrés y Castrejana López), que emplazan a las
Administraciones Públicas a indemnizar (con matices que tampoco ahora proceden)
a aquel personal interino que no obtenga plaza en las correspondientes pruebas
selectivas o cuya plaza sea amortizada. Pero esto es un hito (relativamente)
reciente del que aún se “está haciendo la digestión” y veremos cómo queda
finalmente, pues el vaivén de la jurisprudencia social y también de lo
contencioso administrativo sobre estos temas es considerable, al margen de las
constantes puntualizaciones que al respecto está haciendo día a día el Tribunal
de Justicia (véase, al respecto, las Conclusiones del Abogado General en el
caso “Vernaza Ayovi” que califica a los trabajadores indefinidos no fijos como
“temporales”, contradiciendo así la doctrina de la Sala Social del TS recogida
en su sentencia de 29 de marzo de 2017; un tema bien analizado por Ignasi
Beltrán en su siempre recomendable Blog:http://ignasibeltran.com/).
Pero además se olvida que los impactos presupuestarios de
esas medidas de congelación (relativa) de la oferta de empleo público a través
de la tasa de reposición de efectivos no tienen ningún efecto en el ejercicio
presupuestario en el cual se prevén. Su proyección presupuestaria siempre es
normalmente escalonada por la gestión de las convocatorias y se despliega sobre
varios ejercicios presupuestarios. Los impactos (si los hay) de gasto público
se aplazan para otros ejercicios presupuestarios en los que la coyuntura
financiera ha podido cambiar notablemente. Y ello da lugar a varias paradojas,
de consecuencias nada menores.
La primera paradoja consiste en que ya la LPGE-2017 tuvo que
aceptar la constatación de un fracaso y, siquiera sea de modo “excepcional”,
recogió una denominada “tasa de estabilización del empleo temporal” aplicable a
determinados sectores que se consideran “prioritarios” con un porcentaje del 90
por ciento de las vacantes estructurales de los tres ejercicios presupuestarios
anteriores (artículo 19), lo cual es caer en la cuenta “a toro pasado” de que
la tasa de reposición había producido –como efecto diferido- un
estrangulamiento brutal del empleo público, y nos muestra que los costes
ahorrados por ese proceso pésimamente diseñado no solo eran escasos, sino que
las consecuencias o efectos producidos sobre las plantillas del empleo público
y sobre la propia prestación de servicios públicos habían sido desastrosos. Lo
mismo se hizo con la descongelación de la vía de consolidación del empleo
público prevista en la disposición transitoria cuarta del TREBEP, tras años de
bloqueo.
Si se pone en uno y otro lado de la balanza las ganancias y
pérdidas que la congelación de la oferta (o las limitaciones en su formulación)
a través de la tasa de reposición de efectivos ha producido en los últimos
siete años, se concluirá fácilmente que las pérdidas, en términos de calidad de
la institución de empleo público y de su eficacia, son inmensamente mayores que
las pretendidas ganancias. Es lo que tiene encadenar la política de función
pública a determinadas medidas presupuestarias de carácter contingente y de
mirada corta, castrando su potencialidad y mutilando que las administraciones
públicas puedan llevar a efecto realmente una gestión de personas en sus
propias organizaciones. Alguien deberá reflexionar sobre los impactos (también
de costes) y sobre los perversos efectos de la tasa de reposición de efectivos
(figura anclada en la legislación presupuestaria) sobre la baja calidad del
empleo público de este país. Los mismos resultados, respetando las potestades
de autoorganización en políticas de personal, pueden alcanzarse con otros
instrumentos presupuestarios (limitación de masa salarial, por ejemplo), sin
tener que aplicar medidas presupuestarias tan burdas (desde la perspectiva de
gestión de personas) como ahogar el relevo del talento, envejecer hasta el
infinito las plantillas o multiplicar por miles la temporalidad.
En los próximos meses y años se comenzarán a pagar los
platos rotos de esa política de austeridad pésimamente entendida. En efecto, la
“prueba del nueve” consistirá en la puesta en marcha de procesos masivos de estabilización
del empleo temporal (para los cuales las administraciones públicas no
están preparadas), con un más que previsible desfallecimiento de los principios
de igualdad, mérito y capacidad, con formatos selectivos absolutamente
desfasados en el planteamiento (con viejos temarios y pruebas convencionales
que prácticamente nada acreditan), así como con una doble presión prácticamente
inevitable: por un lado, los sindicatos del sector público empujarán para que
se computen como méritos los años prestados en el ejercicio de tales funciones
y “aplantillar” así a decenas o centenares de miles de interinos, con la
hipotética afectación, en su caso, a los derechos constitucionales de
centenares de miles o millones de ciudadanos que “competirán libremente” en
tales procesos.
