“Olvidamos con más
facilidad nuestras faltas cuando solo las conocemos nosotros” (La
Rochefoucauld, Máximas, Akal Básica de Bolsillo, 2012, 196)
“Nadie ha dudado jamás que
la verdad y la política nunca se llevaron demasiado bien, y nadie, por lo que
yo sé, puso nunca la veracidad entre las virtudes políticas” (Hanna Arendt,
Verdad y política, en Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre
la reflexión política, Península, 2016, 347)
Rafael Jiménez Asensio.- Blog La Mirada Institucional. (1)- Sin integridad y
transparencia –como reconoce Rosanvallon- no se puede pretender reforzar esa institución
invisible que es la confianza de la ciudadanía en lo público y en sus
representantes y agentes. Esa reflexión nos muestra asimismo la importancia que
tiene el orden de enumeración de ambos principios. De los dos imperativos
expuestos, la primacía debe estar siempre en el lado de la integridad (aspecto
sustantivo) y no de la transparencia (carácter instrumental). En nuestro país
hemos cambiado el relato: lo trascendente es lo instrumental, mientras que lo
sustantivo se adjetiva. Cosas del subdesarrollo institucional.
Integridad
No puede haber, ni de
hecho la hay (o, cuando menos, no debería haber), indiferencia ciudadana en lo
que afecta al comportamiento ético de los responsables públicos, sean estos
quienes fueren. La crisis y el empobrecimiento de una parte de la población,
así como la pérdida descomunal (auténtica sangría) de confianza política, están
multiplicando los test de escrutinio de la ciudadanía frente a quienes ejercen
el poder o prestan servicios públicos.
Sin embargo, la ética
institucional es de doble dirección. En efecto, la buena o mala ética pública
juega como espejo en el que se mira la ciudadanía; es decir, impregna la
sociedad, replica sus valores (o desvalores) y conductas (o malas conductas).
La integridad institucional ha despertado conforme la corrupción se hacía más
presente en el espacio público, como mecanismo reactivo. Pero no suele ser
buena práctica, o al menos no es la mejor, solo reprimir. Mejor es prevenir. Es
la esencia auténtica de la integridad institucional.
Lo que se haga en las
instituciones públicas no es ni puede ser indiferente a la ciudadanía. Quienes
dirigen o gestionan nuestros asuntos públicos son parte de esa estructura
social y trasladan sus valores al ejercicio de su actividad. Nos gusta
escandalizarnos de los políticos que tenemos, sin embargo nunca nos
sorprendemos de nuestra baja calidad moral, como bien apuntaba La
Rochefoucauld. No puede haber políticos íntegros moralmente o políticos
transparentes cuando la sociedad no ha interiorizado esos valores. Es algo
absurdo o sencillamente un pío deseo.
Un comportamiento político
no moral (por pequeño o insignificante que fuere) debería tener consecuencias
políticas. Cuando no las tiene, algo grave pasa. Asistimos un día sí y otro
también a faltas evidentes desde el plano ético individual de quienes ejercen
la actividad política o funcionarial sin que tales conductas tengan
consecuencias: hay reproche moral (cuando existe), pero quienes han adoptado
esas conductas no se dan por aludidos. Adoptan la táctica del escaqueo: “no va
conmigo”, piensan. Ni la “vieja” política ni lo que es peor aun la “nueva”,
adoptan solución alguna frente a tales hechos. Se multiplican los casos y “la
tribu” del partido o del sindicato protege a quienes no han acreditado una
conducta moral acorde con la ejemplaridad debida. Todo se transforma en una
falsedad o, incluso, en una mentira. No en vano, Pascal ya calificó a la
política como un “hospital de locos” (Pensamientos, Alianza Editorial,
2004, p. 93, 331).
Hay un evidente error de
perspectiva. Todo consiste en creer que se es o no se es íntegro. Como si fuera
algo innato o inherente a la persona. La moral como la ética es una conquista
cotidiana, siempre presente. Pero, ya lo decía Aranguren, es una lucha
continua; lo logrado puede evaporarse en cuestión de segundos. Una conducta no
ajustada echa por tierra toda una “vida ejemplar”. La integridad es más un
camino (“siempre in via”) que un objetivo: exige, por tanto, continuidad y
una constancia en la persecución de esa finalidad. Pero sobre todo requiere
adoptar hábitos que marquen un carácter, tal como puso de
relieve Aranguren (Ética, Biblioteca Nueva, 2009, pp. 22 y ss.). La
integridad tiene, como también decía este autor, una innegable carga trágica:
siempre (sobre todo en las situaciones extremas donde aparece ampliada) se está
en tensión (Ética y Política, Orbis, 1985).
La integridad ofrece una
perspectiva temporal que no se debe abandonar nunca si se quiere analizar
objetivamente el problema. Jankélévitch lo estudió magistralmente (Curso de
Filosofía moral, Sexto piso, 2010, pp. 129 y ss.). En otros términos, los
problemas morales en el ámbito público deben mirar más al futuro que al pasado,
aunque este último sea importante por las consecuencias jurídicas que esas
conductas pudieron implicar. Interesa poco para la conducta presente el
comportamiento pasado, salvo que este haya estado salpicado por incumplimientos
graves de las obligaciones legales y estas hayan sido merecedoras de sanción,
en cuyo caso lo que debe existir es un filtro suficientemente eficaz para
impedir el tránsito (de detección o alerta temprana) desde las funciones
privadas a las públicas.
Las instituciones públicas
deben, por tanto, procurar la construcción de infraestructuras éticas en
su funcionamiento ordinario, unas vendrán definidas por marcos normativos que
tipifiquen las infracciones y sanciones, mientras que otras estarán
configuradas por sistemas de integridad que hagan de la autorregulación su
pauta de funcionamiento. La gran conquista de la integridad pública será, sin
duda, llevar a cabo ese proceso de mejora continua de cumplimiento leal de las
normas y de adhesión (voluntaria, en tanto que querida y “sentida” o
internalizada, como explicitó en su día Victoria Camps, en su excelente libro El
gobierno de las emociones, Herder, 2013) a los valores y estándares de conducta
que previamente se hayan determinado. Lo demás, es adorno.
Transparencia
La transparencia es otro
de los pilares de la Buena Gobernanza, aunque con un carácter mucho más
instrumental. Contribuye a hacer efectiva la integridad, pero no solo. Tiene
otras muchas proyecciones. Sobre todo una: proveer de información, que por sí
misma es todo y no es nada. Por ejemplo, sus conexiones son evidentes con el
control democrático del poder, especialmente con la rendición de cuentas (el
aspecto nuclear, como se verá, de la transparencia), pero también con la eficacia
y eficiencia del funcionamiento de las estructuras institucionales y
administrativas o con el impulso de la digitalización del funcionamiento de las
organizaciones públicas. También con el cambio de cultura organizativa, aspecto
siempre preterido o ignorado. Y, sin embargo, de gran importancia estratégica.
La transparencia es hija
de una sociedad digitalizada. La sociedad analógica no desarrolló el concepto
de transparencia, al menos tal como lo conocemos hoy en día. Sin la aparición
del homo digitalis (Byung-Chul Han, En el enjambre, 2014, p. 28)
no se entiende el contexto actual de la idea de transparencia.
Sin embargo, la
transparencia da lugar a muchas paradojas. No se puede ocultar que en torno a
la transparencia se han ido insertando una serie de prácticas viciadas,
enfoques cosméticos y actuaciones marcadas por la propaganda política o el
fervor técnico, cuando no por el puro negocio privado o semipúblico. Como bien
expuso Innerarity, “conviene que el entusiasmo por la transparencia no nos
oculte las dificultades de ejercerla verdaderamente” (La política en tiempos de
indignación, Galaxia Gutenberg, 2015, p. 269).
La falsedad ha sido una
etiqueta demasiado utilizada por quienes se predican apóstoles de la
transparencia Es una manifestación más de lo que denomino como “mentiras de la
transparencia”. La mentira política no ha sido muy estudiada, aunque Alexandre
Koyré (La función política de la mentira moderna, Pasos Perdidos, 2015) y
Hanna Arendt –como reza la cita de este Post- escribieron páginas memorables
sobre ello. Pero no nos llamemos a engaño: la mentira política es omnipresente.
Poder y transparencia, nunca han conjugado bien. Ni lo harán en el futuro. No
cabe engañarse sobre este punto. Los arcana forman parte integrante
esencial (y seguirán formando) de la política.
La transparencia solo
puede ser tal si es realmente efectiva. La lucha contra la corrupción en el
ámbito de la política y de la Administración exige inexorablemente una mayor
transparencia. El problema que se puede generar (algo que ya está pasando) es
que las exigencias intensas de transparencia frente a los políticos (de sus
actividades, bienes, patrimonio, incluso de sus relaciones, contactos o,
incluso, movimientos bancarios), unido a las trabas legales anudadas a un
régimen de incompatibilidades rígido y a la prevención y persecución de
conflictos de interés, necesaria por lo demás, puedan actuar en ciertos
momentos como mecanismos que activen un efecto de desaliento para que
determinadas personas (profesionales cualificados o de aquellos que quieran
salvaguardar su privacidad) se dediquen a la actividad política o pública.
Algo
de eso advirtió hace varias décadas con innegable anticipación el destacado
sociólogo Juan José Linz. Y sus consecuencias pueden ser letales: llenar la política
-como ya está pasando- de funcionarios, de quienes “no tienen nada mejor que
hacer” o de personas que “acceden a su primer empleo”. Bien es cierto que el
poder atrae siempre. Ya lo advirtió Hobbes: “doy como primera inclinación
natural de toda la humanidad un perpetuo e incansable deseo por conseguir el
poder, que solo cesa con la muerte” (Leviatán, Alianza Editorial, 1993, p. 87).
Para lograr esa
efectividad de la transparencia hay que ser conscientes de muchas otras
cuestiones, pero sobre todo de cuatro: la transparencia es un valor o principio
institucional; es, asimismo, una política instrumental con las dificultades que
plantea su diseño en cuanto que su finalidad va dirigida a controlar al poder
de quien, paradójicamente, la debe impulsar; también es un proceso continuo de
mejora o de adaptación de las organizaciones públicas; y, en fin, la
transparencia efectiva conlleva necesariamente, tal como se ha dicho, un cambio
radical de cultura en la organización.
Pero, junto a todo ellos,
como también se apuntará, la transparencia requiere una premisa sustancial: un
comportamiento ciudadano responsable con lo público y un demos, por tanto,
maduro. Dicho de otro modo: se debe evitar a toda costa que la transparencia se
convierta en puro chismorreo o en escándalo público, como también se ha de
eludir que la transparencia sea un vehículo exclusivo para buscar noticias
escabrosas o chocantes y difundirlas por doquier. Caminar por esas vías
patológicas supone renunciar a construir de modo efectivo una política de
transparencia. Algo que es necesario evitar.
[1] Este
Post es un resumen de la Introducción al libro titulado Integridad y
Transparencia, que aparecerá publicado próximamente. El texto íntegro de la
Introducción puede leerse en la pestaña “Lecturas” de esta misma página Web: https://rafaeljimenezasensio.com/lecturas-y-citas/.
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