Pero la otra paradoja que conlleva hacer tarde y mal las
cosas no es menor. Fruto de esa doctrina jurisprudencial citada del Tribunal de
Justicia y fruto también de su aplicación (errática y todavía incierta en
algunos casos: funcionarios interinos) por parte de los tribunales de justicia,
la Administración Pública se encuentra ante el trágico dilema del
“pierde-pierde”. Si hace bien las cosas y opta por procedimientos selectivos
serios en los que primen los principios de mérito y capacidad, puede
encontrarse con una legión de interinos “cesantes” (funcionarios, estatutarios
y laborales) que, con toda probabilidad, deberá indemnizar al no haber superado
las pruebas selectivas. Con lo cual la factura para los presupuestos públicos
(léase para la ciudadanía) será elevadísima. Si, por el contrario, se inclina
por hacer pruebas selectivas “de corto vuelo”, en las que se primen los
servicios prestados (antigüedad) en el puesto de trabajo y se diseñen
ejercicios bajando su nivel de exigencia, la reacción de la ciudadanía que
participe (o que sufra colegiadamente) tales procesos selectivos puede ser
intensa, al margen de la más que previsible judicialización de esas “soluciones
de conveniencia”. Hoy en día los test de escrutinio de lo público,
afortunadamente, no son los que existían hace veinte o treinta años, al menos
en la opinión pública (otra cosa es en “el foro” o en otros ámbitos políticos o
sindicales, siempre más estáticos y resistentes al cambio). Ni que decir tiene
que lo razonable sería que las Administraciones Públicas se inclinaran por la
primera opción, pero cabe subrayar que, como consecuencia de decisiones de
política presupuestaria completamente inadecuadas y sancionadas por una
interpretación jurisprudencial formalista, los costes económicos de esa
solución, caso de adoptarse, serán elevados. Pero, si así se hiciera, al menos
se salvaría la esencia, profesionalidad e imagen de la función pública como
institución. Sin embargo, no hay que ser ingenuos, con toda probabilidad se
impondrá la segunda alternativa (la solución blanda o “de arreglo pactado”, más
aún si hay elecciones a la vista). Siempre se ha hecho así y así nos va.
Pendientes de los PGE 2018
En todo caso, en estos momentos convulsos que vivimos hay
dudas más que razonables de que puedan aprobarse los Presupuestos Generales del
Estado para 2018, pero si tal proyecto normativo se tramitara cabe subrayar que
las bases del acuerdo inicial entre Gobierno y sindicatos iban en la dirección
de abrir en canal los procesos de “estabilización” para todo el personal
interino o eventual que ocupe actualmente plazas estructurales, sin vincular
tales procesos ya a sectores prioritarios, sino con la finalidad de pasar (por
enésima vez) la eterna página de la temporalidad del empleo público y
estabilizar “a granel” a interinos y temporales, una lacra que, como han
reconocido Miguel Sánchez Morón y Javier Cuenca Cervera, nos ha acompañado
prácticamente desde la transición política hasta nuestros días. Y de la que,
como todo apunta, no sabemos desprendernos.
En cualquier caso, esta línea de tendencia de abrir procesos
de “estabilización en cadena” implica reconocer lo obvio: por un lado, la
evidencia de que una (mala) política presupuestaria puede devorar literalmente
la (buena) política de recursos humanos en el sector público (hasta hacerla
imposible); y, por otro, el fracaso estrepitoso de la aplicación de la figura
de la tasa de reposición y la multiplicación de un problema congénito de la
Administración española: la inexistencia de una previsión racional de efectivos
o de necesidades, por ausencia o, mejor dicho, por práctico desuso de los
instrumentos de planificación de recursos humanos, así como por la
imposibilidad también existencial al parecer de aplicar políticas de selección
de empleados públicos que premien el mérito y el talento. El dilema es muy obvio
y tal vez muy crudo: construir un empleo público de calidad profesional al
servicio de la ciudadanía o ahogar la institución función pública en la
mediocridad durante las próximas décadas. Y ello, pese a lecturas sesgadas que
se quieran hacer, no tiene por qué perjudicar a ningún interino, siempre que
acredite que cumple tales exigencias de mérito y capacidad, que son troncales
en una institución cuya primera nota existencial es la de garantizar la
profesionalidad de los empleados públicos para prestar un mejor servicio de la
ciudadanía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario